Rotundo fracaso

“La verdad no es triste, lo que no tiene es remedio”, escribió Antonio Machado, y esa frase, popularizada por Joan Manuel Serrat, parece capturar con exactitud quirúrgica el presente que atraviesa Unión. No hubo milagro posible. Unión finalmente quedó eliminado de la Copa Sudamericana, firmando así un nuevo y doloroso fracaso que se suma a una preocupante seguidilla de desilusiones recientes. Esta eliminación no representa simplemente la pérdida de una competencia internacional, sino que simboliza un retroceso profundo para una institución que, en lugar de consolidarse en el plano continental, decidió —intencionalmente o no— rifar el poco prestigio que le quedaba. En apenas cinco meses del año 2025, el plantel se encargó de echar por tierra casi todos los objetivos deportivos trazados a comienzos de temporada. Lo que debería haber sido un ciclo de consolidación y crecimiento terminó convirtiéndose en un período oscuro, marcado por la irregularidad, la falta de respuestas futbolísticas y una alarmante carencia de compromiso. Las estadísticas son lapidarias: perdió el 66% de los partidos que disputó, una cifra que no admite excusas ni explicaciones retóricas. El panorama es desolador. Lo que han hecho con esta campaña no tiene perdón ni justificación posible. El proyecto deportivo fue mal gestionado desde el inicio, con decisiones erráticas tanto en el armado del plantel como en la conducción técnica. Las responsabilidades, por supuesto, no recaen en un solo nombre: aquí no se salva nadie. Desde los dirigentes hasta el último suplente, todos deben hacerse cargo del papelón. La camiseta de Unión, una institución con historia y con hinchas que acompañan incluso en las peores, no merece ser arrastrada de esta manera por los campos de juego de Sudamérica.
Alguna vez le preguntaron a Fernando Gago cuando era director técnico, si había fracaso por no avanzar a la final, a lo que contestó: «En el deporte no existe la palabra ‘fracaso’“, decía Pintita mientras aún era DT de Chivas tras la derrota que lo dejaba afuera de la Leagues Cup. Luego, añadió: “Imaginate que todos tenemos anhelo de ganar y de crecer en la vida, ¿no? Y entonces creo que pasa muchísimo de volver a intentarlo, de volver a seguir y te lo está diciendo una persona que futbolísticamente se lesionó 5 veces”. En esa misma sintonía, sostuvo: “Perdí final de Copa América, perdí final de Libertadores, perdí semifinal de Champions, perdí final de Mundial. No me considero un fracasado en el fútbol por haber perdido. Al contrario, creo que es una enseñanza que deja. Obviamente que volvemos a hablar del sentimiento del hincha, que quiere ganar. Pero hay formas de ganar. No nos llevemos solamente que si perdés un partido, es un fracaso”.
En el deporte, perder es parte del juego: el fracaso tiene un inicio y un final. Sin embargo, el resentimiento no funciona igual; no se detiene con el pitido final. Se alimenta constantemente, convirtiéndose en un ciclo mental que desgasta y contamina al deportista. Muchas veces, surge como un mecanismo de defensa frente a las propias limitaciones o errores: en lugar de aceptar una derrota y aprender de ella, se busca culpar a otros—al árbitro, al entrenador, al sistema—y así se evita el cierre emocional que implicaría asumir la responsabilidad. El resentimiento puede encenderse fácilmente. Una mala decisión arbitral, una suplencia inesperada, una crítica del entrenador o de los medios puede reavivar lo que quedó sin procesar: esa bronca interna por no haber alcanzado un objetivo. En ese contexto, la frustración sería una forma más suave, más pasajera, del malestar; mientras que la violencia —ya sea verbal, emocional o incluso física— puede ser su consecuencia más grave. Algunos entrenadores y psicólogos deportivos sostienen que ciertos atletas tienen una tendencia mayor al resentimiento, quizás por cuestiones de personalidad. Otros lo entienden como una respuesta al entorno competitivo: deportistas que se esfuerzan, que tienen talento, pero que sienten que el sistema no les da las mismas oportunidades, ya sea por cuestiones de favoritismo, dinero o política deportiva. En esos casos, el resentimiento no se debe tanto a la falta de capacidad como a una percepción de injusticia estructural. Pero también existe una mirada más individual: la de los deportistas que no toleran perder porque lo viven como una amenaza a su autoestima. Para ellos, no ganar equivale a ser menos que sus rivales. Y esa herida no la sana una nueva oportunidad, porque el problema no es la competencia externa, sino una lucha interna no resuelta. Así, el resentimiento atraviesa todas las categorías, niveles y disciplinas: no es exclusivo de un tipo de atleta, sino un fenómeno transversal que puede afectar a cualquiera, desde amateurs hasta profesionales.
Crónica de una eliminación anunciada
La reciente eliminación en la Copa Sudamericana no fue una sorpresa para quienes, más allá de la ilusión lógica que despierta el regreso a la competencia internacional, habían observado con detenimiento la preparación —o más bien, la falta de ella— con la que el club encaró este desafío. Después de tres años de ausencia en el plano continental, la expectativa de volver a escuchar el himno de la Conmebol en casa, de ver al equipo representar nuevamente al escudo más allá de las fronteras, había calado hondo en la gente que, pese a todo, nunca dejó de creer. Pero la ilusión, como tantas otras veces, se chocó de frente con una realidad cruda, incómoda y repetida: la improvisación, el cortoplacismo y una conducción institucional que parece no haber aprendido de sus errores más recientes. Porque la eliminación no puede ser analizada únicamente desde el marcador o las estadísticas. Cuatro derrotas consecutivas en el certamen son solo la parte visible de un proceso que ha sido caótico desde el primer momento. Tres entrenadores en apenas cinco partidos no es simplemente un dato curioso, es el síntoma de una crisis de liderazgo, de una falta absoluta de rumbo. Ningún club serio que aspire a competir internacionalmente puede permitirse semejante inestabilidad técnica. Cada nuevo cuerpo técnico llegó sin tiempo, sin herramientas y sin respaldo real, y se encontró con un vestuario quebrado, un plantel mal confeccionado y un entorno que vive al ritmo de la urgencia. La Sudamericana terminó siendo, más que un torneo, un espejo en el que quedó reflejada la precariedad de un proyecto futbolístico deshilachado. Lo más alarmante no es quedar eliminado en la fase de grupos —aunque eso, por supuesto, duele—. Lo verdaderamente preocupante es la forma en que se produjo esa eliminación: sin respuestas futbolísticas, sin identidad de juego, sin carácter competitivo. No solo perdió el 66% de los partidos que disputó, sino que nunca dio la sensación de saber lo que estaba haciendo en la cancha. Jugadores sin conexión, líneas desconectadas, decisiones erráticas en momentos clave y una actitud pasiva ante cada golpe. No hubo rebeldía. No hubo orgullo. Y eso, en el fútbol, es tan grave como la derrota misma. Hubo gente que acompañó en cada partido a pesar de la distancia, y que a pesar de la eliminación dira presente en Belo Horizonte cuando se termine la cuarta participación rojiblanca, en tierras brasileras. El presente dubitativo, merecía al menos una muestra de dignidad deportiva. Lo que recibió fue un equipo sin alma, sin liderazgo y sin ideas. Claro que no toda la responsabilidad recae sobre los jugadores o los entrenadores de turno. En estos escenarios, la dirigencia tiene que asumir el peso de sus decisiones. Durante los últimos años, la conducción ha demostrado una preocupante tendencia a reaccionar en lugar de planificar, a maquillar los síntomas sin atender las causas. Se invirtió, sí, pero mal. Se contrató cantidad en lugar de calidad. Se apostó por nombres que no respondieron a ningún perfil futbolístico coherente, y se repitió una y otra vez el mismo ciclo: promesas, frustración y cambios desesperados. En este contexto, ningún proyecto puede florecer. Los clubes que logran sostener procesos exitosos lo hacen sobre la base de una visión clara, de una estrategia pensada a largo plazo, y sobre todo, de una institucionalidad que respalde cada paso. Hoy, nada de eso parece estar presente. La eliminación en esta Copa Sudamericana debe marcar un punto de inflexión. No porque el certamen en sí lo amerite por su importancia —que la tiene—, sino porque ha puesto en evidencia todas las falencias que durante meses se venían acumulando y que algunos intentaron minimizar. Es momento de dejar de mirar para otro lado, de dejar de justificar lo injustificable, y de asumir que si no se cambia el modelo de gestión deportiva, el futuro no será distinto al presente. No hay refundación posible si no hay autocrítica. No habrá crecimiento si no se establecen prioridades reales y se toma al fútbol como lo que es: el corazón del club. Los hinchas seguirán estando, como lo han hecho siempre. Esa fidelidad inquebrantable no puede seguir siendo utilizada como escudo para tapar errores. Merecen respeto, y el respeto también se demuestra con planificación, con profesionalismo, con transparencia. La Sudamericana terminó, sí, pero lo más importante es que nos dejó una advertencia clara: o se cambia el rumbo de forma urgente, o la decepción se convertirá en rutina. Y un club que se acostumbra a perder, también empieza a perder su identidad.

Hay apellidos que hace rato no rinden y ya es difícil de imaginar que eso pueda suceder en algún momento. Duele porque muchos de ellos supieron rendir y darle alegrías al pueblo tatengue, quien hoy vive horas difíciles, tratando de buscado una respuesta a una pregunta, que por ahora, no hay: ¿Cómo Unión sale adelante? Igualmente, lo mas angustiante es ver a aquellos en los que sí confiaron y todavía creen en la misma sintonía de los otros. Hay jugadores apagados. Que miran y juegan al trotecito. Que no hacen ni sombra para marcar. Que transitan la cancha sin dinámica ni movilidad. Que piden la pelota al pie y en zonas donde hay espacios. Dar nombres propios en un momento de tanta bronca no parece ser necesario. Todos sabemos y tenemos muy claro quiénes son los que van agotando su crédito semana a semana Es doloroso reconocerlo, pero lo que está viviendo Unión es una realidad difícil de ignorar: hoy, el club no merece estar en Primera División. Es más, debe ser uno de los peores planteles de la historia de Unión, incluyendo superando la versión del equipo que se fue al descenso en 2013, y estuvo 26 partidos sin ganar. La situación es tan grave que no se puede pasar por alto el hecho de que un equipo esté 6 meses sin ganar de visitante, que hace ocho partidos que no gana, que se despide de un torneo que marcó apenas dos goles. Se ha convertido en algo casi surrealista, una racha negativa que no solo pone en evidencia la falta de resultados, sino también la mentalidad del equipo. Y lo más preocupante es que esa falta de victorias en condición de visitante es una muestra clara de lo que está sucediendo en la cabeza de los jugadores, de cómo se han ido acostumbrando a una dinámica perdedora que termina afectando cada aspecto del rendimiento en el campo. Cuando un equipo no gana durante tanto tiempo, no se trata solo de una cuestión táctica o de un par de malas decisiones. Es un reflejo de algo mucho más profundo, algo que va más allá de los jugadores que visten la camiseta en ese momento. Es un reflejo de la mentalidad colectiva que se ha ido consolidando dentro del club. Y esa mentalidad es la que condena a Unión. No se trata solo de perder, sino de perder de manera constante, sin capacidad de reacción, sin esos momentos de inspiración que en otros equipos aparecen de vez en cuando. Esa mentalidad perdedora se ha instalado como una especie de enfermedad crónica, que ha permeado a todo el plantel, a la dirigencia, a la hinchada, y, lamentablemente, parece haberse vuelto parte de la cultura del club. Unión, como institución, ha pasado a ser una especie de «chivo expiatorio» del fútbol argentino. En todos los estadios, en todos los partidos, la gente sabe que si hay una oportunidad para sumar puntos, ese partido contra Unión es el indicado. Esto genera una vergüenza que no solo afecta a los jugadores dentro del campo, sino que también se traslada a la hinchada, que debe vivir con esa sensación constante de que su equipo es el blanco fácil de cualquier rival. Y lo peor de todo es que no parece haber reacción. La inercia parece dominar, y el equipo sigue cayendo en la misma trampa, con los mismos errores, sin poder encontrar un punto de inflexión. Es cierto que el fútbol tiene ciclos, y todos los equipos pasan por altibajos. Pero lo que se vive hoy en Unión es algo más complejo. La falta de victorias fuera de casa no es solo una cuestión de azar o mala suerte; es una demostración clara de que el club no tiene la fortaleza psicológica necesaria para competir a ese nivel. Los equipos que pertenecen a la Primera División no solo deben ser competitivos, deben tener la capacidad de sobreponerse a la adversidad, de no rendirse ante las dificultades, y, sobre todo, de ser sólidos mentalmente, incluso cuando las circunstancias parecen en contra. Lo más alarmante es que esta situación no parece mejorar, sino que se profundiza con el tiempo. La ausencia de una reacción contundente, tanto a nivel de jugadores como de cuerpo técnico, solo agrava la crisis. Y lo peor es que se corre el riesgo de caer en un ciclo eterno de mediocridad, donde cada temporada se inicia con más dudas y con menos esperanza. Si Unión no toma conciencia de que está en una situación límite, en la que realmente se está jugando la permanencia en la élite del fútbol argentino, el descenso no será solo una posibilidad, sino una realidad inevitable. ¿Y qué pasa si finalmente se concreta? ¿Qué le queda a un club que ha llegado a este punto de degradación, con una mentalidad derrotista que lo acompaña incluso fuera de casa? La imagen que queda es la de un equipo que, por más historia que tenga, ha perdido su lugar en el fútbol grande, arrastrado por una dinámica de frustraciones, de falta de actitud y, sobre todo, de una mentalidad perdedora que ha sido el mayor enemigo de su propio futuro. Es una situación triste, porque no se trata solo de un equipo que juega mal, sino de uno que se ha rendido mentalmente, que ha aceptado la derrota antes de tiempo. Unión tiene que reaccionar, y lo tiene que hacer pronto. No basta con buscar un cambio de entrenador o esperar un milagro. Es necesario un cambio de mentalidad profundo, una reestructuración total del enfoque de trabajo. El club necesita recuperarse, pero no de manera superficial, sino de raíz. Si no se hace, si no se logra revertir esta dinámica de derrota y vergüenza, el futuro de Unión en Primera División estará seriamente comprometido. Y, lamentablemente, la única forma de evitarlo es empezando a cuestionar todo: desde la actitud de los jugadores, hasta el modelo de trabajo, la formación de los cuerpos técnicos y, en última instancia, una reconstrucción de la identidad del club. Solo así Unión podrá recuperar lo que ha perdido y, si tiene suerte, salvar su lugar en el fútbol de primera. Pero sin cambios reales, ese futuro será cada vez más incierto. Así como no se puede gastar más de lo que entra en cualquier ámbito, mucho menos en el fútbol, donde los recursos son limitados y la competencia es feroz, Unión no podía haber traído la misma cantidad de jugadores que se fueron sin asegurar que esos nuevos refuerzos estuvieran a la altura de lo que se necesitaba. En un año de triple competencia, con los desafíos que implican no solo el torneo local, sino también las copas internacionales, se armó un plantel desbalanceado, carente de la profundidad que se necesita para hacerle frente a todo lo que venía. La planificación fue claramente deficiente, y hoy lo estamos viendo reflejado en el campo de juego. El plantel, tal como está, no tiene la capacidad para afrontar todos esos compromisos de manera efectiva. Traer jugadores para llenar un vacío no es suficiente si esos refuerzos no tienen el nivel adecuado para competir al más alto nivel. En el contexto de un torneo tan exigente, con tantas competencias que requieren una rotación constante y una frescura física y mental, se necesitaban refuerzos estratégicos, jugadores que pudieran darle un salto de calidad al equipo. Pero, en cambio, se trajeron futbolistas que no son capaces de suplir las bajas de los que se fueron o que, directamente, no están al nivel necesario para pelear por los objetivos del club. El resultado de esta mala planificación ya se está pagando, y el 0-1 de hoy es solo una muestra de la brecha que hay entre lo que necesita el equipo y lo que realmente tiene. La diferencia es más que deportiva; es estructural. Este tipo de derrotas no solo afectan los puntos, sino también la confianza del grupo, el estado anímico del plantel y la relación con la gente, que cada vez que puede, los despide con silbidos. Y todo eso, lamentablemente, se traduce en más presión y más incertidumbre para un club que no puede permitirse este tipo de errores en su gestión. Ahora, lo que se tiene que hacer es claro: cerrar de la mejor manera la fase de grupos y llegar al receso de mitad de año con alguna esperanza de poder reforzarse como corresponde. El club necesita reforzar el plantel de manera urgente, buscar jugadores que aporten calidad, experiencia y competencia. No puede esperar más, porque si no, los efectos de esta mala planificación se sentirán a largo plazo. La tabla no perdona, y si el equipo sigue cayendo en este espiral negativo, la permanencia en Primera División y el futuro del club estarán en serio peligro. El tiempo apremia. No es solo cuestión de reforzarse, sino de hacerlo correctamente, buscando jugadores que realmente marquen la diferencia y no sean simplemente caras nuevas. Si no se toma acción rápida y efectiva, lo que hoy parece un traspié puede convertirse en un problema aún mayor. Y con las derrotas acumuladas, con el plantel tan desbalanceado y con las expectativas cada vez más bajas, el riesgo de pagar muy caro esta mala planificación está latente.

Unión disputó este mismo encuentro hace apenas un mes. El escenario fue el mismo: Riobamba, con sus 2.760 metros de altura que imponen un desafío físico adicional para cualquier equipo visitante. En aquella ocasión, el resultado fue categórico: una derrota por 3 a 0 que no dejó lugar a interpretaciones. Era apenas el segundo partido de la fase de grupos de la Copa Sudamericana, y aún quedaba un largo camino por recorrer. Sin embargo, ese encuentro dejó una señal clara, una advertencia que hoy retumba con más fuerza: si quería mantenerte con vida en el torneo, este partido, de local, había que ganarlo sí o sí. Y no es simplemente una cuestión de resultado, sino de enfoque, de aprendizaje, de preparación. Porque la derrota del ayer no fue consecuencia de un equipo que no se presentó a jugar o que no compitió; al contrario, Unión compitió, intentó, buscó, pero terminó pecando en las dos áreas. Y entonces, ¿Cuál es el tema? ¿Qué nos dejó este nuevo enfrentamiento? Que tuvo un mes entero para preparar el mismo partido. Un mes para enfrentase a un equipo que no esconde su libreto, que juega de memoria: pelotazos largos a espaldas de los centrales, lucha por la segunda pelota, mucho juego directo, búsqueda constante de situaciones a partir de la acumulación de jugadores en ofensiva. Y es en ese punto donde la comparación con lo que vive Unión en esta Copa Sudamericana cobra sentido. Porque Unión está atravesando la fase de grupos con su tercer técnico en apenas cinco partidos. Tres entrenadores distintos en tan corto tiempo. ¿Cómo se puede planificar de verdad en ese contexto? ¿Cómo puede un equipo encontrar consistencia, identidad, si no hay una conducción clara y sostenida? Cuando se toman decisiones de inversión sin el debido análisis, la consecuencia inevitable es la pérdida de recursos, tiempo y oportunidades. Invertir mal no solo significa perder dinero, sino también comprometer la estabilidad financiera personal o empresarial, generando un efecto dominó que puede extenderse más allá del ámbito económico inmediato. De todos modos, esto no garantiza nada. Se puede esperar el partido con rigurosidad y perder igual. Se puede estudiar al rival y que una jugada aislada cambie todo. El punto es que jugar contra este tipo de equipos —estructurados, pacientes, expertos en bloquear espacios y salir con velocidad en transiciones— sin un trabajo de fondo, sin un cuerpo técnico que los estudie y los enfrente con herramientas tácticas claras, es realmente desgastante. Es agobiante, porque se sabía perfectamente a qué iba a venir Mushuc Runa. Se sabía que iba a plantarse con dos líneas férreas, cerradas, como si fueran cuatro colectivos estacionados frente a su área, esperando el error ajeno para salir de contra, o generarte peligro con alguna pelota parada aislada. Y aún sabiendo todo eso, no alcanzó. Eso es lo que duele. Porque cuando un partido es un calco del anterior y el resultado también, la sensación es de frustración, pero también de oportunidad perdida. Porque el fútbol no siempre te da un mes para preparar el mismo par
Unión: decepción e improvisación
Las inversiones mal ejecutadas suelen ser el resultado de una combinación de factores: desde la falta de información precisa y actualizada, pasando por la influencia de emociones como la codicia o el miedo, hasta la ausencia de una estrategia clara y definida. Muchas veces, los inversores se dejan llevar por modas pasajeras o promesas de rentabilidad rápida, sin detenerse a evaluar los riesgos inherentes o la viabilidad a largo plazo del proyecto en cuestión. Esta precipitación conduce a errores como confiar en fuentes poco confiables, no diversificar adecuadamente los activos o subestimar la importancia de comprender a fondo el mercado en el que se está incursionando. El desconocimiento y la improvisación, en el mundo de las inversiones, suelen pagarse caro. Además, una mala inversión no siempre se manifiesta de inmediato. A veces, las señales de advertencia son sutiles y solo se hacen evidentes cuando el daño ya está hecho, lo que hace aún más frustrante la experiencia. En lugar de generar ingresos o crecimiento, una inversión mal gestionada se convierte en una carga, drenando recursos valiosos que podrían haberse destinado a proyectos más prometedores. Por eso, es fundamental entender que invertir conlleva no solo un compromiso financiero, sino también intelectual y emocional Cuando se invierte mal, lo que ocurre no es simplemente una pérdida económica: es la consecuencia directa de no haber tomado el tiempo necesario para planificar, estudiar y reflexionar. Cada decisión de inversión debería estar respaldada por un criterio sólido, información verificada y, sobre todo, por una visión clara de los objetivos que se desean alcanzar. Solo así es posible reducir el margen de error y transformar el acto de invertir en una herramienta real de crecimiento y bienestar. Lo que en su momento fue un inicio lleno de ilusiones, cargado de confianza y con una expectativa que se sostenía en la figura de Cristian González como entrenador, se transformó en una profunda sensación de decepción, preocupación e incertidumbre. A principios de este año, hicieron soñar a mas de 23.000 socios con algo que rápidamente se desmoronó ante la vista de todos. Los ilusionaron con un proyecto que, más que promesas, parecía una oportunidad para dar vuelta la página y comenzar una nueva etapa. Sin embargo, hoy es claro que esa ilusión fue solo un espejismo, un anuncio vacío que solo sirvió para hacerles creer en algo que jamás fue real. El plantel, lejos de estar comprometido y preparado para afrontar los desafíos, está conformado por jugadores que, a pesar de ser considerados referentes, no solo han fallado en su rol de líderes, sino que han demostrado una actitud totalmente ajena a lo que representa el verdadero compromiso con los colores del club. La única vez que se han alzado con la voz fue cuando se trató de discutir mejoras económicas, pero nunca cuando se necesitaba un golpe de carácter en la cancha, cuando hacía falta un cambio de mentalidad y una reacción ante la adversidad. Y esa falta de espíritu competitivo, esa desconexión con la camiseta, ha quedado reflejada en los resultados, pero también en la indiferencia con la que el grupo se comporta frente a la gente. De todo lo que este semestre podría haberse rescatado, lo único que realmente vale la pena son los jóvenes del club: los Rafarl Profini, los Mateo Del Blanco, los Lautaro Vargas, Julián Palacios, que, con un puñado de minitos, dio la cara y pidio perdón tras la derrota ante Barracas (2-1). Fueron ellos, con su humildad, esfuerzo y ganas, los que le dieron alguna esperanza, aunque ni ellos, por supuesto, pudieron salvar esta pesadilla que ya parece no tener fin. Lo más preocupante no es solo el bajo nivel futbolístico, que ya de por sí es alarmante, sino la profunda crisis institucional que está detrás de todo esto. Este plantel no solo necesita refuerzos de calidad, sino que requiere una reestructuración urgente. De mínima, la salida de seis jugadores es una necesidad indiscutible. La convivencia dentro del vestuario ya no es posible. Hay un quiebre que no se va a reparar hasta que algunos de los jugadores que forman parte de este grupo den un paso al costado. La dinámica interna está rota, la química se ha perdido y la capacidad de los referentes de cambiar la situación está completamente agotada. La reconstrucción debe comenzar con una limpieza profunda, que no solo pase por los nombres, sino también por las actitudes. Y lo más urgente de todo es la incorporación de refuerzos de jerarquía, porque lo que este equipo necesita son jugadores que lleguen con la disposición de sumar, de competir, de ser parte activa de un cambio y de un proceso real que pueda devolverle a la institución la dignidad que hoy está en peligro. El primer paso debería ser la contratación de un arquero que le dé seguridad a un equipo que en la actualidad no tiene más que inseguridades. Después, se deben sumar otros refuerzos clave que puedan aportar experiencia y calidad en sectores donde hoy no existe ni orden ni capacidad de reacción.
Lo que más angustia es que, pese a la gravedad de la situación, parece que estar condenados a la indiferencia de los dirigentes, a la resignación de los jugadores y a la desesperanza de la que ya no sabe cómo afrontar cada nuevo fracaso. No transcurre la primera mitad del año y Unión ya rifó dos campeonatos. En el Torneo Apertura, no clasificó entre los mejores 8 h quedó a un punto del descenso; en la Copa Sudamericana perdió cuatro partidos consecutivos y no pudo acceder a la siguiente ronda. En este contexto, la sensación que se vive es la de un destino inevitable: el descenso. Este equipo está destinado a perder la categoría, no por falta de voluntad, sino por la falta de una estructura sólida que le permita dar pelea en una competencia tan exigente. Lo peor de todo es que ya no hay tiempo. Ni los dirigentes ni el cuerpo técnico parecen tener la capacidad de revertir este panorama. La situación es tan crítica que no importa quién gane las elecciones, no importa qué promesas se hagan o qué nuevos discursos se escuchen. Ya está, no hay marcha atrás. El club tocó fondo y la única salida parece ser una reconstrucción total que no puede esperar más. Desde hace años que cubro la actualidad de los equipos de Santa Fe, y juro que nunca había presenciado algo tan desolador. Un equipo que no transmite absolutamente nada, que parece estar a años luz de representar lo que históricamente ha sido este club: lucha, entrega, garra. Hoy, Unión no solo está a un paso de descender en el torneo, sino que quedó eliminado de la Copa de manera humillante. El 2025, hasta ahora, ha sido un año desastroso en todos los frentes. Y lo que viene es todavía más incierto. El mercado de pases que se avecina podría ser la última oportunidad para intentar salvar algo, pero la realidad es que está al borde del abismo. Salir de esta crisis parece una utopía, un sueño irreal que se desvanece cada vez que el equipo sale a la cancha. El socio está cansado, los jugadores parecen haberse rendido, y los dirigentes, en su mayoría, no logran dar señales de vida ante una situación que exige respuestas rápidas y concretas.
Lisa y llanamente, Unión es un desastre tanto en ofensiva como en defensa. En ataque, Unión parece hacer todo bien… para no convertirle un solo gol a nadie. Cualquier equipo rival sabe que no tiene que hacer mucho esfuerzo para neutralizar a nuestros jugadores, porque la falta de ideas y la falta de confianza son evidentes. En defensa, es aún peor: el equipo hace todo lo contrario a lo que se necesita para evitar que le conviertan goles. No hay marca, no hay reacción, no hay concentración. Es como si el equipo estuviera destinado a ser derrotado antes de pisar el campo. Así es imposible competir en el fútbol profesional. Así es imposible que el hincha encuentre motivos para seguir creyendo. Y aunque el resultado de cada partido aún esté por definirse, la necesidad de un cambio radical es inminente. Si no se toman decisiones drásticas ahora, si no se limpia este plantel, si no se reconstruye todo desde cero, el futuro del club estará condenado a un fracaso aún mayor.
Frente a esta situación, resulta inevitable plantear cuestionamientos que no pueden ni deben eludirse. Es necesario asumir responsabilidades. No alcanza con señalar únicamente al entrenador o a los jugadores, aunque estos tengan su parte. La Comisión Directiva, en su conjunto, debe rendir cuentas por haber apostado a un proyecto que, desde sus bases, ya mostraba señales de agotamiento. La elección de Cristian González no respondió a un análisis profundo de rendimiento, sino más bien a un intento de capitalizar su conexión emocional con la institución y su carisma ante la gente, lo que en el fútbol puede sumar, pero nunca reemplazar a los resultados y a la planificación. Ya en el segundo semestre del año pasado, su equipo apenas había logrado cosechar el 40% de los puntos en juego, clasificando de manera ajustada a la Copa Sudamericana, sin evidenciar una evolución clara en el juego colectivo ni en la competitividad general del equipo. Es en este punto del recorrido, después de tanto andar, donde emerge una pregunta inevitable, casi dolorosa en su formulación, pero absolutamente legítima en su contenido. Una pregunta que resuena en el corazón de miles de hinchas, que no nace de la bronca pasajera ni de una reacción impulsiva ante un resultado adverso, sino que brota de un sentimiento más profundo, de una mezcla de tristeza e indignación acumulada: ¿para esto se clasificó a la Copa Sudamericana? ¿Para llegar a una competencia internacional con más pena que gloria, sin una estructura que respalde la ilusión ni un proyecto que dignifique la presencia del club en el plano continental? Porque si el verdadero objetivo detrás de aquella clasificación era simplemente «estar», cumplir con una formalidad, completar la grilla sin aspiraciones reales de competir de igual a igual, entonces se ha cometido un error grave, una falta de respeto no solo al escudo y a la historia que representa, sino también a cada una de las personas que siguen creyendo, a pesar de todo.
Participar de un torneo internacional debería representar mucho más que un dato estadístico o un logro administrativo. Debería ser el reflejo de un proceso bien pensado, de una planificación deportiva que contemple la jerarquía del desafío, de una convicción institucional que entienda que cada vez que se sale al exterior con estos colores, se lleva consigo no solo el nombre del club, sino también el orgullo de una ciudad, la memoria de quienes construyeron grandeza en tiempos mejores y la expectativa de quienes esperan que alguna vez, de una vez por todas, se vuelva a competir con dignidad. Pero lejos de eso, lo que se ha vivido en esta participación sudamericana ha sido un nuevo capítulo de una historia reciente que parece empeñada en acumular frustraciones, papelones y oportunidades perdidas. Y eso, más allá de cualquier análisis táctico o circunstancia deportiva, duele. Duele porque la Sudamericana podría —y debería— haber sido un punto de inflexión, una plataforma para levantar cabeza, para iniciar una recuperación tanto futbolística como simbólica. Sin embargo, lo que debió ser una instancia para crecer, una oportunidad para demostrar que aún hay fuego sagrado en las entrañas del club, se transformó en un episodio humillante, cuyas consecuencias no se limitan al campo de juego. Las secuelas son visibles en todos los planos: en lo institucional, por el descrédito que genera semejante falta de competitividad; en lo deportivo, por el retroceso que implica perder prestigio en el exterior; y en lo emocional, por el desgaste que sufre una hinchada que ya no sabe cuánto más puede resistir sin respuestas, sin gestos de grandeza ni señales de verdadero compromiso. No se trata simplemente de perder partidos; se trata de perder rumbo. Porque cada presentación sin alma, cada eliminación sin rebeldía, cada paso en falso en escenarios que alguna vez nos vieron como protagonistas, deja una herida abierta que no se cierra con excusas ni con promesas vacías. Se cierra con autocrítica, con decisiones valientes, con proyectos reales y con la voluntad genuina de poner al club por encima de los intereses personales o las jugadas políticas. Y hasta que eso no ocurra, hasta que no se entienda que representar estos colores conlleva una responsabilidad inmensa, seguiremos preguntándonos lo mismo, una y otra vez, al final de cada decepción: ¿para esto clasificó?
Ya lo había anticipado en la columna escrita tras la humillante actuación frente a Palestino: si Unión no toma decisiones drásticas, si no logra cortar de raíz esta mentalidad perdedora que se ha instalado en todos los rincones del club, el destino está prácticamente sellado. El equipo se encamina, sin pausas y sin reacción, hacia un desenlace inevitable: jugar por séptima vez en su historia en la segunda categoría del fútbol argentino. Y lo más alarmante no es solamente el rendimiento dentro del campo, que por momentos roza lo amateur, sino la absoluta falta de señales claras de que algo vaya a cambiar. Todo parece dado para que se repita una historia ya conocida, marcada por la resignación y la ausencia total de rebeldía. Se cae por inercia, porque nadie se planta, porque nadie se hace cargo, porque todo lo que sucede en el club parece estar normalizado, como si descender fuera apenas un trámite más y no una tragedia institucional. Este plantel, que debería representar los valores más básicos del club —el esfuerzo, el compromiso, la humildad—, se ha convertido en una fuente inagotable de frustraciones para una hinchada que, por más fiel que sea, empieza a mostrar signos evidentes de desgaste emocional. Partido tras partido, lo único que consiguen transmitirle al hincha es decepción. No hay conexión, no hay actitud, no hay intención de revertir el presente. Y es tan predecible la historia que hasta se puede anticipar el guion: tras cada derrota, vendrán las disculpas de siempre. Algún referente hablará en zona mixta o en redes sociales, apelando a la autocrítica, a frases hechas, a promesas que no tienen ningún sustento en la realidad. Pero esas disculpas no significan nada si la respuesta en la cancha es la misma de siempre: pasividad, errores groseros, falta de hambre y un desconcierto generalizado que ya resulta inaceptable. Lo que necesita Unión no es un comunicado más ni una frase para calmar las aguas. Necesita un giro profundo. Necesita dirigentes que tomen decisiones con coraje, un cuerpo técnico que tenga autoridad para conducir un proceso y, sobre todo, jugadores que quieran competir de verdad. Porque este presente es insostenible. Y si no se corta ahora con esta racha de papelones, con este ciclo de promesas rotas y derrotas cantadas, entonces no habrá milagro que alcance. El descenso no llega de un día para otro; se construye lentamente, con negligencias, con pasividad, con gestos tibios y silencios cómplices. Y Unión, lamentablemente, ya ha recorrido demasiado de ese camino.
Madelon ve un optimismo en el que no existe
Por último, y antes de adentrarme en lo que fue el análisis puntual del partido, hay una certeza que sobrevuela y que es necesario dejar en claro: lo mejor que le puede pasar hoy a Unión es que se haya terminado, de una vez por todas, este primer semestre del año. Más allá de que aún resta un último compromiso formal, el encuentro ante Cruzeiro en Belo Horizonte dentro de dos semanas, lo cierto es que ese partido, más allá de los tres puntos en juego, no representa absolutamente nada. No hay objetivos por cumplir, no hay clasificación en disputa, no hay siquiera una ilusión remota. Es un cierre simbólico y hasta doloroso de una etapa olvidable. Por eso, el foco no puede estar más en lo que resta, sino en lo que viene. A partir de mañana —sí, desde mañana mismo— debe comenzar una reestructuración total, un golpe de timón, un cambio radical que empiece por lo más básico: hacer una limpieza general en el plantel. No se puede perder un día más. Si Madelón realmente tiene el carácter que se le atribuye, si aún conserva ese instinto de conductor con autoridad que supo tener en otras etapas, este es el momento de demostrarlo. Tiene que pasar la escoba sin dudarlo, sin concesiones, sin ataduras emocionales ni decisiones tibias. El ciclo está agotado, el grupo está quebrado y la reacción, si no se da ahora, será demasiado tarde. Así como el presidente de los argentinos, Javier Milei, llegó con la promesa de aplicar la «motosierra» en la política nacional, Unión necesita una medida similar en lo futbolístico. Con idéntica determinación. Salvo tres o cuatro jugadores —los que aún muestran algo de dignidad, compromiso o potencial para ser parte del nuevo proceso—, el resto debe quedar afuera. No se trata de castigar, sino de depurar para construir. De dejar atrás lo que no funcionó para poder imaginar, aunque sea, un futuro distinto.

El calendario ofrece una ventana clara y concreta: Unión tiene 27 días por delante hasta el partido con Rosario Central por Copa Argentina, previsto en principio para el domingo 9 de junio, y cuenta con cerca de dos meses de preparación antes del arranque del nuevo campeonato. Es tiempo más que suficiente para sentar las bases de un equipo renovado. No hay margen para improvisaciones ni postergaciones. La pretemporada debe comenzar ya, con el grupo que seguirá y sin los que ya no tienen nada que aportar. Esta etapa debe ser planificada con inteligencia, ejecutada con seriedad y sostenida con decisiones firmes. Porque todo lo que no se haga ahora, se pagará después con la misma moneda con la que se ha pagado hasta ahora: frustración, papelones y la posibilidad muy real de descender. En este contexto, llama la atención —y hasta preocupa— el tono con el que habló Leonardo Madelón en conferencia de prensa. El técnico se mostró extrañamente optimista, apelando a una mirada positiva que no condice con la realidad que todos vemos. “No hay que ver fantasmas”, dijo, como si los números, el rendimiento y la tabla fueran meras percepciones. “Mi mirada es positiva, cuando menos esperemos van a entrar las que hoy no entran. Hay que resistir y persistir”, agregó, confiando en una lógica de insistencia que, hasta ahora, no ha dado frutos. También habló de “armar un equipo duro para el futuro” y de las “16 o 17 situaciones claras para convertir” que, según su análisis, generó el equipo en el último partido. Y si bien es cierto que la falta de eficacia ofensiva es un problema, no se puede reducir todo a una cuestión de definición, o a la mala suerte. Porque lo que hoy le falta a Unión no es solamente un delantero que meta goles, sino una estructura, una identidad, una idea de juego que le permita competir en serio. “Si tenemos la posibilidad de incorporar a alguien que nos arregle esto metiendo goles, mejor. Y si no, trabajar mucho en movimientos dentro del área”, concluyó Madelón, como si todo se pudiera resolver en el pizarrón. La realidad indica que el problema es más profundo, y el tiempo, lamentablemente, es cada vez más escaso.
Unión jugó uno de los mejores primeros tiempos, pero se quedó sin nada
Si se considera el nivel del rival, nada menos que el actual líder de la Copa Sudamericana, debe reconocerse que Unión protagonizó uno de los mejores primeros tiempos de lo que va del año 2025. Mostró una intensidad destacable, una actitud competitiva encomiable y una vocación ofensiva que pocas veces había sido tan sostenida y clara en este semestre. Desde el inicio del encuentro, el conjunto santafesino tomó la iniciativa, manejó los tiempos del juego y asumió la responsabilidad de proponer, algo que no siempre ha sabido o querido hacer en otros compromisos recientes. Sin embargo, ese esfuerzo inicial no fue acompañado por la eficacia necesaria para traducir el dominio en goles. A pesar de haber controlado la pelota y haber generado una cantidad respetable de situaciones de riesgo, volvió a evidenciarse un problema que se ha tornado recurrente: la falta de profundidad en los últimos metros y la carencia de una definición certera.
El desarrollo del partido mostró a un Unión voluntarioso, decidido y ambicioso, pero al mismo tiempo limitado por sus propias imprecisiones en la finalización de las jugadas. El gasto físico y emocional del primer tiempo fue, sin dudas, del equipo local, que no ahorró energías ni esfuerzos para imponerse ante un adversario que llegaba con el cartel de favorito. No obstante, la sensación que quedó flotando en el aire fue que, por más que el equipo intente e insista, no logra concretar. Parece, incluso, que cuanto más lo intenta, más se enreda en su propia ansiedad y termina construyendo ataques que se diluyen en la nada, como si inconscientemente hiciera todo lo posible para no convertir goles. La ineficacia ofensiva ya no es un detalle ni un accidente: se ha transformado en un síntoma estructural que condiciona cualquier aspiración. En el otro extremo del campo, las falencias defensivas se presentan con una crudeza preocupante. Mientras en ataque Unión sugiere pero no concreta, en defensa directamente se muestra frágil, desordenado y, por momentos, impresentable. La zaga comete errores básicos, la cobertura en los retrocesos es deficiente y las marcas parecen diluirse con una facilidad alarmante. Así como en ofensiva da la impresión de que no puede hacerle un gol a nadie, en defensa transmite la opuesta y desoladora certeza de que cualquiera puede marcarle. Esta dualidad, tan contradictoria como desalentadora, resume el momento del equipo: una versión que promete más de lo que cumple, que juega mejor de lo que refleja el marcador y que, sin soluciones concretas en ambas áreas, corre el riesgo de quedarse una vez más a mitad de camino.
Uno de los aspectos más destacados en el funcionamiento ofensivo de Unión fue la amplitud que logró darle al ataque por el costado derecho, principalmente gracias a la actuación de Lautaro Vargas (6), quien volvió a mostrar destellos del nivel que había alcanzado durante la temporada 2024. Con un despliegue físico constante, una notable capacidad para el uno contra uno y un compromiso ofensivo sostenido, el lateral derecho se transformó en una de las principales vías de desahogo del equipo. Cada vez que recibió el balón bien abierto sobre su sector, generó una sensación de peligro latente, no solo por su habilidad para ganar en el mano a mano, sino también por su precisión en las proyecciones y la inteligencia para leer los espacios. No solo aportó desborde, sino también desequilibrio individual y profundidad, elementos que Unión venía necesitando con urgencia para oxigenar su ataque. Por momentos, su presencia en el carril derecho fue tan incisiva que llegó a romper la estructura defensiva rival, generando verdaderos surcos cada vez que aceleraba con decisión. En una noche en la que el equipo mostró buenas intenciones pero poca claridad en la definición, la actuación del lateral fue uno de los pocos puntos altos que permiten mirar con cierto optimismo hacia adelante.

En un partido en el que las intenciones iniciales quedaron rápidamente expuestas, fue Unión el equipo que asumió el protagonismo posicional, apropiándose del balón con determinación y tratando de establecer una hegemonía territorial a partir de la circulación paciente y los apoyos cortos, en tanto que Mushuc Runa, fiel a un planteamiento ya ensayado con anterioridad y aparentemente refrendado por los réditos obtenidos en partidos pasados, optó por una estrategia diametralmente opuesta: replegarse con orden en campo propio, cediendo deliberadamente la iniciativa y aguardando la oportunidad propicia para lanzar balones largos a espaldas de los zagueros rivales, buscando explotar los espacios que dejaban a su paso las transiciones ofensivas del conjunto santafesino, confiando para ello en la velocidad de sus atacantes y en una cierta laxitud estructural de la última línea rival, que en más de una ocasión dio muestras de vulnerabilidad ante el juego directo y vertical. Este duelo de ideas contrapuestas —el control posicional y la tenencia elaborada versus el repliegue compacto y el contraataque profundo— no solo configuró el paisaje táctico del encuentro, sino que permitió vislumbrar una tensión constante entre la intención de someter a través del juego asociativo y la voluntad de resistir para luego golpear con ferocidad en campo abierto, dinámica que ha marcado buena parte del fútbol contemporáneo en contextos de disparidad de recursos o ambiciones, donde un equipo, a falta de argumentos técnicos o estructurales suficientes para imponer condiciones desde la posesión, opta por replegar líneas, sacrificar metros y apostar a la eficacia en transiciones rápidas, estrategia legítima, pero que demanda una concentración máxima, una sincronización casi quirúrgica de movimientos defensivos y una ejecución precisa en cada pase largo o desmarque ofensivo, sin los cuales la táctica deviene en estéril resistencia.
Mientras Unión intentaba generar superioridades por dentro, especialmente a través del desdoble de sus interiores y la movilidad constante de sus volantes, para recibir entre líneas, Mushuc Runa sostenía un bloque medio-bajo que no perseguía a los creativos fuera de su zona de influencia, sino que prefería encerrarles el espacio en los últimos treinta metros, cerrando carriles internos y forzando a que los avances se diluyeran por las bandas, donde el retroceso de los extremos convertía la línea defensiva en una muralla de cinco o incluso seis hombres. En ese contexto, el pelotazo largo dejaba de ser un recurso aislado para convertirse en el eje estructural del plan visitante, diseñado no tanto para disputar la posesión, sino para transformar cada recuperación en una ocasión latente de peligro, estrategia que, aunque repetitiva en su forma, ponía a prueba una y otra vez la espalda de los centrales de Unión, que sufrieron especialmente cuando la cobertura del mediocentro no llegaba a tiempo o cuando los laterales quedaban demasiado arriba, mal posicionados para la transición defensiva inmediata. Desde una concepción futbolística que privilegia la construcción del juego desde el fondo y que desconfía, casi por principio, de la improvisación táctica que suele derivarse del pelotazo como primera opción, Leonardo Madelón ha delineado, a lo largo de su trayectoria, un ideario en el que la salida limpia, combinada y progresiva ocupa un lugar central. Su Unión, fiel a ese ideario, evitó en todo momento recurrir al despeje largo como fórmula sistemática, aun en situaciones de presión elevada por parte del rival, prefiriendo siempre iniciar los ataques desde la base con apoyos cortos, circulación rasante y movilidad constante entre líneas. Tal determinación no solo habla de una convicción metodológica, sino que, además, entraña un riesgo evidente cuando el equipo rival, como en este caso Mushuc Runa, apuesta por una presión intermitente que busca inducir al error en zonas sensibles para luego lanzar un número considerable de hombres al ataque, aprovechando la amplitud del campo y la velocidad en los pasajes ofensivos.
La disposición del conjunto ecuatoriano, con una vocación ofensiva mucho más marcada de lo que su propuesta reactiva inicial podría hacer suponer, no se limitó a defender con números sino que, por el contrario, comprometió una cantidad significativa de futbolistas en cada avance, lo que configuró un escenario de alta exposición en ambos extremos del campo. Tal planteamiento, en apariencia contradictorio —un equipo que se defiende bajo pero ataca con muchos hombres—, obligó a Unión a extremar la concentración táctica, especialmente en las vigilancias ofensivas, pues la acumulación de jugadores rivales en terreno propio no solo representaba una amenaza constante en la pérdida, sino que también generaba la oportunidad latente de explotar los espacios dejados a la espalda, siempre y cuando la transición ataque-defensa fuera lo suficientemente rápida y precisa. El desarrollo del partido, en este contexto, adquirió un ritmo vertiginoso, con constantes transiciones, escasa pausa y una manifiesta ausencia de control en la zona media, que fue, por momentos, poco menos que una autopista desierta por la que ambos equipos cruzaban con celeridad pero sin dominio sostenido. El mediocampo, usualmente concebido como el eje de la elaboración, del equilibrio y de la racionalización del juego, se diluyó en un ida y vuelta frenético donde la pelota pasaba más tiempo en desplazamientos largos o en disputas a campo abierto que en secuencias de pases concatenados. Fue, en definitiva, un partido de vértigo, de fuerzas desatadas sin un organizador claro, donde las ideas se imponían más por ímpetu que por control, y donde la inteligencia de los intérpretes para leer los momentos del juego resultaba más determinante que cualquier esquema preestablecido.
El retroceso ordenado de Mushuc Runa, que en apariencia podría interpretarse como un repliegue conservador o incluso pasivo, se revelaba en verdad como un mecanismo táctico profundamente trabajado, estructurado a partir de dos líneas de cuatro bien definidas, cuya misión primordial no era simplemente resistir el asedio del rival, sino direccionar sus avances hacia zonas de menor daño potencial, forzando a Unión a construir desde los costados y dificultando el acceso limpio al carril central, donde la amenaza del pase filtrado o el remate desde la media distancia se tornaba más latente. En este marco, el equipo ecuatoriano le cedió deliberadamente la iniciativa al conjunto santafesino, no por renuncia al juego, sino por convicción estratégica, en un movimiento que buscaba estrechar los espacios en el último tercio, mantener la densidad defensiva en torno al área propia y preparar el terreno para rápidas salidas ofensivas a partir de recuperaciones en bloque bajo. No obstante, este dispositivo, en teoría sólido y bien estructurado, encontró su principal grieta en el primer cuarto de hora del partido, cuando Unión desplegó su mejor versión desde el punto de vista asociativo, sumando pases cortos con ritmo creciente en campo adversario y generando superioridades constantes, sobre todo por el costado derecho.
Fue precisamente por ese sector donde se concentraron las acciones más punzantes del equipo dirigido por Madelón, gracias al desempeño superlativo de Lautaro Vargas, lateral de proyección ofensiva que no solo interpretó con inteligencia los espacios que dejaba el retroceso rival, sino que también aportó una cuota inusitada de explosividad, dinamismo y versatilidad, convirtiéndose en un recurso permanente para romper líneas a través de conducciones agresivas, paredes veloces o centros precisos tras desbordes. El joven lateral, cuya irrupción por momentos parecía imposible de controlar, fue un dolor de cabeza persistente para el conjunto de Almeida, que no logró ajustar su cobertura en ese sector y terminó sufriendo cada vez que Vargas se soltaba en ataque, ya sea como lanzador, como receptor o como opción de descarga en las triangulaciones que Unión elaboraba con notable fluidez en esa zona del campo. El equipo tatengue, fiel a una vocación ofensiva que no se negoció, encontró en la combinación rápida, el tercer hombre y la movilidad constante de sus extremos e interiores los caminos para desbordar el entramado defensivo de Mushuc Runa, especialmente cuando lograba atraer la presión en corto y luego girar el juego hacia el sector débil, donde Vargas recibía con tiempo y espacio para avanzar. A diferencia de otros partidos en los que el volumen ofensivo no se traducía en profundidad, esta vez Unión fue incisivo, punzante y vertical desde la combinación, transformando el costado derecho en un corredor de progresión incesante que desbordó los intentos defensivos rivales y marcó, con claridad, la tónica del primer tramo del encuentro: un dominio posicional con ideas claras, apoyado en la precisión técnica y en una lectura colectiva lúcida que desbordaba el esquema rígido de Mushuc Runa.
En su loable intento por ejecutar un fútbol de alta precisión, elaborado, vertiginoso y comprometido con la estética de la posesión productiva, Unión incurrió —como le ha sucedido reiteradamente a lo largo del año— en una suerte de exceso de ímpetu, una sobrecarga de intenciones que, lejos de decantar en mayor claridad ofensiva, terminó por contaminar sus ataques con una ansiedad estructural que le impidió ser profundo y punzante en los últimos metros del campo, justamente donde la toma de decisiones debe ser más quirúrgica, más desapasionada y menos mecánica. Este fenómeno, que bien podría definirse como una hipertrofia del juego medio, se tradujo una vez más en un dominio territorial poco efectivo, en un volumen de pases acumulado que raramente encontró finalización clara, y en una reiteración de secuencias que morían a las puertas del área grande, como si el equipo llegara hasta allí con ideas y luego se le extinguiera la imaginación o la valentía para romper líneas con determinación.
En ese contexto, apareció Agustín Colazo (3), marginado de las principales consideraciones del cuerpo técnico y relegado a un rol secundario que parecía definitivo. La inclusión desde el arranque, casi contra la lógica de las alineaciones precedentes, lo encontró involucrado desde los primeros compases en la organización de los ataques, descendiendo incluso hasta la mitad del terreno para asumir responsabilidades en la gestación, lo cual habla tanto de su voluntad como del intento de Madelón por diversificar las fuentes creativas del equipo. El cuarto goleador de la Primera Nacional pasada fue, sin dudas, uno de los más activos, de los más insistentes, y si bien su despliegue fue encomiable, también evidenció las limitaciones propias de un futbolista que, a pesar de su intención constante, no logra —al menos con regularidad— transformar su esfuerzo en efectividad dentro del área. De hecho, las tres oportunidades con las que contó durante el primer tiempo reflejan con claridad esa dicotomía entre la correcta ejecución de movimientos previos y la falta de precisión o contundencia en el momento definitivo. La primera, apenas al minuto de juego, fue una jugada que retrata bien su capacidad técnica: controló de espaldas, giró con rapidez y sacó un remate de media vuelta que, si bien fue algo forzado, insinuó peligrosidad; sin embargo, el balón se perdió desviado, lejos de exigir al arquero. A los 20 minutos, una nueva aparición en la medialuna, esta vez con el arco de frente, le brindó una situación aún más favorable, pero su disparo, con más potencia que dirección, terminó por volar por encima del travesaño, frustrando otra ocasión clara en un partido que, por sus características abiertas y su ritmo de transiciones constantes, parecía pedir a gritos un jugador capaz de capitalizar esas chances con frialdad y determinación.

Unión estaba dispuesto a pensar cada ataque, a construir cada avance con detenimiento y a ensayar fórmulas asociativas por todo el ancho del camp. Pasaban los minutos y se volvía cada vez más evidente —como un eco persistente de una falencia estructural a lo largo de la temporada— la necesidad de mayor serenidad y precisión en los últimos quince metros, ese tramo decisivo del campo donde las ideas se convierten en goles o se diluyen en intentos fallidos. El elenco de Madelón, por momentos frenético en su afán por llegar al área rival con argumentos elaborados, terminó víctima de su propia ansiedad, de una aceleración innecesaria que le impedía pausar, mirar y resolver con claridad, como si el apuro por concretar fuera más fuerte que el juicio necesario para hacerlo. En contraste, Mushuc Runa ofrecía, paradójicamente, un partido cómodo para ser explotado en ese sentido, pues careció de un mediocampo con capacidad de contención efectiva, presentando una línea de presión desarticulada que permitió a Unión instalarse con facilidad en terreno adversario, pero sin que eso se tradujera en verdadero peligro sostenido.
En medio del desconcierto general de un semestre opaco, apareció la serenidad y la eficacia de Rafael Profini (6), que le permitió ser el dominador absoluto de la zona media. Dueño de los tiempos, sobrio en la entrega y lúcido en la ubicación, ofreció una lección de equilibrio, ubicándose como punto de partida para cada avance y como primer ancla defensiva ante los intentos de transición del rival. Interpretó el juego, cortó líneas de pase y distribuyó con criterio un sostén táctico imprescindible, más aún cuando el equipo apostaba a un juego elaborado que requería de una base firme para no exponerse al contragolpe. Muy distinto fue el caso de Franco Fragapane (3), a quien el cuerpo técnico volvió a confiarle el carril izquierdo, acaso por inercia o por una falta de alternativas consistentes, pero cuya actuación volvió a dejar una sensación amarga. Su presencia en cancha durante los primeros 45 minutos fue insustancial, por momentos exasperante, marcada por una lentitud impropia de su rol y una desconexión general con el circuito ofensivo. No solo fue irresoluto en el uno contra uno, sino que, además, ofreció una versión apática, casi displicente, que alimentó el malestar de una hinchada ya cansada de esperar destellos de un jugador que alguna vez prometió ser desequilibrante. Si su rendimiento fue gris, el de Mauro Pittón (3), rozó lo preocupante: ratificado una vez más como titular por Madelón, quizás por su experiencia o por la expectativa de una redención que nunca llega, el hermano menor volvió a fallar en lo más elemental, mostrando una alarmante imprecisión con el balón en los pies, nula incidencia en la creación y una gestualidad que parecía reflejar su desconexión anímica con el partido. El divorcio con el hincha es total: la confianza que alguna vez gozó se ha evaporado, y hoy su nombre en el once genera más desconfianza que respaldo. Que Madelón insista en sostenerlo es una decisión cada vez más difícil de explicar desde lo futbolístico.
El plan de Mushuc Runa, ajeno a las formas más refinadas del juego pero sumamente consciente de sus limitaciones y virtudes, se articuló alrededor de una idea clara y repetida: resistir en bloque medio, cerrar los caminos interiores, y, a partir de una recuperación en el sector central, lanzar transiciones verticales con pocos toques y mucha agresividad, con el objetivo de imponerse en las segundas pelotas, zona donde el equipo de Almeida concentró buena parte de su esfuerzo físico y su apuesta táctica. No hubo en su propuesta ni veleidades estéticas ni vocación por el control territorial; todo se redujo a una ejecución pragmática y mecánica, por momentos rudimentaria, pero eficaz en la explotación de errores rivales. Fue precisamente en una de esas jugadas, nacida del caos del juego directo y de la falta de contundencia defensiva, donde el equipo ecuatoriano encontró un premio tan inesperado como inmerecido, cuando el reloj aún no había marcado una amenaza sostenida por parte del visitante.
El 1-0, obra de un Mushuc Runa que hasta ese momento había sido espectador de un dominio abrumador por parte de Unión, se gestó por el sector izquierdo del ataque visitante, allí donde Valentín Fascendini (3) improvisado como lateral, padeció más de lo que pudo disimular. Irrelevante en proyección ofensiva y vacilante en defensa, terminó por ser determinante en la acción del gol: quedó mal perfilado, sin agresividad para cerrar el avance ni respaldo suficiente para corregir su posición, lo que permitió que el centro llegara con comodidad desde una zona que, por el desarrollo previo del juego, debió haber estado mejor custodia. Lejos de mostrar el aplomo necesario para desempeñarse en una función que no le es natural, evidenció carencias técnicas y tácticas que lo desbordaron, y que dejaron expuesto a un equipo que hasta entonces había tenido control, pero no resguardo.
La acción se completó con otra falencia estructural, esta vez en el corazón del área: el centro, que cruzó con excesiva libertad toda la defensa, encontró a Caicedo más lúcido y más decidido que Nicolás Paz (3), quien, en una reacción tardía, no logró anticipar ni interferir la trayectoria del delantero, que definió con total libertad y descolocó a Thiago Cardozo (3), que resulta difícil explicar lo del arquero uruguayo. Cada vez que le llegan es gol. Da la sensación que no lo salva casi nunca. Cada pelota que va al arco es gol, independientemente si tiene o no responsabilidad. No salió a anticipar el disparo del atacante del Ponchito. Luego, no tuvo ninguna injerencia, porque Mushuc Runa atacó una vez y se llevó un pleno en Santa Fe. Porque lo cierto es que, por todo lo que había generado Unión hasta ese momento —desde el predominio territorial, las combinaciones ofensivas, las chances concretas, la presión tras pérdida— el marcador debía reflejar una diferencia categórica a su favor. No sólo no sucedió, sino que el castigo fue doble: recibió un gol en su mejor momento, por el costado más vulnerable, y por errores individuales que no admiten excusas. En esa paradoja reside buena parte del drama táctico de este equipo: juega bien, compite con nobleza, pero carece del filo necesario para herir y de la firmeza imprescindible para no ser herido.
En el segundo tiempo, Unión no tuvo demasiadas ideas y se quedó afuera de la Sudamericana
En cada uno de los análisis, hemos mencionado la parte física de este plantel. La etapa de preparación previa a la temporada fue completamente desaprovechada, en gran parte por la gestión de Cristian González. Este plantel llegó en un estado físico muy deficiente. A esto se suma que, durante todo el 2025, el plantel dirigido por el Kily apenas entrenaba entre 40 y 45 minutos por día, y además recibía días libres de manera habitual, sin haber demostrado esfuerzo o logros que justificaran dichos descansos. La falta de exigencia terminó pasando factura. Al partido frente a los ecuatorianos, el Tate llegó con mitad de plantel lesionados. El panorama exige una nueva pretemporada completa que permita recomponer tanto el aspecto físico como anímico del plantel, algo que ya era evidente desde la primera jornada del torneo, cuando se enfrentaron a Estudiantes en La Plata. En ese entonces, algunos medios que alertamos sobre la preocupante falta de funcionamiento e intensidad física fuimos señalados como tendenciosos o con intereses políticos, aunque el tiempo terminó confirmando aquellas advertencias. Unión perdió la intensidad que lo caracterizaba, mostrando una clara disminución en lo físico y también un bajón emocional como consecuencia de los malos resultados y la sensación generalizada de frustración. Este estado de ánimo afecta tanto al cuerpo técnico como a los propios jugadores, que no logran salir del círculo de decepción en el que están inmersos. En los partidos recientes, el equipo no logra sostener la intensidad durante los 90 minutos y termina «quedándose sin piernas» Esto refleja no solo una preparación física deficiente, sino también una planificación general fallida. El mercado de pases no aportó las soluciones necesarias; el técnico, que supo manejar con carácter el momento en que el club no podía sumar refuerzos por inhibiciones económicas —incluso con declaraciones fuertes presionando por mejoras—, terminó perdiendo el rumbo y desorientándose cuando tuvo finalmente la chance de incorporar jugadores para dar el salto de calidad prometido. Todo este cúmulo de errores y deficiencias ha deteriorado un aspecto que había sido un punto fuerte el año anterior: la solidez defensiva. Actualmente, Unión se muestra endeble en el fondo y muy poco contundente en ataque. La falta de eficacia en ofensiva es evidente, como lo expresó Leo Madelón: “Nosotros necesitamos crear 7 u 8 situaciones para convertir una”, y “si no movés la red del arco rival, te la termina moviendo el contrario en el tuyo”. Frases que resumen el presente de un equipo que se encuentra en una profunda crisis futbolística.
La segunda mitad del partido no fue solo el epílogo de una noche ingrata, sino el fiel reflejo de un proceso que, pese a los intentos por maquillar sus carencias con gestos tácticos o irrupciones individuales, naufraga semana a semana en una realidad que ya no admite excusas ni consuelos estadísticos: Unión transita uno de los semestres más pobres de su historia reciente, sin respuestas futbolísticas, sin solidez anímica, y con un plantel que, pese a la llegada de Leonardo Madelón y los retoques que intentó implementar, sigue sin encontrar un rumbo coherente. La primera señal de cambio llegó al inicio del complemento, cuando el entrenador, consciente del lastre que había significado el flojísimo rendimiento de Fragapane en la etapa inicial, decidió reemplazarlo por Lionel Verde (6) y con ello mutar el 4-4-2 hacia un 4-3-1-2 más audaz en intención, como enganche natural, flotando entre líneas y tratando de oxigenar un mediocampo que, hasta ese momento, carecía por completo de creatividad. Y lo cierto es que el juvenil respondió con argumentos que invitan a pensar en un horizonte más auspicioso, al menos desde lo individual. Con una lectura distinta, con esa capacidad de ver el juego en su dimensión espacial más que en la inmediatez del pase, ofreció chispazos de talento, como esa maniobra individual que quebró una doble marca y terminó en una definición apenas desviada, o el remate de media distancia que rozó el palo y levantó al público en una de las escasas aproximaciones del segundo tiempo. Si bien aún comete errores propios de la juventud —una que a veces lo empuja a elegir la jugada más vistosa por sobre la más eficaz—, lo suyo fue una excepción honrosa en medio de un bloque colectivo que volvió a naufragar en la falta de ideas y en el empobrecimiento progresivo del volumen de juego.
A diferencia del primer tiempo, donde Unión había dominado territorialmente y mostrado intenciones asociativas claras, el complemento se tornó más parejo, aunque no por mérito del rival, sino por la caída del propio Unión en la precisión y en la convicción. Perdió prolijidad, resignó el control del balón y pasó, de manera casi inconsciente, a refugiarse en un plan de contragolpe que jamás supo ejecutar con claridad. El descenso en la calidad de las conexiones, sumado a la dificultad para encontrar líneas de pase interiores, desnudó una de las falencias estructurales más repetidas de este ciclo: la total ausencia de juego interno. Todo volvía a recargarse por el costado derecho, donde Mateo Del Blanco insistía con nobleza, pero sin el acompañamiento necesario, mientras que Mushuc Runa, sin modificar su plan inicial, seguía aguardando con paciencia los errores no forzados del rival y apostando, como desde el minuto uno, a la segunda jugada tras un despeje largo o a los movimientos de Tapiero como eje de la transición.
La resignación empezó a notarse no solo en el campo, sino también en las tribunas del 15 de Abril, que bajaron su intensidad al ritmo de los errores del equipo. La gente acompañó con murmullos la pérdida de ritmo, de lucidez, de ingenio. A falta de media hora para el cierre, Madelón buscó aire fresco con el ingreso de Diego Armando Díaz (-), quien, fiel a su estilo, volvió a generar una ocasión a partir de su intuición y desequilibrio individual, aunque su remate fue neutralizado por Formento, que respondió con firmeza. Luego, en un intento desesperado por empujar al equipo hacia adelante, el entrenador decidió sacar a Nicolás Paz —cuyo rendimiento había sido, por decir lo mínimo, deficiente— e incorporar a Marcelo Estigarribia, para cambiar el esquema nuevamente hacia un 4-3-3. Pero el resultado fue aún más preocupante: el Chelo, sin confianza ni ritmo, desperdició un centro ideal de Díaz al fallar un cabezazo sin marca, simbolizando en una sola acción la falta de contundencia de un equipo que genera poco y concreta aún menos.
El debut de Tomás Lavezzi, a los 40 minutos, llegó más como gesto simbólico que como variante real. Reemplazó a un Lucas Gamba de bajo impacto, que, no obstante, fue el delantero más inquieto gracias a sus diagonales y su voluntad por ofrecerse como descarga, aunque sin ninguna jugada de real peligro. Realizó una buena maniobra individual, abriendo hacia la derecha, la proyección de Francisco Gerometta y el centro que terminó en cualquier lado. En tiempo de descuento, Franco Pardo (5) —de tibia actuación— se proyectó y ensayó un remate que se fue cerca, y fue esa la última llama de un equipo cuya ilusión se consumía a la par del reloj. Luego llegó el pitazo final y, con él, los silbidos, la reprobación y ese silencio amargo que solo interrumpen las decepciones que ya no sorprenden. Lo de Unión en este semestre ha sido, sin rodeos, impresentable. Último en su zona del Torneo Apertura, con serias posibilidades de cerrar también en el fondo su participación en la Copa Sudamericana, sin cohesión táctica, sin una línea de juego reconocible, y con una serie de decisiones técnicas y estratégicas que no han dado resultado. Ni la llegada de Madelón, figura entrañable en la historia reciente del club
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