domingo, noviembre 9 2025

Sabor a poco fue lo que ofreció el 0-0 entre Unión y Tigre. En el primer tiempo, el Tate mostró una versión agresiva, dominante, que por momentos parecía tener la capacidad de liquidar el resultado en apenas 45 minutos. Sin embargo, volvió a repetirse una falencia que ya se ha hecho habitual en sus últimas presentaciones: la alarmante falta de contundencia en los metros finales. A pesar de generar un volumen aceptable de llegadas y situaciones de gol, el equipo necesita de una cantidad exagerada de aproximaciones para convertir siquiera un tanto. La carencia de eficacia en la definición, sumada a errores en el último pase o en la toma de decisiones dentro del área rival, termina por condicionar todo el funcionamiento ofensivo. Esto no solo impide que el dominio territorial se traduzca en el marcador, sino que, indirectamente, pone bajo presión a una defensa que, si bien suele responder con solidez, no puede resistir sin fisuras durante 90 minutos cuando el ataque no logra cumplir su parte. Lo que agrava la situación es que este patrón se ha repetido en los últimos tres encuentros de manera casi calcada. Juega por momentos bien, con intenciones claras, con movilidad y con una idea ofensiva que se percibe en el armado de las jugadas, pero que pierde fuerza a medida que se acercan los últimos metros del campo rival. Esta falta de resolución frente al arco, lejos de ser un tema anecdótico, afecta el desarrollo emocional y estratégico del partido. La imposibilidad de convertir en los momentos en que el equipo se impone en el juego hace que ese control se diluya, y, con el correr de los minutos, aparezca otro problema estructural: la caída en la intensidad. En los segundos tiempos, Unión sufre un retroceso evidente en cuanto a claridad, orden y agresividad. La energía baja, el circuito de juego se interrumpe y la falta de ideas alternativas para romper defensas más cerradas termina por neutralizar por completo su propuesta inicial. Un claro ejemplo de esta dinámica se vio frente a Tigre. Luego de un primer tiempo aceptable, el equipo se desdibujó en el complemento, particularmente en los primeros quince minutos, cuando el conjunto rival logró imponer su ritmo y empujó a Unión a jugar un partido incómodo, lento y sin variantes. El equipo dirigido por Dabove supo leer las debilidades de su adversario y las explotó con eficacia: le quitó el balón, lo forzó al error, le bajó el ritmo y lo empujó hacia una versión mucho más deslucida. Unión, lejos de reaccionar, pareció apagado, sin ideas ni herramientas para cambiar el rumbo del juego. La imagen final fue preocupante: no pateó al arco en toda la segunda mitad. Este dato, lejos de ser una mera estadística, refleja una desconexión grave entre el juego propuesto y su ejecución, especialmente cuando el contexto se vuelve adverso. Como si esto fuera poco, el partido se vio claramente condicionado por una actuación arbitral que rozó lo escandaloso. Bryan Ferreyra tuvo un desempeño flojísimo, marcado por errores técnicos y una alarmante falta de criterio. El desarrollo del juego fue innecesariamente brusco debido a su permisividad ante faltas reiteradas, patadas desmedidas y empujones que quedaron sin sanción. Las situaciones de tensión entre los jugadores nunca fueron correctamente gestionadas, y la figura del árbitro como autoridad estuvo completamente ausente. Ni siquiera recurrió al diálogo con los capitanes para contener el caos en momentos álgidos del partido, una herramienta básica cuando se desborda el clima dentro del campo. Incluso si se concede que el gol anulado pudo haber estado bien sancionado —cuestión discutible—, el juez dejó pasar un claro penal de Medina sobre Fragapane, con un empujón en la espalda dentro del área que, con buena ubicación, cualquier árbitro debió sancionar sin dudar. Esa doble vara, esa inconsistencia en las decisiones, fue generando un malestar generalizado y terminó desnaturalizando el partido por completo En definitiva, el encuentro dejó en evidencia varios problemas estructurales de Unión, tanto desde el juego como desde lo anímico, y a eso se sumó un arbitraje que, lejos de aportar justicia y orden, terminó agravando el desconcierto. La sensación final es de frustración, no solo por el resultado, sino por la manera en que el equipo se cae en los momentos decisivos y cómo, una vez más, la falta de eficacia y la merma física en el segundo tiempo se combinaron con factores externos para impedir una actuación que estuviera a la altura de lo que había insinuado en el arranque.

El 11 de Madelón

Era apenas el inicio, y ya el equipo santafesino se imponía con una determinación que parecía inquebrantable. No pasaron ni cinco minutos y ya había provocado varios tiros de esquina, una estadística que no solo habla de dominio territorial, sino también del ritmo arrollador con que salió a jugar el local. Tigre, por su parte, fue apenas un espectador confundido, sorprendido por una intensidad que no logró anticipar ni contener. Esa ráfaga inicial no fue casual ni producto del azar: fue el reflejo de un plan de juego agresivo, bien estudiado, que buscaba marcar diferencias desde el primer silbatazo. Sin embargo, como tantas veces ocurre en el fútbol, ese dominio prematuro no se tradujo de inmediato en goles ni en una superioridad sostenible. Lo que comenzó como un arrinconamiento feroz fue perdiendo filo con el correr de los minutos. El empuje inicial de Unión, si bien genuino, pareció disiparse ante la falta de precisión en los metros finales y una defensa de Tigre que, lentamente, empezó a encontrar el pulso del partido. Lo que parecía un vendaval, una marea roja incontenible, se convirtió con el tiempo en una sucesión de intentos frustrados, donde el vértigo no siempre encontró el pase justo, ni la jugada lúcida. La posesión, aunque mayoritaria, no garantizó claridad. Y entonces, como tantas veces, el fútbol dictó su propia lógica: quien perdona en ataque, suele padecer en defensa. Este tipo de encuentros, donde un equipo impone condiciones desde el inicio pero no logra capitalizar su momento, deja una reflexión más amplia sobre el juego y sus matices. Unión demostró que tiene herramientas para incomodar, para presionar alto, para atacar en oleadas. Pero también quedó expuesto en su falta de profundidad, en su ansiedad por convertir, en la urgencia que a veces conspira contra la pausa necesaria para pensar. Tigre, en tanto, fue el ejemplo de la resiliencia. Porque más allá de sus limitaciones, supo resistir, adaptarse y responder cuando el partido lo exigía. No se trata solo de resistir el temporal, sino de saber cuándo, y cómo, cambiar la marea a favor propio. La escena temprana del partido, ese arrinconamiento feroz en los primeros minutos, quedará como una postal potente de lo que pudo ser. Un indicio de que el fútbol se juega también con la cabeza, con estrategia y con paciencia. Unión mostró el músculo, pero Tigre entendió el ajedrez. Y en ese delicado equilibrio entre fuerza e inteligencia, entre urgencia y cálculo, se definen muchas veces los destinos de un partido. Porque en este juego, como en la vida, no basta con comenzar bien. Lo que realmente importa es cómo se sostiene el intento y cómo se responde cuando el plan inicial se agota.

Buen primer cuarto de hora de Julián Palacios

Durante los primeros quince minutos del partido, Unión desplegó un vendaval futbolístico que arrasó con cualquier intento de resistencia rival. Fue un inicio cargado de intensidad, presión alta, combinaciones rápidas y un mensaje claro: salir a comerse el partido desde el primer segundo. En ese contexto avasallante, hubo una figura que brilló con más fuerza que el resto. Julián Palacios (6) fue el faro que guió ese inicio furioso, el hombre más claro, más punzante y más determinante del ataque. La influencia en ese tramo inicial fue absoluta, no sólo por su despliegue físico, sino también por su capacidad para tomar decisiones inteligentes, generar desequilibrio y abrir caminos cuando aún nada estaba claro. Ya desde el pitazo inicial, Palacios dejó en claro que estaba encendido. A los veinte segundos, tomó la pelota con determinación y, sin dudarlo, sacó un potente remate que exigió al máximo a Zenobbio, quien tuvo que estirarse en una atajada formidable para evitar el gol. Esa acción fue una declaración de intenciones: Unión iba a ir con todo y el ex San Lorenzo era el encargado de liderar esa carga. Su energía contagió al resto del equipo, y la defensa rival comenzó a verse desbordada por todos lados. No pasaron muchos minutos hasta que volvió a aparecer, esta vez en un rol más cerebral. Con una visión precisa y una ejecución impecable, habilitó a Franco Fragapane con un pase quirúrgico que lo dejó mano a mano con el arquero. Fue una jugada que combinó lectura de juego, pausa y calidad técnica, y que volvió a poner de manifiesto su jerarquía. Ese inicio arrollador de Unión no se puede entender sin la actuación de Palacios, quien canalizó la voracidad del equipo en acciones concretas, transformando la intensidad en peligro real. En un fútbol cada vez más vertiginoso y físico, encontrar jugadores que combinen agresividad con claridad mental es un verdadero lujo. Y eso fue exactamente lo que aportó el mediocampista en ese arranque: personalidad, inteligencia y desequilibrio. Si bien el fútbol es un juego colectivo, hay momentos en los que una individualidad bien enfocada puede marcar la diferencia.

Julian Palacios, uno de los puntos altos en el primer tiempo

Tras ese arranque impetuoso de Unión, que arremetió como un vendaval sobre el área de Tigre, el desarrollo del partido fue virando hacia otro encuentro más cerebral, más estratégico. Lo que al principio parecía una tormenta de emociones y vértigo se transformó, poco a poco, en un duelo de tensiones contenidas. Tigre, en un acto deliberado y casi quirúrgico, intentó bajarle las pulsaciones al juego. Le dio una dosis de clonazepam a la pelota, anestesiando cualquier atisbo de dinamismo con una posesión que si bien controlaba el ritmo, no hacía daño. Era un dominio ilusorio, más preocupado por sostener la tenencia que por dañar al rival. Un recurso táctico válido, sí, pero que también expuso una de las grandes carencias del equipo: su falta de profundidad. Del otro lado, Unión no se desesperó. Comprendió que ese dominio era más estético que peligroso. En lugar de desgastarse en presiones innecesarias, decidió replegarse en un ordenado 4-4-2, compacto, disciplinado, casi inalterable, marca registrada de los equipos dirigidos por Leonardo Madelón. Es un sello que no solo tiene que ver con la distribución de los jugadores en el campo, sino con una filosofía: la del esfuerzo colectivo, la solidaridad táctica y el pragmatismo por encima del lucimiento. Unión le cedió a Tigre ese protagonismo inofensivo sabiendo que la verdadera batalla se libraba en otro terreno, en los espacios reducidos, en la gestión emocional del partido. Porque hay momentos en los que el mejor ataque es saber esperar, y el mayor acto de inteligencia es no caer en la trampa del ritmo ajeno.

Colectivamente, el rendimiento fue muy bueno, y esto se explica en buena medida por el crecimiento de las individualidades. A excepción de la salida de Franco Pardo a Racing, Leonardo Madelón repitió el once titular en los tres partidos, lo que deja entrever que ya encontró una base, una columna vertebral. Habrá que ver si con la incorporación de Augusto Solari puede haber variantes. Físicamente, tácticamente e incluso en confianza, este Unión está claramente mejorado. Fue capaz de pisar fuerte en la Bombonera y de jugarle de igual a igual a uno de los grandes del fútbol argentino. Tal vez lo que le faltó fue sostener el resultado en ese partido clave, donde los cambios del entrenador no surtieron el efecto esperado. Intentó poblar el mediocampo con jugadores que manejan bien la pelota, pero no logró cortar con eficacia el circuito ofensivo de Boca. Hasta ahora, en tres partidos oficiales, solo recibió un gol, y fue de pelota parada. Incluso se puede sumar el duelo frente a Cruzeiro en Belo Horizonte, donde el equipo ya mostraba señales de solidez y orden, aspectos que poco y nada se vieron en la gestión anterior con Kily González. Aquella etapa, con billetera abierta, terminó en un rotundo fracaso, contrastando con el presente donde, a pesar de la austeridad, se está viendo algo más serio. No es menor recordar las constantes inhibiciones y las quejas del entrenador anterior por refuerzos que, en muchos casos, ni siquiera llegaron. Este contraste de intenciones dejó expuesta una realidad que a menudo define los partidos cerrados del fútbol argentino: no siempre gana el que más tiempo tiene la pelota, sino el que mejor interpreta lo que el partido necesita. Tigre quiso dormir la intensidad de Unión con posesiones largas pero inofensivas, como quien acuna una bomba para evitar que explote. Unión, en cambio, eligió el silencio táctico, el orden que desespera, el aguante que agota. No se trata de especular, sino de saber en qué momento conviene ser protagonista y en cuál es preferible dejar que el rival se desgaste con su propio libreto. En ese delicado equilibrio entre ritmo y pausa, entre fuego y hielo, se define muchas veces el carácter de un equipo. Al final, lo que parecía un partido que podía romperse desde el arranque se fue decantando hacia una guerra fría, donde las emociones se canalizaban a través de decisiones tácticas más que de jugadas brillantes. Y es ahí donde los equipos bien trabajados, como el Unión de Madelón, marcan la diferencia. No necesitan de florituras para competir. Les basta con entender el juego. Y con saber que, a veces, el mayor acto de rebeldía es no jugar al ritmo que te imponen.

La izquierda gobernaba en Unión

Era impetuoso Unión cuando atacaba. Desde el arranque del partido, el conjunto santafesino mostró una clara intención ofensiva, una verticalidad marcada que sorprendió por momentos a la defensa rival. No era un equipo que se entretuviera con la pelota: su plan de juego parecía consistir en tomar la posesión e ir directo al arco contrario, sin demasiados rodeos. El pase hacia adelante se imponía como norma y cada avance llevaba consigo una sensación de inminencia, como si cada jugada pudiera terminar en gol. Unión era velocidad, decisión y profundidad. Mostraba una dinámica grupal que lo hacía peligroso en cada tramo del terreno, especialmente cuando lograba combinar en velocidad por las bandas. La intensidad de Unión no sólo se expresaba en lo colectivo, sino también en lo individual. En esa primera mitad, varios futbolistas lograron imponerse en los duelos personales, lo que le permitió al equipo ganar metros con facilidad y poner en aprietos al fondo rival. Uno de ellos fue Mateo del Blanco (6) a quién le está pasando lo que alguna vez ocurrió con la Pepa Armando, que de ser un wing izquierdo pasó a jugar primero de volante y luego de defensor por ese sector y allí consiguió su mejor rendimiento en Unión. Raúl Armando era distinto a Del Blanco, porque tenía más potencia física para el desborde y el centro. Del Blanco tiene un poco más de habilidad y destreza en el juego corto. Pero los dos se unen en un “pequeño gran detalle”: de ser jugadores netamente ofensivos y de ataque, se reconvirtieron a marcadores de punta y ahí lograron sacar lo mejor de sí. Pasó mucho al ataque y siempre le complicó las espaldas a Ortega, quien tuvo que pedir el cambio por una lesión muscular. Había sido muy bueno lo de Mauro Pitton (6) en el primer tiempo. Al sacrificio de siempre, le agrego orden, despliegue para pisar el área en más de una ocasión. Tácticamente viene cumpliendo y en levantada. Mauricio Martinez (5) en la mitad de la cancha no fue el volante central posicional, si bien pidió la pelota, lateralizó de izquierda a derecha, pero se sumó mucho al sector izquierdo para acompañar a los dos mencionados anteriormente, y para ejercer una superioridad numérica que era abismal de elenco de Leonardo Carol Madelón.

Lo que vino después, fue un espejismo. Unión había caído en la trampa que le impuso Diego Dabove. En el fútbol, a veces la narrativa no se escribe con goles ni con jugadas de lujo, sino con silencios tácticos, con duelos de paciencia, con la voluntad de resistir más que de imponer. Lo que ocurrió entre Tigre y Unión fue precisamente eso: un partido donde las intenciones quedaron ahogadas en el mediocampo y donde la disputa por el control nunca fue total, pero sí constante. Tigre, con evidentes dificultades para sostener la tenencia de la pelota, se vio obligado a replegarse desde el arranque, condicionado por una presión inicial de Unión que no daba respiro, que empujaba por las bandas, que terminaba todas sus jugadas con centros. Pero ahí estaba Joaquín Laso, casi como un faro en medio de la tormenta, despejando una y otra vez, aportando esa cuota de jerarquía y firmeza que le dio a la zaga de Victoria una estabilidad clave en un contexto adverso. No es menor el mérito de Tigre en haber contenido esa ráfaga inicial de Unión, porque en ese primer cuarto de hora, el equipo santafesino parecía decidido a pasar por encima de su rival. Pero la intensidad no siempre alcanza, y cuando no hay lucidez para traducir el vértigo en peligro real, las embestidas terminan vacías. Tigre, que no modificó su plan de juego pese a la presión, apeló a una fórmula ya conocida: ceder la pelota, recortar espacios y tratar de bajar el ritmo del partido. La propuesta, en apariencia tímida, tuvo su efecto. Unión se fue apagando, víctima de su propio desgaste, y el juego cayó en una especie de letargo sin dueño, un empate tácito entre dos equipos que no terminaban de animarse. El balón iba de un lado a otro sin profundidad, como un péndulo que no lograba definir el tiempo de ninguno. Lo que quedó fue un encuentro opaco, sin brillo, sin un protagonista claro. Un partido chato, de esos que parecen pedir a gritos que alguien los despierte con una chispa, una gambeta, una decisión audaz. Nada de eso ocurrió. Lo que sí se sostuvo fue la tensión estratégica: la sensación de que cualquiera podía equivocarse en cualquier momento, de que el mínimo error podía romper el equilibrio. Pero el error nunca llegó, porque ambos equipos eligieron no arriesgar, no comprometerse del todo con el juego ofensivo. Tigre sobrevivió más que jugó; Unión insistió más que propuso. Y así, el empate —aunque frustrante para quienes esperaban emociones— terminó siendo un resultado lógico en un partido en el que nadie mereció más que eso: apenas sostenerse.

Otra vez Matías Tagliamonte para sostener el 0

Habíamos dicho que lo mejor de Tigre había sido Joaquin Laso (defensa). ¿Arriba? Jabes Saralegui. En un fútbol cada vez más dominado por la vorágine, donde los mediocampistas tienden a confundirse entre la ansiedad de los extremos y la fricción del roce constante, resulta una rareza —y a la vez un alivio— encontrar un jugador que se detenga, observe y decida con criterio. El ex Boca fue ese punto de lucidez en un partido que había ingresado en la chatez. Su manejo de la pelota, sobrio pero determinante, ofreció lo que tanto le faltó al resto: pausa, claridad, y una interpretación adecuada del momento. No es poco. Es, en estos tiempos, casi todo. No sólo manejó los tiempos, sino que construyó, con paciencia y visión, la única jugada de verdadero peligro. Esa doble chance en la que primero él, cara a cara con el arquero, remató con convicción; y luego, tras el rebote, otro compañero insistió sin éxito. Ambas ocasiones fueron neutralizadas por Matías Tagliamonte (7), quien —con una atajada doble que habla de reflejos y concentración— sostuvo el empate y se erigió como la figura del encuentro. El fútbol, esa suma de detalles que a veces parecen aleatorios, en este caso se resolvió entre dos nombres: el que pensó y el que reaccion. Es difícil pedirle a un solo futbolista que rompa la inercia de un partido. Pero cuando lo logra, aunque sea por unos minutos, vale la pena detenerse a destacarlo. Jabes Saralegui mostró que el talento no siempre es estruendoso. A veces, simplemente, se trata de poner el pie en la pelota y ver lo que nadie más está viendo.

La volada de Matias Tagliamonte

Flojo arbitraje de Bryan Ferreyra

Antes de seguir con el comentario del partido, quiero hablar sobre el deterioro alarmante del arbitraje en el fútbol argentino. En cualquier disciplina deportiva, representa una de las piedras angulares que garantizan la justicia, la equidad y el respeto por las reglas del juego. Sin embargo, en los últimos años, estamos siendo testigos de una decadencia creciente y preocupante en la calidad del arbitraje, particularmente en el fútbol también. El nivel paupérrimo que alcanzan muchos arbitrajes actuales —tanto en ligas locales como internacionales— es un reflejo del abandono de estándares profesionales, la falta de preparación adecuada y, en muchos casos, de una preocupante impunidad frente al error. La incorporación de herramientas tecnológicas como el VAR prometía precisamente lo contrario: disminuir el margen de error humano y brindar mayor transparencia. No obstante, su implementación ha terminado siendo, en muchos casos, un factor más de confusión, retraso e indignación. Lejos de clarificar, ha profundizado la percepción de parcialidad e incompetencia. La interpretación de jugadas sigue dependiendo del criterio —cada vez más errático— de árbitros que no parecen capacitados para aplicar el reglamento con coherencia. Las decisiones contradictorias entre partidos, o incluso dentro del mismo encuentro, alimentan la sospecha de favoritismos y deterioran la credibilidad del espectáculo. Lo que debería ser una herramienta al servicio de la justicia deportiva ha pasado a ser, con frecuencia, un escudo detrás del cual se esconden decisiones inexplicables. La situación no se limita a errores aislados. Estamos ante un problema sistémico que exige una revisión profunda del proceso de formación, selección y evaluación de los árbitros. Es inadmisible que profesionales que ostentan una responsabilidad tan determinante en el desarrollo de un deporte —con millones de hinchas y enormes intereses económicos en juego— cometan fallos grotescos sin que existan consecuencias visibles. La falta de transparencia en la evaluación arbitral alimenta la frustración del público y la desconfianza generalizada. Mientras los jugadores son sancionados por protestar o cometer errores en el campo, los árbitros parecen inmunes a cualquier forma de rendición de cuentas. Esa asimetría de responsabilidades resulta cada vez más insostenible. Más allá de lo técnico, el problema del arbitraje también tiene una dimensión ética. Cuando los errores se repiten, cuando siempre parecen beneficiar a los mismos equipos o perjudicar a los mismos jugadores, la sombra de la sospecha es inevitable. No se trata de caer en teorías conspirativas, sino de reconocer que la percepción pública —sustentada en hechos— está erosionando la confianza en la imparcialidad del juego. El deporte, como reflejo de la sociedad, necesita reglas claras y justas, y necesita árbitros capaces de hacerlas cumplir con profesionalismo, templanza y sentido común. Mientras esto no ocurra, el arbitraje seguirá siendo el eslabón más débil y desprestigiado del sistema. La creciente mediocridad arbitral no puede seguir siendo normalizada ni aceptada como parte del «folklore» del deporte. La exigencia de excelencia debe aplicarse también —y especialmente— a quienes tienen el poder de influir directamente en el resultado de un partido. Es hora de que las federaciones, ligas y organismos deportivos enfrenten esta crisis con la seriedad que merece. No se trata de perfección, sino de compromiso con la justicia. Si no se revierte esta tendencia, el arbitraje seguirá siendo una caricatura de lo que debería ser: una garantía de equidad convertida en fuente de escándalo y decepción.

Flojo arbitraje de Bryan Ferreyra

Sobre el cierre de la primera etapa, llegó llegó la primera polémica de tantas que tuvo el encuentro: Lucas Gamba (5), había marcado el 1-0, sin embargo, Bryan Ferreyra no advirtió en campo la falta de Cristian Tarragona qué si vio en el VAR, Dario Herrera y llamó a corregir. Es bueno recordar que no se puede cargar sobre la espalda con ninguna parte de cuerpo, según indica el reglamento de la Asociación del Fútbol Argentino. La gente estalló de la bronca, todo Unión cayo en la impotencia de la decisión del rosarino. Así todo, tuvo la posibilidad de irse al descanso ganando por la mínima con un cabezazo de Cristian Tarragona (6) qué tapó muy bien Zenobbio. Buen partido del santafesino que jugó muy bien de espaldas, controló y giro con criterio, armó la jugada del gol, pero se nota que es un delantero que sabe fabricar espacios.

Los segundos tiempos: el déficit de Unión 

Unión salió al complemento sin modificaciones, decisión lógica si se tiene en cuenta el desarrollo del primer tiempo. Había mostrado una imagen sólida, ordenada, con buen trato de balón y una notable ocupación de espacios. Salvo por la actuación algo opaca de Lautaro Vargas (4), el rendimiento general fue altamente positivo. En el caso particular del lateral, no se trató tanto de un bajo nivel individual, sino más bien de un planteo rival que lo condicionó. Diego Dabove lo neutralizó inteligentemente con una doble marca constante, ejecutada por Sosa y Cabrera, que le recortó la libertad ofensiva que suele tener. Esa presión en el sector obligó al ex lateral de Defensa a ser más cauto, replegarse y participar menos en la construcción ofensiva, lo que naturalmente lo hizo pasar desapercibido. Del lado de Tigre, el primer tiempo fue francamente pobre. Se mostró incómodo, a destiempo en casi todas las intervenciones, con un mediocampo más preocupado en contener que en generar. Saralegui y Cabrera estuvieron lejos de asumir un rol protagónico en el juego, y eso se notó: la pelota pasó más tiempo en los pies de los defensores que en los creativos, si es que hubo alguno. Las pocas veces que Tigre intentó adelantarse en el campo, lo hizo sin convicción ni claridad. El equipo de Victoria careció de asociaciones, profundidad y rebeldía, y cada balón dividido fue ganado por Unión, que impuso condiciones desde lo físico y lo táctico. En ese contexto, no extrañó la actitud especulativa que eligió Tigre como bandera: la de frenar el ritmo del partido, cortar con faltas reiteradas y, en especial, hacer tiempo de manera escandalosa. Fue verdaderamente alevosa la forma en que los jugadores de Tigre estiraron cada detención del juego. Desde saques de arco que demoraban una eternidad hasta atenciones médicas innecesarias, el equipo de Dabove mostró desde temprano que su plan no pasaba por competir de igual a igual, sino por resistir, ralentizar y desgastar a un rival que lo superó ampliamente. Esa actitud, además de generar fastidio en el rival y en el público, demuestra una falta de ambición preocupante. Más aún, cuando el marcador estaba igualado y todavía había mucho por jugar. Tigre no solo jugó mal, sino que pareció conformarse con no perder. Unión, en cambio, fue el único equipo con una propuesta clara y con intenciones reales de ganar el partido.

No pasaba nada en el partido. Y esa frase, que puede sonar a lugar común o a muletilla de transmisión, retrata con precisión quirúrgica el tramo más deslucido del encuentro entre Tigre y Unión. Después de un primer tiempo que al menos insinuó intenciones y mostró a un Unión algo más ambicioso por izquierda, el segundo capítulo se deslizó hacia una modorra generalizada, sin emociones ni cambios de ritmo. Tigre, que había estado replegado con cierto orden defensivo, decidió adelantar un poco sus líneas. El movimiento fue tácticamente lógico: tratar de empujar el bloque hacia adelante para disputar el dominio del balón más cerca del campo rival. Pero la decisión, aunque valiente, no alcanzó para romper el molde de un partido que nunca terminó de encenderse. Se jugaba de tres cuartos a tres cuartos, como suele decirse cuando la pelota transita por la mitad del campo pero no hay profundidad ni peligro real. En ese terreno de nadie, ambos equipos parecían resignados a que el empate era el camino más probable. Ni Tigre ni Unión encontraban la forma de romper con esa monotonía. Tigre no mostraba convicción para atacar con peso en los últimos metros, y Unión, que había tenido su principal vía de llegada en el carril izquierdo durante la primera parte, perdió por completo esa herramienta. Ya no había desbordes, ni asociaciones claras por esa banda. El equipo santafesino se fue diluyendo a medida que los minutos pasaban, tal vez por desgaste, tal vez por falta de variantes. Sea como fuere, el partido cayó en una meseta que evidenció las limitaciones de ambos conjuntos, tanto en lo individual como en lo colectivo. Fue un encuentro en el que las ideas se agotaron demasiado rápido y donde la intención no encontró ejecución.

No se sintió la salida de Franco Pardo 

En una semana que trajo cierta incertidumbre por la salida de Franco Pardo rumbo a Racing, la línea de fondo respondió con una solidez que sorprendió por su firmeza y coordinación. Lejos de mostrar grietas o desconcierto, el equipo de Madelón pareció no sentir la ausencia del central titular, gracias a una labor destacada de quienes tomaron la posta. Juan Pablo Ludeña (7), con apenas un puñado de partidos en la Primera División, fue el elegido para ocupar el lugar que dejó vacante Pardo. Y el juvenil respondió con creces, mostrando una madurez impropia para su corta trayectoria profesional. Fue firme en el uno contra uno, impasable por arriba y atento para anticipar cada movimiento de los delanteros rivales. Ignacio Russo, que suele moverse bien entre líneas y generar espacios a partir del juego de espaldas, nunca pudo imponerse ante la marca cercana y meticulosa de Ludeña, que lo desactivó con autoridad y concentración. El trabajo de Ludeña fue complementado de manera eficiente por Valentín Fascendini (6), quien ocupó el la zaga izquierda ante la ausencia de Claudio Corvalán. Sin estridencias ni alardes técnicos, se enfocó en lo esencial: cerrar su banda, no complicarse en la salida y despejar cuando el riesgo lo ameritaba. Fue práctico, expeditivo y se mantuvo dentro del plan de juego propuesto por el cuerpo técnico. Su actuación no solo confirmó que está preparado para asumir responsabilidades mayores, sino que también reforzó una idea que se viene construyendo en el seno del plantel: este Unión es, ante todo, un equipo comprometido con la solidez defensiva, donde cada pieza parece saber cuál es su rol dentro del sistema.

Tigre estuvo cerca de llevarse los tres puntos a Buenos Aires con una jugada que pudo haber cambiado todo: un zurdazo de Sosa desde la izquierda del área que, con destino de red, terminó estrellándose contra el palo. La pelota superó a Tagliamonte, cruzó toda el área chica y pegó en el poste antes de ser despejada con urgencia por un defensor rojiblanco. Era, sin dudas, el momento más complejo de Unión en todo el partido. El equipo entraba en esa zona gris y peligrosa donde los encuentros se definen por detalles mínimos, por errores que no se perdonan o aciertos que no se repiten. Fue entonces cuando Leonardo Madelón decidió mover el banco: ingresó Marcelo Estigarribia por Lucas Gamba. Pero más allá del cambio, lo que quedó claro es que el Chelo atraviesa una crisis de confianza evidente. No solo no pudo marcar diferencia, sino que su participación fue intrascendente. Tuvo una sola chance, pero no alcanzó a rematar con precisión y la jugada terminó en un córner. Otro síntoma más de un plantel corto, sin variantes reales, con nombres que no terminan de justificar su lugar. El partido se volvió áspero, trabado, con muchas infracciones. Era de esos encuentros donde, si se terminaba con los 22 jugadores en el campo, era casi un milagro. A falta de siete minutos para el cierre, Franco Fragapane vio la roja. Ya estaba amonestado y, en un arranque de imprudencia, se tiró con las dos piernas, a destiempo, contra Braian Maerinez. No tocó la pelota. Se llevó puesto al jugador de Tigre, y el árbitro no dudó: segunda amarilla y expulsión. Pero no fue solo eso. Antes, Fragapane había protagonizado otra jugada polémica, una carga dentro del área tras una acción entre Sebastián Medina y el propio Fragapane. El VAR revisó la jugada, decidió no llamar al árbitro Ferreyra al monitor, y todo siguió. Pero más allá de lo técnico, lo preocupante fue lo táctico y lo actitudinal: Unión jugaba con fuego, y Madelón no supo o no quiso intervenir a tiempo. Fragapane, claramente fuera de partido, debió haber salido mucho antes. No lo hizo, y el equipo lo pagó caro. Otro error de lectura, otra muestra de una conducción que demora, que reacciona tarde y mal.

La responsabilidad, claro está, también es del cuerpo técnico. Leonardo Madelón es un entrenador con experiencia, querido por la hinchada, pero con un rasgo que ya se vuelve preocupante: su lentitud para hacer cambios. Fragapane no estaba para seguir en cancha, ni desde lo físico ni desde lo emocional. Además, resulta insólito que de los 12 suplentes, seis sean defensores. Unión terminó el partido con jugadores en posiciones improvisadas: Álvarez de volante por izquierda, Vargas por derecha, Paz como lateral derecho. Todo esto en un contexto donde el equipo necesitaba claridad, piernas frescas y sobre todo, respuestas concretas. La extensión del mercado de pases parece ser una buena noticia, pero más por necesidad que por estrategia. Unión necesita refuerzos, y los necesita ya. El plantel está desbalanceado, con carencias evidentes en los volantes externos. La expulsión de Fragapane dejó al desnudo esa fragilidad estructural. Lo más preocupante no es el resultado, ni siquiera el rendimiento aislado de este partido. Lo verdaderamente inquietante es el patrón que se repite, torneo tras torneo, mercado tras mercado. La gestión dirigencial de Unión parece atrapada en un círculo vicioso de promesas incumplidas, decisiones improvisadas y refuerzos que no están a la altura de la competencia. Se habló, una vez más, del famoso “salto de calidad”. Se insistió con el discurso del cambio, de una nueva etapa, de un proyecto ambicioso. Pero todo eso se diluyó apenas rodó la pelota. La realidad es que Unión volvió a presentar un equipo pobre en nombres y corto en alternativas. Jugadores que no marcan diferencia, que no elevan el nivel colectivo, que no transmiten jerarquía ni generan expectativa. La palabra “refuerzo” implica mejorar, fortalecer, potenciar. Pero en este club, hace rato que eso no ocurre. La dirigencia parece vivir en una dimensión paralela, ajena a la urgencia del hincha, a la necesidad de sumar puntos, a la obligación de competir en serio. Se toman decisiones como si el club estuviera cómodo en mitad de tabla, sin riesgos, sin presión. Pero la verdad es muy distinta: Unión coquetea cada torneo con el descenso. Y lo hace sin un plan, sin una estructura sólida, sin un proyecto deportivo real. Lo que se percibe es una gestión que reacciona con lentitud, que no planifica, que no escucha. Una gestión que, lejos de construir futuro, solo parchea el presente. El silencio de los dirigentes no es sinónimo de trabajo, como se quiere instalar. Es, más bien, una muestra de resignación. O peor aún, de falta de rumbo. Es legítimo que los dirigentes hayan sido elegidos por los socios. Pero eso no los exime de la crítica. Ser votado no implica tener carta blanca para hacer y deshacer sin consecuencias. El mercado de pases es el termómetro más claro para medir una gestión deportiva, y si se utiliza ese criterio, lo de esta dirigencia ha sido, otra vez, un fracaso rotundo. Lo que duele es la reiteración, la falta de aprendizaje, la repetición constante de errores. Promesas que se reciclan, nombres que no generan ilusión, discursos vacíos. Todo eso desgasta. Todo eso lastima. Porque el hincha no es tonto: entiende, espera, apoya. Pero también exige. Y lo que hoy se exige no es otra cosa que respeto. Respeto por la historia, por la camiseta, por la gente que está siempre, incluso en las malas. No alcanza con buenas intenciones ni con marketing de redes sociales. Se necesita gestión, capacidad, conocimiento del fútbol argentino. Unión necesita dirigentes que entiendan que este club no puede seguir navegando en la mediocridad, que no se puede vivir eternamente al borde del abismo. Que el hincha merece más que una ilusión vacía en cada pretemporada. Lo que se está pidiendo, a gritos, es algo tan básico como difícil de encontrar en esta gestión: planificación seria, decisiones coherentes, compromiso real con el crecimiento deportivo. Sin eso, no hay milagro que alcance. Y el déjà vu de cada temporada volverá a repetirse. Porque sin cambios profundos, todo seguirá igual. Como siempre.

 

 

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