sábado, noviembre 8 2025

Por un instante, me quiero poner en la piel del hincha de Unión, ese que acompaña cada partido con la esperanza y la pasión a flor de piel, ese que, más allá de los resultados, vibra con cada pelota disputada, con cada corrida, con cada gesto de entrega. Debe ser una sensación profundamente reconfortante y al mismo tiempo motivo de un orgullo indescriptible ver cómo su equipo despliega un fútbol cargado de personalidad, ambición ofensiva e intensidad competitiva. No se trata, como muchas veces nos quieren hacer creer las estadísticas o las planillas frías de los resultados, de si se gana, se empata o se pierde; no, esto va mucho más allá, se adentra en terrenos donde lo esencial no se mide con números, sino con sensaciones, con actitudes. Hay algo en la forma de jugar de este Unión que trasciende lo cuantificable, algo que se respira en el ambiente, que se transmite desde la cancha a la tribuna y viceversa: una energía colectiva, una determinación que no conoce excusas, una voluntad de competir con el alma, incluso en los contextos más desfavorables. Y eso, precisamente eso, es lo que marca la diferencia entre un equipo que simplemente cumple con estar en el campo y otro que deja una huella emocional, que transmite identidad y orgullo. En ese sentido, lo que ha mostrado Unión en los últimos partidos es mucho más que un repunte futbolístico: es una muestra contundente de carácter, una evidencia de que hay una columna vertebral emocional que sostiene al plantel incluso cuando todo parece inclinarse en contra. Porque no es casual que este equipo haya logrado reponerse, con madurez y temple, de decisiones arbitrales injustas que, en otro momento, podrían haber quebrado su estructura anímica. Tampoco es menor que, tras una semana particularmente exigente tanto en lo físico como en lo emocional, Unión haya cerrado este tramo del calendario con la frente en alto, lejos de la zona de descenso y, lo que es todavía más significativo, con la ilusión legítima de aspirar a algo más que la mera permanencia. Ese triunfo ante Racing por 3 a 2 no fue simplemente un resultado positivo ante un rival tradicional; fue la confirmación de una identidad, la ratificación de una convicción colectiva que durante mucho tiempo se estuvo buscando y que, ahora, empieza a aparecer de manera sostenida, como una característica definitoria del equipo. Y si retrocedemos unos días, hasta el jueves pasado en Mendoza, en el marco de la Copa Argentina, sería profundamente injusto etiquetar esa noche como una simple derrota. El Tate no cayó en los 90 minutos reglamentarios, y fue eliminado recién en la instancia de los penales, ese momento siempre ambiguo, donde la técnica se entrelaza con el azar y los pequeños detalles se vuelven determinantes. Incluso en ese desenlace amargo, ante un rival de jerarquía como River y con la posibilidad concreta de avanzar sobre el final del partido, Unión logró sostenerse desde lo emocional. No se desmoronó. No permitió que la frustración se convirtiera en desánimo. Hubo amargura, por supuesto, porque se trataba de una oportunidad especial, y porque la jugada que pudo haber significado el pase quedó grabada como una postal dolorosa en la memoria de los protagonistas, lo mismo que las intervenciones claves de un arquero de Selección como Franco Armani. Pero el golpe no destruyó. No hubo derrumbe. El equipo no solo siguió de pie: respondió con más fuerza. Y eso es lo más admirable de este proceso. Que esa eliminación, lejos de generar un quiebre, fue absorbida por el grupo con una madurez poco habitual en planteles que atraviesan situaciones de presión constante. El plantel comprendió que el camino sigue, que el campeonato local es la prioridad, que hay urgencias que no admiten distracciones ni nostalgias. No hubo tiempo para lamentos, ni espacio para que el dolor se transformara en resignación. Unión mantuvo el foco y respondió con altura. El técnico Leonardo Madelón, en ese sentido, fue una figura clave. Con la experiencia que lo respalda y una dosis justa de pragmatismo, supo leer el momento con lucidez. Tenía claro que la permanencia en la máxima categoría del fútbol argentino era y es el gran objetivo, y por eso entendió que el duelo ante Racing, por todo lo que implicaba en lo anímico y en la tabla de posiciones, debía ser abordado con máxima seriedad. Las derrotas de rivales directos como Aldosivi y Talleres, que lo alejaron a Unión por ocho puntos de la zona roja, daban cierto margen, pero no permitían ningún tipo de relajación. Madelón supo también gestionar el desgaste. La decisión de repetir el equipo titular en los encuentros anteriores con Huracán y River no fue un capricho, sino una apuesta por sostener el envión anímico que había nacido tras la gran actuación frente a Instituto. Pero claro, la exigencia acumulada no tardó en pasar factura. Jugar tres partidos en una semana, con viajes, presión, alta intensidad y una definición por penales en el medio, deja secuelas, no solo en los músculos sino también en la cabeza. Y entonces, frente a Racing —más descansado, más obligado, aunque en crisis—, se imponía una lectura distinta, un ajuste táctico, una reformulación inteligente del plan de juego.La clave, entonces, pasó por encontrar ese equilibrio tan difícil entre sostener una base sólida y realizar los cambios justos para que el equipo no perdiera frescura. No era momento de dramatismos, pero sí de precisión en las decisiones. Porque si bien Racing atravesaba un momento pobre —penúltimo en su zona, con una sequía preocupante como local—, seguía siendo un equipo cargado de historia, de nombres rutilantes, de presión interna. Enfrentarlo requería respeto, pero también coraje. Y Unión, lejos de replegarse o jugar condicionado, asumió el partido con la intensidad habitual, mostrando que su estilo ya no es un rasgo circunstancial, sino una forma de ser. Una convicción. Y esa es, quizás, la mejor noticia para el hincha tatengue: que más allá del resultado, lo que se ve en la cancha es una idea clara, una identidad que empieza a consolidarse, una actitud que no se negocia, un cuerpo técnico que lee bien los momentos y que sabe combinar urgencias con ambiciones. Por eso, aunque el camino siga siendo difícil, aunque cada partido se juegue al límite, la ilusión está más viva que nunca. Porque este Unión no se resigna. Este Unión pelea. Este Unión, simplemente es cosa seria, eh.

Madelón

Leonardo Madelón, en su estilo particular y en su forma de concebir el fútbol, representa con claridad a esa estirpe de entrenadores que muchos definen como «chapados a la antigua», pero que en realidad deberían entenderse como fieles a una idea, a una convicción futbolística que no se subordina a las modas ni a los experimentos tácticos del momento. En ese sentido, hay un aspecto que lo define con contundencia: su creencia inquebrantable en el 4-4-2, ese esquema que para él no es simplemente una disposición numérica en la cancha, sino la columna vertebral sobre la cual se construye todo lo demás. No lo abandona, lo respeta como si fuera una ley no escrita del orden táctico, una estructura que garantiza equilibrio, solidez y funcionalidad. De hecho, son contadas con los dedos de una mano las ocasiones en las que se permite salir de ese molde. Una de ellas fue el partido contra Huracán, donde decidió alterar momentáneamente su sistema de base al quitar a un volante central como Mauricio Martínez para incluir a un enganche natural como Agustín Palavecino, buscando otra dinámica en el juego interior. Sin embargo, esa excepción no hizo más que confirmar la regla: con Madelón, el equipo tiene un esqueleto que no se toca. Es una declaración de principios, incluso en los momentos de mayor presión, incluso frente a rivales con presupuestos abismalmente superiores como River, Boca y Racing. Y así lo demostró en el duelo frente al equipo de Núñez por la Copa Argentina. A pesar de las exigencias del calendario, del desgaste acumulado, de los cambios obligados por cuestiones físicas, Madelón jamás resignó su convicción táctica. Contra River, Unión atacó con dos puntas. Salieron Estigarribia y Tarragona, sí, pero no fue para reforzar el mediocampo o poblar la defensa: simplemente ingresaron Colazo y Gamba, jugadores que mantuvieron la misma propuesta, el mismo dibujo, la misma determinación de pararse en campo rival. Se podrá discutir, claro, si los cambios fueron los adecuados o si otros intérpretes habrían sido más efectivos en determinadas jugadas, como las dos más claras del partido que terminaron en los pies de Palavecino, y no en los de los delanteros. Pero eso responde más a las circunstancias propias del juego que a una falla de planificación. Palavecino tuvo esas chances porque su ingreso estaba pensado para reemplazar a Fragapane en el rol de volante por izquierda, con la consigna clara de sumarse a los ataques y aparecer como opción en el área, lo que terminó ocurriendo. En otras noches, esas oportunidades habrían estado en los botines de Gamba o de Colazo, y la historia quizás habría sido distinta. Pero lo esencial permanece: Unión jugó con dos delanteros y se mantuvo fiel a su libreto, ese que le permite competir de igual a igual con gigantes sin necesidad de traicionar su identidad. Este tipo de decisiones no siempre son comprendidas en su totalidad. Algunos critican a Madelón porque entienden que podría «arriesgar más» o que el sistema limita las variantes ofensivas. Pero lo cierto es que, dentro de esa estructura, Unión ha encontrado orden, balance y, sobre todo, una forma reconocible de jugar. No se trata de capricho ni de rigidez dogmática, sino de una convicción construida a lo largo del tiempo y con base en la realidad del plantel que dirige. El 4-4-2 no es una traba para la creatividad, sino un marco que le permite al equipo sostener su competitividad, aún frente a planteles con mayor jerarquía técnica. Y más aún: este esquema le ha permitido algo que no es menor en un torneo tan parejo como el argentino, donde los márgenes son estrechísimos y la lucha por el descenso se vuelve asfixiante. Unión logró, desde ese posicionamiento táctico, alejarse de los puestos comprometidos y comenzar a soñar con algo más. Y dentro de esa misma lógica, vale resaltar que, incluso en un partido tan exigente como el de Copa Argentina, el Tate no se refugió, no especuló, no renunció a su ambición. Atacó, generó situaciones, fue protagonista. Si el pase a cuartos se le escurrió entre los dedos fue por detalles: una pelota que no quiso entrar y un arquero como Armani que volvió a convertirse en figura tapando dos penales. En los 90 minutos, el trámite fue parejo, equilibrado en llegadas, y hasta podría decirse que Unión exigió más a su rival que lo que recibió. Al final, y en sintonía con aquella célebre frase de Alfio Basile, Madelón repitió casi el 95% del equipo, priorizando eso que muchos llaman “equipo de memoria”. A pesar del evidente desgaste físico de varios futbolistas, apostó por sostener el bloque que venía funcionando, apelando a ese conocimiento mutuo entre jugadores que solo se logra con continuidad y tiempo de trabajo. Porque para Leo Carol, más allá de los sistemas, los nombres o las coyunturas, el fútbol sigue siendo un deporte en el que el orden y la convicción hacen la diferencia. Y Unión, bajo su conducción, ha encontrado en esa “vieja escuela” una brújula que le permite caminar con firmeza, incluso cuando el camino parece cuesta arriba. En un fútbol muchas veces devorado por la ansiedad y los volantazos tácticos, tener una idea y sostenerla es casi un acto de rebeldía. Madelón, con su librito bajo el brazo y su 4-4-2 bien afilado, lo demuestra partido a partido.

Madelón con el Moncho Ruíz

Unión cuenta con un entrenador que no solo tiene un libreto claro y definido, sino que además lo asume como un verdadero dogma futbolístico, al punto tal que no lo traiciona ni lo modifica, incluso en situaciones que podrían invitar a la flexibilidad o a la adaptación. Es de esos entrenadores que creen fervientemente en la importancia de sostener una idea, una identidad, incluso cuando las circunstancias podrían sugerir lo contrario. No se deja llevar por la urgencia del momento ni por la presión externa, sino que se mantiene firme en sus convicciones, convencido de que la coherencia a lo largo del tiempo termina rindiendo frutos. En ese marco de pensamiento, también demuestra ser un técnico que prioriza la confianza como herramienta fundamental dentro del grupo: una vez que encuentra una formación titular que le responde en la cancha y se ajusta a su visión, busca respaldarla, darle continuidad y transmitirles seguridad a los futbolistas que elige como piezas clave. Cree que el funcionamiento colectivo se fortalece cuando los jugadores sienten el apoyo del entrenador más allá del resultado inmediato, y eso lo lleva a mantener el esquema y los nombres por más que haya razones externas que podrían empujarlo a cambiar. En esta ocasión en particular, el contexto no era menor ni podía pasarse por alto: el equipo venía de afrontar un compromiso reciente y, a la vuelta de la esquina, ya se asomaba una seguidilla de tres partidos en apenas una semana, una exigencia que, para la mayoría de los entrenadores, suele ser sinónimo de rotación, de darles descanso a algunos titulares y de probar variantes para cuidar el físico de los jugadores. Sin embargo, lejos de dejarse llevar por esa lógica habitual en el fútbol profesional actual, Madelón tomó una decisión que refuerza aún más su perfil de técnico firme en sus convicciones: apostó por mantener prácticamente el mismo once de los últimos encuentros, haciendo únicamente la modificación obligada por la lesión de Maizon Rodríguez. Esta elección, que podría parecer arriesgada desde el punto de vista físico, no fue una simple terquedad ni una muestra de capricho, sino que respondió a un análisis profundo del momento futbolístico de su equipo, donde, en la balanza entre lo físico y lo futbolístico, el entrenador entendió que lo mejor para Unión era preservar el funcionamiento colectivo y seguir respaldando a los jugadores que él considera que están un paso adelante respecto del resto del plantel. La postura de Madelón refleja una forma de entender el fútbol que no es tan frecuente en el presente, donde la mayoría de los entrenadores opta por el pragmatismo y la adaptación constante como forma de supervivencia. En cambio, él se planta con una idea clara y la sostiene incluso en escenarios exigentes, como el que le tocó afrontar a Unión con esta sucesión de partidos. No solo no se dejó tentar por la tentación de cambiar por cambiar, sino que reafirmó su confianza en una estructura y en un grupo de jugadores a los que considera como la base sobre la que se puede construir algo más sólido. Esa clase de respaldo no siempre se ve, y mucho menos cuando los calendarios aprietan y los márgenes de error son reducidos. Sin embargo, en su apuesta hay una lógica interna que apunta a consolidar una identidad y a transmitirle al plantel un mensaje claro: el lugar se gana, sí, pero también se respeta, se mantiene y se defiende mientras el rendimiento lo justifique. Esta decisión de sostener el once titular, incluso frente a un calendario apretado y físicamente exigente, no solo habla del convencimiento de Madelón respecto a su estructura de juego, sino también de una estrategia que busca potenciar la competitividad interna dentro del plantel. Al respaldar a un grupo selecto de jugadores, les transmite una señal inequívoca: confía en ellos, cree en su capacidad para soportar la exigencia, y entiende que en la continuidad puede estar la clave para lograr una regularidad en el rendimiento colectivo. Pero también, de forma implícita, esa elección delimita un mensaje para el resto del grupo, para aquellos que esperan su oportunidad desde el banco o fuera de la convocatoria: para ingresar, no basta solo con estar, sino que se necesita elevar el nivel, demostrar en los entrenamientos y aprovechar cada minuto disponible. Este tipo de liderazgo técnico puede ser incómodo para algunos, especialmente en un plantel amplio, pero responde a una lógica que pone al equipo por encima de las individualidades y que prioriza el funcionamiento por sobre la rotación automática o la repartición equitativa de minutos, una práctica que muchas veces termina atentando contra la cohesión futbolística del conjunto.

El 11 que alineó Madelón

Además, esta postura se vuelve todavía más significativa cuando se analiza el contexto físico y emocional del grupo. No es menor el hecho de que, en esta seguidilla, los jugadores de Unión están siendo llevados al límite, no solo en lo estrictamente físico, sino también en lo mental. La acumulación de partidos en pocos días implica un desgaste que va mucho más allá del cansancio muscular: hay tensión, hay presión por los resultados, hay poco tiempo para recuperar, planificar y ajustar errores. En ese escenario, mantener la estructura puede leerse también como una forma de simplificar el camino, de no sobrecargar al equipo con demasiadas variables nuevas, y de seguir alimentando una dinámica de juego que, a fuerza de repetición y conocimiento mutuo entre los intérpretes, puede volverse cada vez más aceitada. No se trata, entonces, de una simple negativa a rotar por costumbre o necedad, sino de una apuesta calculada que pone en valor la estabilidad como herramienta para atravesar momentos exigentes. Madelón sabe que cada vez que un técnico mueve piezas, corre el riesgo de alterar ciertos equilibrios, y en este caso, eligió sostener lo que funciona antes que probar lo incierto. Incluso desde una perspectiva más amplia, se podría decir que esta forma de proceder de Madelón está íntimamente ligada a su estilo como conductor de grupos. Él no es un entrenador de grandes estridencias tácticas, ni de cambios drásticos partido a partido. Su fortaleza está en la simpleza bien entendida, en el orden, en la disciplina táctica, en el compromiso de sus dirigidos y en el trabajo constante sobre una base sólida. Por eso, cuando encuentra un equipo que responde, lo cuida, lo protege y lo sostiene, aun cuando eso implique asumir ciertos riesgos en lo físico. Sabe que no hay soluciones mágicas ni atajos en el fútbol, y que los mejores rendimientos suelen emerger de la repetición, del conocimiento entre líneas, del entendimiento entre compañeros que se acostumbran a jugar juntos. Por eso, su decisión de enfrentar esta exigente seguidilla sin modificar su columna vertebral no es otra cosa que una ratificación de su modelo de conducción: un estilo que privilegia la estabilidad, el esfuerzo colectivo y el convencimiento por encima del vértigo del cambio por necesidad o por moda. En ese marco, Unión se planta como un equipo con identidad, con un plan que no se negocia y con un técnico que, lejos de las modas pasajeras, apuesta por el largo plazo, incluso en el corto plazo de una semana cargada de partidos.

Unión salió a asumir la iniciativa en el primer tiempo

Desde el mismo momento en que Nazareno Arasa hizo sonar su silbato para dar inicio al encuentro, Unión dejó en claro que no pensaba achicarse ni mucho menos resignarse a un rol secundario. No hubo titubeos ni actitudes contemplativas; el equipo santafesino salió decidido a tomar las riendas del partido, sin importar que su rival fuese Racing, un equipo que por su propuesta futbolística guarda muchas similitudes con River, y, en cierta medida, con Argentinos Juniors. Estos tres equipos comparten una filosofía basada en el protagonismo, en la intensidad, en la verticalidad constante, en un juego ofensivo que prioriza el vértigo por sobre el equilibrio y que, muchas veces, deja en un segundo plano los cuidados defensivos. En ese contexto, Racing llegaba al compromiso con la imperiosa necesidad de mostrar una imagen renovada, tanto desde lo futbolístico como desde lo anímico. Acumulaba apenas cuatro puntos en el torneo y todavía no conocía la victoria jugando en casa, por lo que las exigencias eran evidentes. Sin embargo, lejos de aprovechar esa presión para replegarse y apostar al error ajeno, Unión decidió plantarse de igual a igual, con una propuesta audaz, agresiva, incluso por momentos asfixiante en su presión alta. Fue un mensaje claro desde lo actitudinal: no se venía a resistir, se venía a competir, a jugar el partido con personalidad y sin concesiones. Durante los primeros compases del encuentro, se percibieron algunas inseguridades puntuales por parte del conjunto dirigido por Leonardo Madelón especialmente en lo que refiere al manejo de la pelota en zonas comprometidas. Hubo dos o tres situaciones en las que los defensores de Unión no lograron despejar con claridad, quedando cortos en los rechazos y permitiendo que Racing cruce la línea media con transiciones muy veloces, apoyadas en la movilidad de sus volantes ofensivos. A pesar de eso, el elenco académico no supo capitalizar esos momentos iniciales, en parte porque su funcionamiento general resultó demasiado previsible y, por momentos, monótono. Si bien las estadísticas del primer tiempo reflejaron que el equipo de Gustavo Costas se adueñó del 62% de la posesión del balón, esa tenencia fue poco productiva, casi intrascendente. La circulación era lenta, carente de sorpresa y fondo. La línea de tres defensores no le ofrecía una salida fluida ni tampoco generaba superioridad para romper líneas. La pasividad del circuito de juego facilitó la tarea de contención por parte del mediocampo tatengue, que se mantuvo compacto y bien escalonado para frenar los intentos rivales. Racing, pese a su intención de imponer condiciones, se vio atrapado en una especie de laberinto táctico, donde la posesión se volvía improductiva ante la imposibilidad de encontrar espacios entre líneas. La presión de Unión surtía efecto, no solo desde lo físico, sino también desde lo estratégico. A bordo de un esquema 3-4-3 que buscaba ser directo y vertical, Racing intentó encontrar en Juan Ignacio Nardoni una salida clara desde el eje central. Sin embargo, el mediocampista tuvo una noche opaca, poco lúcida en la distribución y endeble en la recuperación, incapaz de hacer pie en un contexto que exigía precisión y temple. Su mejor intervención fue un cambio de frente hacia la derecha, que derivó en la jugada del primer gol, aunque esa acción puntual no alcanza para compensar un rendimiento general muy por debajo de lo esperado. Lo mismo ocurrió con Agustín Almendra, otro jugador clave para la estructura del equipo, pero que nunca logró asumir el rol de organizador ni brindar claridad en el manejo de la pelota. Fue un partido repleto de imprecisiones para el ex-Boca, que pareció siempre incómodo, apresurado, sin encontrar los tiempos del partido. En tanto, Gabriel Rojas, quien venía de ser una de las figuras destacadas en la reciente y sufrida clasificación de Racing a los cuartos de final de la Copa Libertadores, tampoco estuvo a la altura. Si bien mantuvo su habitual despliegue por la banda izquierda, no fue preciso en los envíos al área, ni logró ser determinante en el último tercio. Su ida y vuelta constante no se tradujo en acciones concretas de peligro y, por momentos, fue absorbido por la marca rival. La defensa rival le cerró los caminos y no logró influir en el ataque como en otras presentaciones. Finalmente, Santiago Solari, que fue uno de los receptores preferidos en las transiciones rápidas y el desahogo por los costados, tampoco pudo desequilibrar en el uno contra uno, un aspecto que suele ser uno de sus principales atributos. Le faltó decisión, confianza para encarar, cambiar el ritmo y romper líneas desde lo individual. Racing, en definitiva, fue un equipo deslucido, sin cambio de ritmo, sin sorpresa, y muy previsible para un Unión que, más allá de sus limitaciones puntuales, se mostró compacto, ambicioso y decidido a jugar el partido con el cuchillo entre los dientes. La propuesta de Gustavo Costas no encontró respuestas en los intérpretes ni en la dinámica colectiva, y eso se tradujo en un rendimiento muy por debajo de las expectativas. El equipo sigue sin poder afirmarse como local, y ante un rival que no se replegó ni resignó la iniciativa, volvió a tropezar con sus propias limitaciones.

 

Otra vez el arbitraje en el centro de la polémica

El arbitraje argentino atraviesa, sin lugar a dudas, el período más crítico y cuestionado de toda su historia. Lo que antes era una eventual polémica aislada, hoy se ha convertido en una constante, en una repetición alarmante de errores, desaciertos y decisiones que rozan el absurdo, generando un estado de desconfianza generalizada en el ecosistema del fútbol nacional. Resulta inconcebible que absolutamente todos los fines de semana, sin excepción, surja una nueva controversia derivada de una actuación arbitral deficiente, confusa o simplemente inaceptable. Esta seguidilla de fallos groseros y la creciente percepción de favoritismos o criterios dispares, alimentan la sensación de un deterioro acelerado, estructural y profundo en el cuerpo arbitral que, más allá de nombres propios, parece haber perdido el rumbo tanto desde lo técnico como desde lo institucional. Y en el centro de esta tormenta se encuentran Federico Beligoy, quien ocupa simultáneamente dos roles estratégicos: el de titular de la Dirección Nacional de Arbitraje (DNA) de la AFA y el de secretario general de la Asociación Argentina de Árbitros (AAA); y Fernando Rapallini, en su función de secretario técnico de la misma DNA, cuya experiencia internacional contrasta con la falta de claridad que hoy reina en la conducción. Ambos lideran un esquema que, en lugar de consolidarse, se desmorona partido a partido, víctima de decisiones erradas, designaciones arbitrarias y una alarmante ausencia de meritocracia. El discurso oficial insiste en que el arbitraje argentino está entre los mejores del mundo, pero la realidad dentro del campo de juego y en la cabina del VAR se empecina en demostrar todo lo contrario: una crisis de calidad, de transparencia y de credibilidad. Este derrumbe tiene múltiples causas, pero una de las más evidentes es el modelo de competencia vigente, con un campeonato de 30 equipos que exige una cobertura arbitral casi masiva, y que, sumado a la incorporación del VAR, demanda la participación de más jueces, incluso de aquellos que apenas han tenido rodaje en el fútbol profesional. Esta necesidad numérica ha generado promociones relámpago, arbitrarios ascensos y un ingreso forzado de árbitros con escasa preparación o experiencia, lo que inevitablemente repercute en la calidad del arbitraje y en la autoridad que estos puedan ejercer dentro del campo. Es ilustrativo el caso de Sebastián Martínez Beligoy, sobrino del propio Federico, quien en apenas tres años pasó de dirigir en la Primera B a ostentar la chapa de árbitro internacional, sin haber demostrado una solidez ni una coherencia que justifiquen semejante proyección. Su actuación en el escandaloso partido entre Platense y San Lorenzo, en agosto, dejó más dudas que certezas, al punto de que su presencia en futuros compromisos genera preocupación antes que expectativa. Pero no es el único caso. La lista de árbitros con trayectorias breves, desempeños mediocres y sin embargo premiados con designaciones importantes crece de forma exponencial. Nombres como Pablo Giménez, Franco Acita, Fabricio Llobet, Rodrigo Rivero, Jorge Nelson Sosa, entre otros, conforman una nómina que evidencia el bajo nivel del recambio, con desempeños efímeros en cancha y una rápida reubicación en roles secundarios como el de cuarto árbitro o en el VAR, donde también sus decisiones siguen generando controversias. Es evidente que el recambio no está preparado y que la formación ha sido sustituida por la urgencia. Resulta particularmente preocupante la manera en que se ha naturalizado el hecho de que árbitros con serios antecedentes de errores continúen siendo designados sin ningún tipo de sanción o evaluación objetiva de desempeño. Un caso paradigmático es el de Luis Lobo Medina, recientemente nombrado internacional a sus 40 años, luego de una carrera llena de altibajos y con episodios polémicos prácticamente en cada paso. Su actuación en el reciente partido entre Instituto e Independiente, plagada de errores y desaciertos, no solo lo dejó expuesto, sino que volvió a desnudar el problema sistémico de fondo: la falta de consecuencias para los malos arbitrajes. Incluso en las designaciones internacionales, que deberían representar la cúspide de una carrera basada en el rendimiento sostenido y la capacidad demostrada, hoy se perciben favoritismos, acomodos y vínculos familiares que ponen en duda la legitimidad del proceso. Sebastián Martínez Beligoy es nuevamente ejemplo de esta lógica perversa: en apenas dos años pasó del debut en la Primera Nacional a dirigir en la Liga Profesional y ser nominado para partidos de alta exigencia, sin haber atravesado el necesario proceso de maduración. A esto se suma el dato no menor de su parentesco con el líder del arbitraje argentino, lo que alimenta sospechas de nepotismo y erosiona aún más la confianza del entorno futbolero en las estructuras de control y evaluación.

La crisis del arbitraje no se limita solamente al desempeño en los partidos del campeonato local. También alcanza a los árbitros internacionales, cuyos nombramientos recientes despiertan más dudas que entusiasmo. En 2025, de los tres nuevos jueces con chapa internacional, al menos dos –Martínez Beligoy y Lobo Medina– son fuertemente cuestionados por sus antecedentes. A esto se suma la lista de quienes han perdido ese estatus, como Andrés Merlos, Fernando Espinoza y Pablo Echavarría, todos involucrados en repetidas controversias. En años anteriores también salieron de la nómina Rapallini, Nicolás Lamolina, Néstor Pitana y Mauro Vigliano, mientras que nombres como Nazareno Arasa, Sebastián Zunino, Nicolás Ramírez y Leandro Rey Hilfer lograron ascender. El patrón es claro: no hay una línea coherente, una evaluación profesional de los rendimientos ni una política transparente que explique quién sube, quién baja y por qué. El resultado es un sistema arbitrario, donde las decisiones parecen responder más a afinidades personales o internas gremiales que a méritos deportivos. Y en este contexto de arbitrariedades y silencios cómplices, es imposible construir una autoridad arbitral legítima y respetada. Ahora bien, quienes defienden el sistema actual suelen apelar al argumento de que “es más difícil ser árbitro hoy que hace 30 años”. En parte es cierto: la tecnología, la sobreexposición mediática, el VAR, el juicio permanente de las redes sociales y el aumento en la velocidad del juego exigen a los árbitros un nivel de preparación y de concentración mucho mayor. Así lo sostiene Patricio Loustau, retirado en 2022, quien destaca que la presión es inmensa y que los cambios en la sociedad también impactan en el fútbol. Pero, al mismo tiempo, la contracara es que los árbitros actuales cuentan con más recursos, más capacitación, entrenamientos físicos, soporte tecnológico y una estructura teóricamente profesionalizada que debería elevar los estándares. El problema es que ese potencial no se traduce en resultados, y más aún, parece que las herramientas –como el VAR– han agregado confusión en lugar de claridad. La falta de un criterio uniforme, las demoras eternas, las jugadas revisadas de manera selectiva y los cambios de decisiones que contradicen la lógica son elementos que han convertido al VAR en un actor polémico y hasta temido por los propios protagonistas del juego. La herramienta, mal utilizada, termina perjudicando más de lo que ayuda. Finalmente, no puede ignorarse el componente económico que rodea al arbitraje internacional. Obtener la chapa de árbitro FIFA representa no solo un reconocimiento deportivo, sino también un ascenso económico significativo. Jueces como Facundo Tello, Darío Herrera, Yael Falcón Pérez, entre otros, han dirigido en la Eurocopa, en Mundiales de Clubes, en torneos de la Conmebol y en ligas extranjeras como la de Arabia Saudita, donde las remuneraciones son sustancialmente más altas que en el torneo local. Tello, por ejemplo, cobró 10.000 euros por un solo partido de octavos de final en la Euro 2024, mientras que en la Copa Libertadores una final puede significar un ingreso de hasta 20.000 dólares. Este contexto abre un mercado tentador que genera competencia interna feroz y muchas veces, poco transparente. La posibilidad de alcanzar esos beneficios económicos lleva a algunos árbitros a aceptar presiones, a no cuestionar a sus superiores o a evitar cualquier actitud que pueda poner en riesgo su carrera. En este juego de poder y dinero, el arbitraje argentino ha perdido el norte. La meritocracia quedó sepultada por la política interna, y el resultado se ve en cada cancha, cada fin de semana: errores que se repiten, polémicas que nunca se resuelven, y una sensación generalizada de injusticia que amenaza con socavar la esencia misma del deporte. Porque si el árbitro deja de ser garantía de equidad y se convierte en protagonista negativo, el fútbol pierde su equilibrio, y con él, su credibilidad.

Recuerdo perfectamente que en aquel partido ante Huracán hice una declaración que, lejos de ser casual o improvisada, representa una convicción personal que sostengo desde hace mucho tiempo: esta persona que les habla no es hipócrita, ni mucho menos alguien que elige el silencio cómodo cuando lo evidente clama por ser denunciado. No me interesa el consenso ficticio ni los discursos vacíos de compromiso; si hay algo que caracteriza al fútbol argentino —y a nuestro ecosistema deportivo en general— es la repetición cíclica de errores arbitrales que, más que errores, muchas veces parecen decisiones dirigidas, premeditadas, o al menos tomadas con un grado de negligencia tan alto que resulta difícil distinguir entre la torpeza y la mala fe. La calidad del arbitraje local ha tocado pisos alarmantes en los últimos años, y en lugar de ver una evolución, el escenario tiende a deteriorarse aún más, incluso con la incorporación de herramientas tecnológicas que prometían justicia y terminaron generando más sombras que certezas. La semana pasada, por ejemplo, me tocó ver desde afuera el partido ante Huracán, ya que no me tocó hacer el comentario en vivo, pero utilicé mis redes sociales para manifestar mi indignación ante lo que fue, sin exagerar, una de las decisiones más insólitas que vi en mucho tiempo: la convalidación del gol de Marcelo Estigarribia. Se trató de una acción que no resistía análisis, una jugada que desde cualquier ángulo posible debía haber sido anulada. Sin embargo, el árbitro decidió convalidarla, y el VAR, que supuestamente existe para corregir esas fallas flagrantes, se mantuvo pasivo o cómplice. No hay otra forma de decirlo. Así como muchas veces he señalado que Unión fue perjudicado en reiteradas ocasiones por fallos arbitrales —particularmente en los torneos de 2023 y 2024—, también he dicho cuando se vio beneficiado. ¿Y qué? ¿Qué problema hay con reconocer eso? ¿Acaso se me van a caer los anillos por admitirlo? Todo lo contrario: si uno no puede hablar con honestidad, entonces no tiene nada que hacer en este oficio. El problema es que el fútbol argentino, lejos de aprender de sus errores, los recicla y los perfecciona bajo la máscara de un sistema que dice impartir justicia, pero que cada vez se parece más a una maquinaria de manipulación discrecional, de intereses cruzados y decisiones cuestionables. Cuando uno se detiene a analizar en profundidad el funcionamiento del VAR, lo primero que salta a la vista es la desconexión entre lo que se promete y lo que realmente se implementa. El VAR fue creado con una finalidad clara, concreta y limitada: intervenir exclusivamente ante errores manifiestos, groseros, incuestionables, del árbitro principal. Ese principio es la base sobre la cual se construye su legitimidad. No está diseñado para transformar el fútbol en un laboratorio de imágenes congeladas ni para convertir cada decisión en una novela de suspenso interminable. Y sin embargo, eso es exactamente lo que ocurre en la práctica. Si uno consulta los informes de evaluación que se les hacen a los árbitros de primera división, verá que en lo teórico, el conocimiento del reglamento y del uso del VAR es, en líneas generales, más que aceptable. Es decir, los árbitros saben perfectamente cuándo deben intervenir y cuándo no. Pero en la cancha, esa supuesta claridad conceptual se diluye entre interpretaciones antojadizas, decisiones contradictorias y, lo que es más grave, protagonismos innecesarios. Hay árbitros de VAR que se comportan como directores técnicos frustrados, como intérpretes del juego con un protagonismo que nadie les otorgó. En lugar de actuar como soporte técnico del árbitro principal, como una segunda línea de respaldo en casos extremos, asumen un rol central, queriendo dirigir los partidos desde Ezeiza. Corrigen jugadas que no lo requieren, fuerzan revisiones sobre acciones discutibles, y en ese intento de mostrar eficiencia o erudición, terminan contaminando el juego con una intervención excesiva y mal orientada. El VAR, en lugar de ser una herramienta para impartir justicia, se transforma así en una palanca de poder, una herramienta de manipulación que permite direccionar resultados o, al menos, condicionar seriamente el desarrollo de un partido. El problema técnico no radica en la tecnología en sí, sino en cómo se la manipula. Un claro ejemplo de esto es la forma en que se presentan las repeticiones al árbitro durante una revisión. Está estipulado en el protocolo —y no es un detalle menor— que primero se debe mostrar una toma cerrada y en cámara lenta para identificar el punto de contacto, y luego una toma abierta a velocidad normal para evaluar la intensidad, la intención y el contexto de la jugada. Pero ese procedimiento, en la práctica, no siempre se respeta. Muchas veces lo que se le muestra al árbitro es una secuencia en cámara lenta que distorsiona la realidad, que exagera el impacto o altera la percepción del tiempo y del espacio. Si a eso le sumamos que la duración de las revisiones se extiende de manera irracional, entonces estamos ante una búsqueda obsesiva por encontrar algo que justifique una intervención. Cuanto más tiempo se revisa una jugada, más probable es que se identifique un detalle minúsculo que pueda ser interpretado como infracción. Y esa obsesión por el detalle, lejos de aportar transparencia, alimenta la sospecha. El VAR ya no actúa para evitar injusticias, sino para encontrar excusas que habiliten la intervención de quienes, en teoría, no deberían tener el control del partido. No es casualidad que en muchos partidos se empiece a hablar más del VAR que del propio juego, y eso es una señal alarmante de que el sistema está profundamente contaminado.

Otra vez Nazareno Arasa perjudicó a Unión

Y todo esto no es una denuncia aislada, ni una exageración nacida de la frustración. Unión ya ha tenido episodios polémicos con Nazareno Arasa, y eso es algo que no puede pasarse por alto. No hay que irse demasiado atrás en el tiempo: en 2021, en un partido ante Talleres, Arasa omitió cobrar un penal clarísimo tras un agarrón del arquero Guido Herrera a Juanchón García. Un agarrón flagrante, de esos que cualquier árbitro con una visión mínima del reglamento debería sancionar sin dudar. Pero no lo hizo. Como tampoco cobró penal ante Boca cuando Marchesín cargó sobre la espalda de Fascendini. Y como tampoco estuvo a la altura en el reciente encuentro ante Racing. Cuando el reloj marcaba 13 minutos, Unión encontró un contragolpe perfecto. Mauro Pittón robó una pelota en mitad de cancha y habilitó a Estigarribia, quien cedió para Fragapane. El ex Boca encaró, se metió en el área, y le devolvió la pelota a Pittón, que definió con un derechazo cruzado, imposible para Gabriel Arias. Era el 1-0, un gol de manual, una jugada limpísima en su ejecución. Pero el festejo fue interrumpido de forma abrupta. Desde Ezeiza le avisaron a Arasa que había una posición adelantada dudosa que merecía revisión. ¿El motivo? Al momento del remate de Pittón, dos jugadores de Unión estaban adelantados, pero no interfirieron en la jugada, no tocaron el balón, no obstaculizaron a nadie. Aun así, Arasa interpretó que la posición de Estigarribia condicionó la visión y la reacción del arquero rival, y por eso decidió anular el gol. ¿Interpretación? Sí. ¿Sujeta a opinión? También. Pero el problema no es solo la decisión en sí, sino el patrón que se repite. El mismo árbitro, las mismas polémicas, los mismos perjuicios a Unión. ¿Casualidad? Puede ser. ¿Coincidencia? Quizás. ¿Pero hasta cuándo se puede tolerar que las decisiones arbitrales —con o sin VAR— terminen siendo factores determinantes que condicionan los resultados? El fútbol necesita justicia, pero sobre todo necesita transparencia, y eso hoy brilla por su ausencia.

Durante buena parte del encuentro, quedó en evidencia que la única vía a través de la cual Racing lograba acercarse con algo de peligro al área de Unión era mediante pelotazos largos y cruzados, lanzados a espaldas de los marcadores de punta del equipo santafesino. Un recurso repetido una y otra vez, no respondía a una estrategia aceitada o a una superioridad táctica, sino más bien a la falta de ideas concretas en el armado de juego ofensivo. Y fue justamente esa fórmula tan rudimentaria como eficaz en determinados contextos la que terminó abriendo el marcador: un pelotazo largo que derivó en un disparo que Matías Tagliamonte (5) no pudo controlar adecuadamente, dejando un rebote hacia el centro del área que terminó en los pies de Adrián “Maravilla” Martínez. El delantero, que no había tenido mayor participación hasta ese momento, aprovechó la desatención y definió con contundencia para decretar el 1-0 en favor de la Academia. Lo llamativo del caso es que ese tanto llegó en un momento donde nada lo anticipaba, donde Racing no había generado peligro real y el trámite del partido no mostraba un dominio claro del local. Fue, más bien, un error puntual, un accidente futbolístico que terminó siendo decisivo en el desarrollo posterior. El protagonista involuntario de esa jugada fue Matías Tagliamonte, quien volvía a pisar el césped del Cilindro de Avellaneda tras haber sido cedido por la anterior dirigencia del club, encabezada por Víctor Blanco, en una decisión que fue objeto de cierta polémica en su momento, pero que hoy parece haber sido un acierto tanto para el arquero como para Unión, que lo recibió en calidad de préstamo y se encontró con un guardameta en franco ascenso. Desde su llegada al conjunto rojiblanco, no solo se afianzó como titular indiscutido, sino que además viene de encadenar actuaciones de muy alto nivel que lo posicionaron como una de las figuras del equipo. En el duelo por los 16avos de final de la Copa Argentina ante Rosario Central, fue determinante al atajar tres penales —uno durante el tiempo regular y dos en la definición desde los doce pasos—, permitiendo así la clasificación de su equipo. Aunque en el siguiente compromiso, por los octavos frente a River Plate, no logró contener ninguno de los remates en la tanda de penales, tuvo una intervención clave durante los 90 minutos con una atajada espectacular que evitó la caída de su arco. Su rendimiento sostenido ha generado un alto grado de satisfacción en la dirigencia de Unión, al punto de que ya se está evaluando la posibilidad de adquirir el 50% de su pase a fin de año, siempre y cuando mantenga este nivel. De concretarse esa operación, Racing recibiría el 80% del monto acordado, ya que actualmente posee ese porcentaje del pase del arquero, cuyo 50% había sido comprado a Atlético de Rafaela por la suma de 300.000 dólares en el año 2022. La proyección de Tagliamonte no solo entusiasma a los hinchas de Unión, sino que también revaloriza un activo que aún tiene parte de su ficha en manos de Racing, lo que evidencia el buen negocio que podría representar para ambos clubes. Sin embargo, más allá de su presente prometedor, este partido significó para él un golpe de realidad, al protagonizar su primer error de magnitud desde que defiende los tres palos de Unión: esa reacción deficiente ante el remate de Agustín Almendra, en la que el rebote corto y centrado terminó en el gol de Martínez, marcó un punto de inflexión en su actuación. A pesar de esa falla puntual, Tagliamonte logró recomponerse y demostró nuevamente su jerarquía en varias jugadas del segundo tiempo. En una de las más claras de Racing, desvió al tiro de esquina un cabezazo potente de Colombo que amenazaba con colarse junto al palo. Su capacidad para reaccionar rápidamente bajo presión volvió a evidenciarse minutos después, cuando Vergara tuvo una oportunidad clarísima para marcar el descuento a los 42′, pero otra vez fue el arquero quien evitó que la pelota cruzara la línea de gol, consolidando una actuación que, a pesar del error en el primer tanto, puede calificarse como positiva. En lo que respecta al segundo gol de Racing —un verdadero golazo desde media distancia convertido por Facundo Mura—, no cabe atribuirle responsabilidad alguna a Tagliamonte. El lateral sacó un remate violento, preciso y esquinado, desde fuera del área, que recordó al inolvidable disparo de Benjamin Pavard ante Argentina en el Mundial de 2018. Fue una ejecución que trasciende la capacidad de respuesta de cualquier arquero, una de esas acciones que rozan la perfección técnica y que poco tienen que ver con errores defensivos o fallas individuales.

Lautaro Vargas (6) realizó un partido correcto, destacándose en una función defensiva en la que estuvo muy sólido y ordenado. En las últimas horas se conoció la grata noticia de que el joven defensor será convocado a la Selección Argentina Sub-20, una noticia que seguramente le da un impulso a su carrera. En los primeros compases del encuentro, Racing intentó aprovechar los pelotazos profundos a las espaldas de los defensores de Unión, pero rápidamente se acomodó y se mostró firme en la marca. Aunque no participó activamente en las proyecciones ofensivas, se mostró disciplinado y nunca dejó desprotegido su sector. Su rendimiento fue eficiente, y si bien el equipo no estuvo tan expuesto por su lado, la estabilidad que brindó en defensa permitió a Unión tener una mayor solidez colectiva. Por otro lado, Mateo del Blanco (8) fue el gran protagonista de la jornada. Jugó un partidazo desde su posición adaptada como lateral izquierda. No es su posición natural. Cuando el Kily González era DT, decidió ubicarlo allí. Lo que hizo en ese sector de la cancha fue excepcional: se mostró desequilibrante yendo al ataque, marcando diferencias constantemente. Lo que hizo con la pelota fue de un nivel altísimo, creando superioridades y desbordando a su marcador, Martinera, de manera constante. En el segundo gol de Unión, su intervención fue fundamental, aunque esa jugada también dejó una marca para el análisis: tras perder una pelota increíble en un pase atrás, dejó claro que, si bien su rendimiento fue notable en ataque, aún tiene aspectos que ajustar en defensa, especialmente en situaciones de alto riesgo. Sin embargo, lo más destacado de su partido fue el centro preciso que ejecutó en el gol del empate, al servir un balón que Marcelo Estigarribia conectó de cabeza para igualar el marcador. Pero lo mejor vino antes del descanso, cuando se mandó una espectacular corrida por la banda izquierda y asistió a Cristian Tarragona, quien aprovechó la ocasión para marcar el 2-1. En el segundo tiempo, siguió siendo crucial, no solo por su aporte ofensivo sino también por su capacidad para sostener duelos defensivos, como el mano a mano con Vergara, en el que mantuvo la calma y no permitió que el rival se acercara al área. Además, se conoció que es el máximo asistidor del fútbol argentino.

¿Y qué decir de Mauro Pittón (8)? Sobresaliente. Fundamental para que Unión pudiera imponerse en la lucha por la posesión del balón y en las transiciones rápidas que caracterizan su juego. El apellido Pittón es sinónimo de solidez para los hinchas de Unión, que lo ven como un roble en medio de las tormentas. Junto con su hermano Bruno, Mauro había sido transferido a San Lorenzo en 2019 después de haberse consolidado como uno de los pilares del equipo en aquella histórica clasificación a la Copa Sudamericana. Tras su paso por Vélez, Arsenal y Central Córdoba, Mauro siempre mantuvo la esperanza de regresar a Unión, y lo hizo en un momento complicado, cuando el club estaba al borde del descenso. Desde su regreso, ha sido una de las figuras más destacadas del equipo, integrando un mediocampo dinámico y de alta intensidad. En el 2024, con el Kily González al mando, Unión ha dejado atrás los lamentos del descenso y ha vuelto a ser un equipo competitivo, con Pittón siendo un motor fundamental. Sin duda, este es el mejor momento futbolístico de Mauro Pittón, algo que hace apenas unos meses parecía impensado. Su capacidad para correr los 90 minutos, su claridad para entregar la pelota, su incidencia en la marca y su actitud para romper líneas lo convierten en el «Rodrigo De Paul» de Unión. No exagero al decir que Pittón es el eje del mediocampo, el que dinamiza el juego, el que siempre está allí para dar un pase seguro y el que se sacrifica en defensa. En una de sus intervenciones más destacadas, remató al palo izquierdo de Gabriel Arias con un disparo potente, pero el gol fue anulado por el árbitro tras la intervención del VAR. La jugada estuvo marcada por la duda de si Cristian Tarragona había interferido con la visión del arquero rival, lo que llevó a la decisión de anular el tanto. A pesar de la frustración por el gol anulado, la intervención de Pittón en el partido fue clave en la estructura del equipo y evidenció su importancia. Junto a él, Mauricio Martínez (7) también tuvo un rol vital en la construcción del juego y el equilibrio del equipo. Caramelo es un jugador que se ganó un lugar fundamental en el mediocampo de Unión, no solo por su capacidad de recuperar pelotas, sino también por su habilidad para distribuir el juego. Tiene la inteligencia de dar pausa a un equipo que muchas veces se ve obligado a correr y presionar sin cesar. Sereno en la conducción de la pelota. Vital para ordenar las transiciones y darle el control al equipo en momentos de presión. Fue el cerebro del mediocampo en este partido, distribuyendo los pases con precisión y claridad. Su presencia calmó las aguas cuando el equipo necesitaba detener el ritmo vertiginoso de Racing y permitió que Unión mantuviera el orden y la posesión de la pelota en momentos clave.

Quedó demostrado, una vez más, que en el fútbol todo es relativo, incluso contradictorio. Hace apenas 48 horas, comentaba con cierta contundencia que una de las razones fundamentales por las que Unión había quedado eliminado de la Copa Argentina tenía que ver con la escasa eficacia de sus delanteros frente al arco rival, lo que exponía una carencia estructural en cuanto a la finalización de jugadas. Sin embargo, ante River, el desarrollo del partido evidenció un panorama completamente distinto: las ocasiones más claras que generó el equipo santafesino no nacieron de sus hombres de punta, sino que fueron protagonizadas por sus mediocampistas, lo que abre la puerta a otra lectura táctica. ¿Qué significa esto? Que Unión, lejos de ser un equipo predecible o plano, muestra una dinámica atractiva, con verticalidad y despliegue ofensivo, donde los volantes pisan el área rival con decisión, demostrando una versatilidad que descoloca. Es así como se entiende que Cristian Tarragona (7), participara indirectamente en el primer tanto al interferir en la visión de Gabriel Arias en el gol de Mauro Pittón. Pero el Tate no se detuvo ahí. A los 41 minutos, tejió una jugada que podría exhibirse como manual de contraataque: Mateo Del Blanco anticipó de cabeza a Martirena, recorrió varios metros con pelota dominada, y sirvió un pase quirúrgico para Tarragona, quien, en plena carrera, estiró la pierna derecha y estampó el merecido 2-1, en una jugada que resumió eficacia, determinación y velocidad. No obstante, el equipo de Madelón no se conformó, y minutos después, estuvo a punto de ampliar la ventaja cuando Palacios quedó de cara al arco; sin embargo, su intento fue interrumpido dentro del área y, en el rebote, Franco Fragapane desperdició de forma inexplicable una ocasión inmejorable, rematando sin convicción para que Martirena alcanzara a despejar. Esta secuencia no fue un hecho aislado: a los 8 minutos del segundo tiempo, otra vez Del Blanco envió un centro preciso, Estigarribia la dejó pasar y Tarragona, en posición ideal, tardó en definir, permitiendo que Gabriel Rojas llegara a tiempo para bloquear el disparo. Unión, pese a ciertos errores en la ejecución, demostró una superioridad conceptual en varios tramos del partido. Mención especial para Marcelo Estigarribia (7). El delantero marcó su quinto gol en lo que va del año y su rendimiento fue mucho más que numérico: simboliza una recuperación anímica y futbolística que tiene impacto directo en el funcionamiento colectivo del equipo. Cuando el Chelo llegó a Unión, lo hizo con una mochila pesada, cargada de expectativas que no eran menores: tenía que reemplazar, junto a otros, a una dupla ofensiva consolidada como la de Orsini y Balboa, quienes habían sido piezas clave en la clasificación a la Copa Sudamericana. Y como si eso no bastara, su arribo estuvo rodeado de especulaciones e idas y vueltas contractuales, que en su momento lo ubicaban como refuerzo de Newell’s, para finalmente terminar firmando con el equipo tatengue, que debió adquirir el 100% de su pase. El propio Madelón dijo alguna vez que Estigarribia era un buen jugador, pero que necesitaba caer para volver a levantarse, y es evidente que ese proceso se está dando. Ahora bien, no todos fue color de rosas. El punto más bajo fue, sin dudas, Franco Fragapane (4). Resolvió mal en casi todas las decisiones que debió tomar, fue impreciso, lento en los duelos y, para colmo, cuando tuvo un rebote servidísimo dentro del área chica, definió con una displicencia preocupante, como si no terminara de entender la magnitud del momento. Su regreso fue muy irregular: en algunos partidos parece ser un revulsivo natural, pero en otros, como este, su presencia se torna un lastre. Caso contrario el de Julián Palacios (6,5), quien tuvo un muy buen primer tiempo. Supo explotar los espacios que dejaba la línea de tres de Racing, ganó en velocidad, y protagonizó varias jugadas punzantes: una de ellas, particularmente relevante, terminó en el gol de Pittón tras una buena jugada individual que incluyó una pausa clave y un centro atrás preciso. Luego, ingresó al área con balón dominado, pero su remate fue contenido por Arias, aunque vale decir que el disparo le quedó para su pierna menos hábil. Más allá de esas fallas en la definición, Palacios se sacrificó corriendo, presionando, cubriendo todo el carril con intensidad y entrega. Es uno de esos jugadores en los que el esfuerzo nunca está en duda, que si tiene que ensuciarse para recuperar, lo hace sin perder el enfoque. El desgaste físico fue tanto que tuvo que salir reemplazado.

¿Y qué se puede decir del otro protagonista de la noche? Lo de Racing fue, por momentos, casi amateur desde lo defensivo. Se mostró como un equipo que no logra salir de su propio libreto, aunque a esta altura cuesta identificar cuál es exactamente ese plan de juego que sigue. Lo que ocurre con la Academia es extraño, ambiguo, desconcertante: está en cuartos de final de la Copa Libertadores, una instancia en la que muchos clubes argentinos ni siquiera sueñan con estar, y sin embargo, su presente en el torneo local es directamente vergonzoso. Lo dicen los medios partidarios, lo dice la tabla, y lo confirma el rendimiento en cada presentación. Que un club con el presupuesto de Racing, con el nombre y la historia que carga, esté penúltimo y pierda todos los partidos que juega como local es, sencillamente, inadmisible. Es, según los registros, el peor arranque liguero de la historia racinguista. Ante esto, hay algo que resulta evidente: el Racing de Gustavo Costas necesita cambiar. Sea de nombres, de esquema o de convicciones, algo debe transformarse. No se puede seguir forzando un sistema o una idea de juego que ya no encaja con los intérpretes actuales. Es simple: los jugadores que llegaron no se parecen en nada a los que se fueron. Y aunque algunos puedan discutir si son mejores o peores, lo que está claro es que las características no coinciden con lo que el sistema exige. En este punto, hay que poner las cartas sobre la mesa: no se puede seguir hablando de un Racing que quiere emular al que ganó la Sudamericana si en la cancha se ven nombres que no calzan con ese esquema. Duván Vergara no tiene nada que ver con Maxi Salas, como tampoco Santiago Solari se parece a Juanfer Quintero. El primero es un jugador técnico, fino, pero sin la entrega ni la química que tenía con Maravilla Martínez el colombiano que hoy viste los colores de River. Solari, en cambio, es un velocista, sacrificado, el opuesto absoluto de Vergara. Todo esto repercute directamente en los números: los goles han desaparecido en este segundo semestre, y el 9 juega completamente aislado. Contra Peñarol, el plan fue tan básico como predecible: pelotazo para que Solari compitiera de cabeza contra los centrales uruguayos. Inviable. Si la idea es mantener ese libreto, entonces será necesario apostar por delanteros más compatibles como Elías Torres o incluso Balboa. Y que quede claro: estamos hablando de características, no de niveles. Si no se acomoda la estructura, lo más sensato será modificar el plan. Porque si bien jugadores como Duván, Conechny o el recuperado Vietto tienen buen pie, no son jugadores que lleguen al fondo con peligro. ¿La solución? Tal vez sea un doble nueve con un enganche, o un doble nueve con un volante llegador. Pero lo que está claro es que algo tiene que cambiar. Maravilla Martínez no está cómodo. Se nota desde cualquier ángulo, y el problema no es sólo individual, sino sistémico. Y aquí es donde aparece una preocupación mayor para Racing, que no se soluciona con nombres, sino con una revisión profunda del proyecto.

Unión se defendió y lo liquidó de contraataque en el segundo tiempo

Sin realizar modificaciones, tanto Leonardo Madelón como Gustavo Costas decidieron encarar el complemento con los mismos nombres que finalizaron el primer tiempo. En el banco, la calma era relativa. Madelón, consciente de la superioridad que su equipo había mostrado durante largos pasajes del encuentro, pedía algo tan elemental como fundamental: que Unión tenga la pelota, que no la regale, que administre con inteligencia los tiempos del partido, sobre todo ante un Racing que comenzaba a jugar condicionado por la urgencia del resultado y por la presión ambiental de su gente, que ya no tolera más tropiezos. El técnico santafesino supo leer el contexto emocional del rival: esa ansiedad que se vuelve enemiga cuando el reloj avanza y el gol no llega. Sin embargo, la mayor frustración del Tate no era el empuje del adversario, sino su propia ineficacia: la cantidad de situaciones desperdiciadas era francamente insólita. En una de las más claras, Tarragona, dentro del área y con espacio, controló el balón, se tomó un tiempo —quizás demasiado— y terminó diluyéndose la chance sin poder rematar con claridad. Antes, Colombo había conectado de cabeza y obligó a Tagliamonte a una gran reacción para desviar al córner. Fue el punto de quiebre para Costas, quien, viendo que su equipo no encontraba caminos, decidió meter mano de manera urgente en el equipo. Ingresaron Duván Vergara por Solari, y también Tomás Conechny junto a Agustín Almendra. El ex Godoy Cruz, si bien no estuvo fino en la toma de decisiones, ofreció algo más de profundidad por el sector izquierdo, lanzando un par de centros interesantes y pisando con decisión el último tercio. Por su parte, el colombiano fue el que más chispa le dio al equipo en ese momento: pidió la pelota, encaró, buscó el uno contra uno, y generó desequilibrio en una defensa de Unión que comenzaba a replegarse. Incluso tuvo el empate en sus pies, pero Tagliamonte volvió a vestirse de héroe. Fue, sin dudas, de lo más punzante del conjunto académico en un contexto donde la claridad escaseaba y la insistencia no se traducía en eficacia.

Madelón, atento a la intensidad del partido y a la batalla que se libraba en la mitad del campo, optó por realizar variantes a los 15 minutos del segundo tiempo. Salieron Fragapane y Mauricio Martínez, por Augusto Solari y Rafael Profini (5). Muchos hinchas ya venían preguntándose por qué el entrenador había dejado de contar con los servicios de Profini, un jugador que supo ser clave en el mediocampo cuando el Kily González estaba al mando del plantel. Esta vez, fue utilizado como volante tapón, reemplazando a Martínez, pero las circunstancias lo obligaron a replegarse aún más. Racing se vino con todo, empujado por el contexto y no tanto por las ideas, y Unión defendía cada vez más cerca de su propio arco. En ese escenario, se incrustó entre los zagueros centrales, priorizando el rechazo y la destrucción por sobre la construcción. Apenas tuvo margen para salir jugando o para distribuir con criterio. El partido se volvió tenso, disputado, con Racing asumiendo la iniciativa sin encontrar claridad para romper la última línea rojiblanca, y fue allí donde comenzó a crecer la figura de Juan Pablo Ludeña (7). Si no fue elegido como la figura del equipo, fue simplemente porque Mateo Del Blanco, con su aporte ofensivo y participación directa en dos de los tres goles, terminó robándose el protagonismo. Pero lo de Ludeña fue impecable desde el punto de vista defensivo. Entró en una situación incómoda, reemplazando a Maizon Rodríguez, que se retiró por una lesión en el tobillo izquierdo, y le tocó la responsabilidad de marcar a uno de los delanteros más temidos del fútbol sudamericano: Adrián Martínez. Le ganó casi todos los duelos individuales, anulando por completo sus movimientos dentro del área. El “casi” se justifica porque en la jugada del gol, Martínez le ganó apenas medio paso, lo justo para definir. Pero fuera de ese instante, Ludeña fue un muro: se impuso en cada cruce, rechazó infinidad de pelotas en el juego aéreo y cortó cada avance que Racing intentaba tejer con más ímpetu que lucidez. Su rendimiento confirmó que Unión cuenta con una defensa central confiable, con jugadores que, incluso entrando desde el banco y en situaciones de máxima presión, están a la altura de las circunstancias. A su lado, el otro central rojiblanco también se ganó su reconocimiento. Valentín Fascendini (7) continúa afirmándose en la zaga con un rendimiento en crecimiento constante. Se vio una evolución sostenida en su juego, particularmente en lo que respecta a la seguridad en los despejos y la firmeza en los duelos áereos. Sobrio para defender. Tuvo la posibilidad para marcar: conectó un cabezazo que llevaba destino de red, pero se topó con una buena respuesta de Arias. Su lectura de los tiempos defensivos fue precisa, especialmente cuando Racing intentaba romper líneas con centros al corazón del área. Rechazó muchísimo de cabeza, mostrando una concentración admirable, especialmente cuando el equipo quedó defendiendo en bloque bajo. La única cuenta pendiente que le dejó el encuentro fue su escasa precisión en los pases largos. En varias ocasiones intentó salir desde el fondo con lanzamientos cruzados o directos, pero casi siempre falló en la dirección o en la fuerza.

Unión resistía como podía el avance de un Racing que, si bien empujaba con insistencia, seguía mostrando una alarmante falta de creatividad para construir jugadas claras de gol. El equipo de Gustavo Costas recurría constantemente a centros al área como única fórmula ofensiva, lo cual dejaba en evidencia que no había un plan B ni una elaboración colectiva pensada, más allá del ímpetu de algunos nombres que, individualmente, intentaban torcer el destino. Unión, mientras tanto, empezaba a sentir el desgaste acumulado de los últimos compromisos —particularmente el exigente encuentro reciente frente a River—, y el trajín físico comenzaba a hacer mella en varios de sus jugadores. Las piernas pesaban, el retroceso ya no era tan veloz, y el equipo se estiraba peligrosamente, quedando largo entre líneas. Sin embargo, Racing, en lugar de capitalizar ese momento anímico y físico de su rival, cometió el error de desarmar completamente su mediocampo con los cambios, apostando a una acumulación de delanteros sin generar situaciones claras. Una vez más quedó demostrado que de nada sirve poblar el ataque si no hay construcción previa, si no hay ideas que permitan alimentar a los delanteros en posiciones ventajosas. Sin un plan de juego coherente, el equipo de Costas chocaba una y otra vez contra el muro defensivo de Unión, mientras la impotencia comenzaba a notarse en cada jugada imprecisa, cada centro a la deriva, y cada ataque que moría antes de inquietar a Tagliamonte.

A los 24 minutos del complemento, Madelón decidió mover el banco en busca de oxígeno. Estigarribia, que había hecho un gran desgaste, dejó su lugar a Agustín Colazo, quien tuvo, sin dudas, su mejor ingreso desde que llegó al club. Mostró una versión más agresiva, más vertical, incluso más decidida que en otras oportunidades. Estuvo muy cerca de anotar su primer gol con la camiseta de Unión cuando fue al piso para anticipar a un defensor y quedó de frente al arco, pero se topó con una gran atajada de Arias, que reaccionó justo a tiempo para impedir el tanto. Poco después ingresó Lucas Gamba en lugar de Cristian Tarragona, y si bien se esperaba que aportara tenencia y experiencia para enfriar el partido, lo cierto es que su entrada no fue positiva: le costó mucho aguantar la pelota de espaldas, la perdía con facilidad, y no logró asociarse con sus compañeros en los metros finales. En contraste, Emiliano Álvarez, que también ingresó en el tramo final, cumplió con solvencia en los minutos que le tocó disputar. Mostró actitud, presencia, y fue clave en una jugada puntual en la que generó una falta en campo rival que sirvió para darle algo de aire a un equipo que por entonces ya se encontraba demasiado replegado. Los minutos pasaban, y Unión, aunque seguía arriba en el marcador, sufría. El equipo no podía retener la pelota, estaba largo, partido, y ya no tenía resto físico para ganar los duelos individuales ni para competir con la misma energía de los primeros tramos del partido. Racing, con más vergüenza deportiva que juego asociado, comenzaba a someterlo, a empujarlo hacia su propio arco, aunque sin grandes luces ni profundidad real. Y fue en medio de ese asedio desordenado donde surgió la jugada que definió el partido. Cuando más sufría Unión, cuando el dominio territorial de Racing parecía irreversible, apareció la jerarquía colectiva del equipo de Madelón para golpear con contundencia. A los 37 minutos, Mauro Pittón, uno de los jugadores más destacados del encuentro, metió un pelotazo largo con precisión quirúrgica para Colazo, que picó con decisión, le ganó en velocidad a un desconcertado Arias, y en lugar de rematar al arco —como la mayoría hubiese hecho en esa situación—, tuvo la inteligencia y generosidad de tocar hacia atrás para la llegada de Augusto Solari. El volante, que venía lanzado desde atrás, remató de primera, de derecha, y selló el 3-1 que le ponía justicia al marcador, coronando una contra letal y evidenciando la diferencia conceptual entre un equipo que juega con ideas y otro que apuesta al empuje sin brújula. Racing, herido en su orgullo, tuvo una última chance a los 42 minutos cuando Duván Vergara, dentro del área, casi descuenta, pero nuevamente apareció Tagliamonte para atrapar el balón en la línea con una seguridad admirable. Y si algo le faltaba al cierre vibrante del partido, fue otra chance clarísima de Unión: a los 43’, nuevamente Colazo anticipó a los defensores académicos y, desde el piso, alcanzó a rematar de derecha, obligando a una estirada de Arias que envió la pelota al córner. El Tate no se conformaba, y pese al desgaste, seguía generando. Racing descontó a los 48 minutos con un verdadero golazo de Facundo Mura, quien, tras un despeje de cabeza, tomó la pelota con su zurda y la clavó en el ángulo izquierdo del arco de Tagliamonte. Fue un grito tardío, estéticamente hermoso pero sin peso real sobre el resultado. El partido ya estaba definido, y más allá del maquillaje del marcador, lo que quedó claro fue que este fue, sin discusión, el mejor partido de Unión desde el regreso de Madelón al banco. Lo fue por cómo se impuso en el desarrollo, por cómo ejecutó su plan, por cómo golpeó en los momentos justos y por la madurez para resistir cuando fue necesario. Fue claramente superior a un rival de jerarquía como Racing, y lo hizo en condición de visitante, en un escenario complejo y con apenas tres días de descanso tras haber enfrentado a River, otro de los grandes del fútbol argentino. El triunfo tiene un valor enorme, no solo por el rival, sino por el contexto, por el nivel colectivo mostrado, por la solidez defensiva y por la efectividad en ataque. Unión gana, convence y se afirma. Sube posiciones en la tabla anual y se mete de lleno en zona de playoffs. Este equipo, al que muchos daban por caído tras un arranque irregular, hoy ilusiona con argumentos sólidos y un funcionamiento cada vez más aceitado. Un triunfazo que no admite discusión y que confirma que lo de Madelón no es solo un golpe anímico, sino también un proyecto futbolístico que empieza a consolidarse con hechos.

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