Unión sabe volver fácil a su realidad

Debo confesarles algo. Cuando Unión le ganó a Gimnasia de La Plata, estaba a punto de redactar un comentario que sinceramente me avergonzaría compartir ahora, sobre todo al ver cómo las circunstancias fueron cambiando. En ese momento, me sentía inclinado a admitir que me había equivocado en mis declaraciones sobre Leonardo Madelón. Al principio, cuando su nombre se mencionó por cuarta vez en el horizonte tatengue, fui muy crítico. Pensaba que era una apuesta sin futuro, que no era el hombre adecuado para llevar a Unión a una nueva dimensión. Sin embargo, a medida que los resultados comenzaban a llegar, me encontré en una encrucijada, pues, con poco más que lo que tenía a su disposición, parecía ir escalando posiciones, acercándose a la clasificación entre los mejores ocho de la Copa de la Liga, con tres victorias en condición de visitante, suceso que se dio solamente dos veces en los últimos 25 años, y alejándose lentamente de la zona del descenso. Por un momento, pensé que me había equivocado, que Madelón había encontrado la fórmula para superar las expectativas y guiarnos a un mejor futuro. Pero no, no me equivoqué. Hoy, 10 de octubre de 2025, no dudó en reafirmar mi postura: Madelón, por más que haya dado alguna satisfacción aislada, no es el entrenador para llevar a Unión a la grandeza. Sigo sosteniendo que es un técnico de mitad de tabla, que podría ocasionalmente clasificarlo a una copa internacional, pero nada más. No es un entrenador con el que se pueda confiar para pelear un campeonato, y lo que ocurrió recientemente contra Central Córdoba expuso, de manera dolorosa, la falta de carácter y consistencia del equipo. La derrota por 3-1 es un reflejo de las falencias recurrentes de un equipo que, cuando más se lo necesita, se desinfla, se desarma, y deja con la sensación de impotencia constante. Me pregunto, con todo el derecho que me da haber sido testigo de demasiadas caídas y frustraciones, ¿Cuándo será el día en que Unión se anime a dar ese famoso salto de calidad que todos estamos esperando, ansiosamente, y que parece estar siempre fuera de nuestro alcance? No es una simple aspiración de los hinchas ni un sueño etéreo de los periodistas: es una meta concreta, un desafío que debe ser asumido por la institución con toda la convicción del mundo. Y sin embargo, el paso parece más lejano con cada temporada que pasa, más difuso, más difícil de tocar. Y la pregunta se impone: ¿por qué? ¿Por qué, cuando parece que da un paso hacia adelante, acaba dando dos hacia atrás? ¿Por qué, cuando está al borde de la gloria, siempre parece encontrar una barrera invisible que lo frena? La respuesta no es simple, ni lo será jamás. Pero si el mensaje central de la institución sigue siendo «sumar puntos para escaparle al descenso», entonces no hay mucho más que analizar, porque ese tipo de mentalidad no sólo limita, sino que termina anulando cualquier intento de crecimiento, de progreso real. Y no estoy hablando de un discurso motivacional vacío o de ilusiones; estoy hablando de una cuestión de mentalidad, de cultura futbolística. En la vida, y en el fútbol no es la excepción, cuando uno se concentra únicamente en sobrevivir, en mantenerse a flote, en evitar lo negativo, lo que termina sucediendo es que las posibilidades de ascender y de crecer se vuelven casi nulas. Es la famosa ley universal de atracción: si uno solo se concentra en lo que no quiere, en este caso el descenso, lo que atrae es precisamente aquello que más se teme. Es como si la mente, inconscientemente, se conformará con la mediocridad, con la lucha por evitar lo peor, en vez de enfocarse en lo que realmente importa: el desafío de ser mejor cada día, el deseo de alcanzar lo más alto, de competir con los grandes. Y esta no es una cuestión nueva en Unión, ni mucho menos. Es una historia repetida, una especie de bache que el club parece no poder superar. Históricamente, siempre que estuvo en una situación prometedora, cuando estuvo a un paso de lograr algo grande, algo que podría haber marcado la diferencia en su historia, siempre acabó tropezando. Recuerdo aquel momento cuando, tras derrotar a Gimnasia en La Plata en una noche histórica, con la tristeza de la muerte de Rodrigo, el equipo se encontraba solo en lo más alto del campeonato, faltando cinco fechas para el final. Y, sin embargo, como si la presión de la situación fuera más fuerte que el propio deseo de continuar ganando, el equipo perdió todo. Siempre esa sensación de «faltar cinco para el peso», como si, en el momento clave, el equipo se desinfla, como si algo lo frenara. La presión, la necesidad de ser grande, parece siempre ser más grande que el propio deseo de lograrlo. Y la pregunta que surge de todo esto es: ¿Por qué no se puede dar ese golpe de autoridad, esa demostración de que el equipo está listo para dar el siguiente paso? La derrota frente a Aldosivi, el peor equipo del campeonato, uno de los más flojos, que no había ganado ni un solo partido, termina siendo otro episodio frustrante en esta interminable novela de oportunidades desperdiciadas. Aldosivi venía de una crisis profunda, de ser visitado por su barra brava, y logró sumar tres puntos fundamentales en un estadio donde históricamente a Unión le cuesta. ¿Por qué, cuando los rivales llegan en su peor momento, no se puede aprovechar la oportunidad de oro? ¿Por qué, cuando parece que la oportunidad está al alcance de la mano, siempre se termina tropezando? La respuesta es compleja y escapa a un análisis técnico inmediato, porque hay algo más profundo que sigue sin resolverse: una cuestión mental, un freno invisible, algo que parece imponerse cada vez que se está a un paso de dar el gran salto. El equipo no puede gestionar la presión de estar arriba, de estar en la lucha por algo más que por la simple supervivencia. Cuando parece que está listo para demostrar que tiene lo necesario para ser un contendiente serio, siempre se cae, siempre se desinfla. Y eso es lo más desconcertante. Cuando el equipo tiene los recursos para lograrlo, cuando tiene jugadores de calidad y un cuerpo técnico con experiencia, ¿por qué siempre le falta ese «algo» que lo catapulte? Unión necesita un cambio radical, no solo en el estilo de juego, sino en la mentalidad colectiva del club. El mensaje debe ser claro: no se trata solo de sumar para escapar del descenso, no se trata de vivir al borde de lo peor, sino de aspirar a más. De pelear por los primeros puestos, de competir con los grandes, de pensar en el campeonato, en la excelencia, no en sobrevivir. Porque si seguimos con esta mentalidad, si no se exige más, lo que vamos a vivir es un ciclo constante de mediocridad, en el que, como en tantas ocasiones, el club se conforma con lo mínimo necesario. Es hora de que Unión, finalmente, se anime a ser grande. Ya no es solo cuestión de nombres, de historia, ni de títulos acumulados. La grandeza de un club se construye con mentalidad, con ambición, con la capacidad de ser competitivo. La hinchada, que siempre fue el motor, también tiene que hacer su parte: exigir más, no conformarse con la mediocridad, empujar al equipo a ser mejor. La hinchada tiene que ser la primera en no tolerar la mediocridad, en demandar lo mejor de cada jugador, de cada técnico, de cada dirigente. Porque lo que ocurre dentro del campo, al final, es un reflejo de lo que ocurre fuera de él. Si la hinchada no exige, si se conforma con poco, el resultado solo será un ciclo vicioso que nunca llevará a Unión a ser lo que merece. Así que la gran pregunta sigue en pie: ¿Cuándo va a dar ese paso hacia la grandeza? El salto no se mide solo en victorias o en puntos; se mide en la capacidad de cambiar la mentalidad, de dejar atrás esa sensación de mediocridad. Unión debe aprender a gestionar la presión de estar arriba, no sólo en términos futbolísticos, sino en términos mentales, en la confianza que cada jugador debe tener en sí mismo y en sus compañeros. El verdadero desafío está en construir un equipo ambicioso, con hambre de gloria, que no se conforme nunca más con lo mínimo. El verdadero reto está en pensar en grande.

En solamente cuatro partidos, casi sin que nadie pudiera preverlo del todo, Unión experimentó una transformación alarmante, que excede lo meramente futbolístico y se extiende a todos los aspectos del equipo. Pasó de ser un conjunto que se mostraba comprometido, que metía con intensidad en cada pelota dividida, que corría ordenado, que ganaba las segundas jugadas y que, por momentos, hasta intentaba jugar con criterio, a convertirse en algo completamente distinto, casi irreconocible. Esa versión sólida y competitiva se desdibujó por completo, al punto tal que el equipo no solo dejó de mostrar entrega y orden, sino que también comenzó a fallar desde lo táctico, cometiendo errores groseros de posicionamiento, desconectado entre líneas y sin una idea clara de juego. En medio de este panorama, lo más preocupante es que no se trata de una caída puntual o de una mala racha pasajera, sino de un derrumbe progresivo que dejó a Unión peligrosamente expuesto: restan solo 12 puntos en juego y la tabla aprieta cada vez más, con Unión a apenas ocho unidades del descenso, un margen que se vuelve aún más frágil si se considera que San Martín de San Juan, uno de los dos equipos que se estaría yendo al descenso, ya le ganó 1-0 a San Lorenzo antes de que Unión siquiera jugará su partido. El margen de error se reduce dramáticamente. En su momento de mayor estabilidad y buenos resultados, Leonardo Madelón no dejaba de hablar del descenso, incluso cuando parecía que la situación ya estaba controlada, como si una parte de él supiera que esa amenaza nunca desaparece del todo. Tal vez por eso, al volver a mencionar el tema con insistencia en estos días, parece que, como una profecía autocumplida, se volvió a atraer esa mala energía, ese karma que parece inherente al club. Unión, como tantas otras veces, vuelve con una facilidad pasmosa a su realidad más cruda, a ese lugar incómodo donde la urgencia se impone y los márgenes se estrechan. Y esa realidad, aunque dolorosa, es también el reflejo de decisiones estructurales que hace años no logran sacar al club del ciclo de la mediocridad. Este presente deportivo es, sin medias tintas, la consecuencia directa de armar planteles con jugadores descartados por otros equipos, con apuestas a corto plazo y sin una planificación sostenida en el tiempo. La política en los mercados de pases, lejos de apuntar a jerarquizar el equipo, muchas veces se basa en apuestas de bajo costo que pocas veces ofrecen resultados concretos. Todo eso va sumando. Todo eso pesa. Cuando Luis Spahn ganó las elecciones, lo primero que hizo fue relativizar el mal momento hablando de «mala suerte», como si los resultados adversos no fueran el producto de decisiones mal tomadas, sino de una racha injusta que tarde o temprano se revertiría. Aseguró que Unión tenía dos jugadores por puesto, que se había invertido mucho dinero —4,5 millones de dólares— y que esa inversión debía traducirse en un salto de calidad que, con el paso del tiempo, nunca llegó. La realidad es que, más allá de las palabras, el rendimiento colectivo fue muy pobre. El equipo terminó último en la Liga Profesional, último también en su grupo de la Copa Sudamericana (y con ello, eliminado prematuramente del certamen internacional). La situación no admite dobles lecturas y merece ser abordada con urgencia y responsabilidad. Spahn, aunque revalidó su mandato en las urnas, no puede desoír el malestar que se percibe en la calle, en las tribunas y en las redes sociales. El mal humor popular se expresa ya sin filtros, incluso en insultos abiertos hacia la Comisión Directiva. En ese contexto fue que recurrió nuevamente a Leonardo Madelón, un técnico que ya probó su temple en escenarios similares, una suerte de piloto de tormentas con la experiencia y la espalda necesarias para absorber la presión y blindar al plantel. Pero por más espalda que tenga el entrenador, los que salen a la cancha son los jugadores, y son ellos los que deberán asumir la responsabilidad que les toca. Ahora, lo único que queda es la patriada de defender a como dé lugar el lugar en la máxima categoría del fútbol argentino. No es la primera vez que Madelón es convocado en un momento delicado. Ya lo fue en la temporada 2016-2017, luego que Pablo Marini haya dejado su cargo habiendo dirigido apenas nueve cotejos. Su renuncia se dio luego de la caída sin atenuantes 3-0 ante Independiente. En ese momento, Luis Spahn habló sobre descontinuar el proceso. A diferencia de hace nueve años, el equipo estaba incluso más comprometido en la tabla de promedios, una tabla que hoy ofrece cierto respiro, pero que en aquel entonces asfixiaba sin remedio. Fue en ese contexto que se armó un equipo pensando exclusivamente para sobrevivir, una estructura basada en nombres que llegaron con la misión clara de evitar el descenso. Aquella vez desembarcaron jugadores como Damián Martínez, Jonathan Bottinelli, Yeimar Gómez Andrade, Franco Fragapane y Diego Zabala, entre otros. Con ellos, Unión arrancó este torneo con la soga al cuello, pero con el correr de las fechas fue encontrando respuestas, consolidando una idea de juego y ganándose el respeto del fútbol argentino, hasta que esa epopeya culminó con la histórica clasificación a la Copa Sudamericana, sellada la noche inolvidable del gol de Franco Soldano frente a Independiente. La diferencia ahora es que, aunque el cuadro de situación puede parecer similar en cuanto al dramatismo, el desenlace es todavía un misterio y nadie se atreve a anticipar si esta vez habrá final feliz o no. Uno quiere creer que sí, porque a diferencia de Unión, hay equipos mucho peores que el Tate. Porque si algo ha demostrado el fútbol —y Unión lo sabe mejor que nadie— es que no alcanza con las gestas pasadas para garantizar el presente. Todo está por escribirse, y la tinta con la que se lo hará puede terminar siendo sangre, sudor o gloria. La sensación que genera Unión en estos últimos cinco partidos es una mezcla de enojo, bronca, decepción, dolor y frustración, una combinación que cala hondo en el hincha, que más allá del resultado final, ve cómo el Tate se va desmoronando ante sus ojos, en la recta final. Y sí, incluso el partido con Gimnasia en La Plata entra dentro de esa ecuación, porque ya en el primer tiempo hubo señales claras de que algo no andaba bien, a pesar de que esos 15 minutos iniciales fueron un destello de lo que podría haber sido. Tres goles en tan poco tiempo parecía que esos 15 minutos iniciales fueron un destello de lo que podría haber sido. Una reacción positiva después de un comienzo complicado, pero esa chispa se apagó rápidamente, como si fuera una ilusión fugaz. Y la realidad, lamentablemente, es que lo que sentimos no tiene que ver solo con un mal resultado; ganar es importante, claro, pero lo que está en juego aquí es mucho más profundo. Es el desencanto, es el dolor de ver cómo pierde, y pierde de la peor manera posible: resignado. Lo que realmente enferma a cualquier hincha de Unión es ver a su equipo perder con esa sensación de rendición. No es solo el hecho de caer ante un rival, por más doloroso que eso sea. Lo que realmente duele es ver la resignación en el rostro de los jugadores, la falta de rebeldía, la incapacidad de siquiera intentar dar vuelta la situación. La derrota no es lo que más molesta, lo que realmente hiere es la falta de carácter, la falta de vergüenza deportiva, la sensación de que ya nada importa. Es como si el equipo estuviera dispuesto a perder con cualquiera, incluso ante un rival que no tiene ni la más mínima relevancia, como Central Córdoba y lo peor de todo es que parece que no pasa nada. El club sigue, la vida sigue, pero en el fondo, nadie parece sentirse verdaderamente responsable de la situación. Nadie parece tomar las riendas de la reacción necesaria. Están inmersos en una etapa verdaderamente oscura, donde todo parece estar al borde de un colapso total. Los errores se repiten una y otra vez, como un ciclo del cual parece imposible escapar. Los rendimientos individuales son deplorables y las derrotas se acumulan de forma desesperante. El prestigio de Unión, un valor que tanto se forjó con esfuerzo y sacrificio, se va diluyendo ante los ojos de todos, regalado de manera irresponsable por aquellos que deberían defenderlo a capa y espada. Y lo peor es que no se percibe ningún tipo de cambio sustancial, ninguna actitud renovada que dé esperanza a los hinchas. Cada partido parece ser más de lo mismo, y ese estancamiento, esa sensación de que todo sigue igual aunque se sumen derrotas, es lo que más lastima. Nadie parece capaz de reaccionar ante esta realidad, como si todo se estuviera perdiendo en una espiral descendente de la cual no se encuentra salida. Es imposible no sentirse impotente ante tanta frustración, ante tanta falta de respuestas. El hincha está dolido, está cansado, y lo peor es que no sabe a quién apuntar. El dolor y la frustración se multiplican porque, como hinchas, lo que más duele es ver cómo algo que antes tenía sentido, algo que llenaba de orgullo, hoy se ha convertido en un cúmulo de incoherencias y mediocridades. No estamos hablando de un equipo que, simplemente, no puede ganar, sino de uno que parece haberse rendido a su destino, que parece estar condenado a seguir el mismo camino sin siquiera intentar cambiarlo. Y es que, en estos últimos partidos, lo que más se nota es esa falta de lucha, de ganas, de ese «algo más» que debería salir a flote cuando las cosas no están saliendo bien. La imagen de un equipo abatido, con la cabeza gacha y sin la menor intención de dar pelea, es lo que más irrita. Porque no se trata solo de ganar, sino de cómo se pierde. Y perder de esta manera, con tan poca dignidad, es lo que más cuesta aceptar.

Cada partido que pasa es una oportunidad perdida, una chance de rectificar el rumbo que no se toma. Es como si el equipo estuviera atrapado en un bucle, repitiendo los mismos errores una y otra vez, sin que nadie encuentre la manera de detener esa caída libre. Y la gente, el hincha, está cada vez más harta de ver cómo el club pierde prestigio a pasos agigantados, cómo esa identidad de lucha y de carácter, que alguna vez definió al equipo, se va diluyendo lentamente. Lo que en su momento era sinónimo de garra y compromiso hoy se ha transformado en un vacío profundo, una ausencia de personalidad y de fuerza colectiva. Y es esa falta de reacción la que más desespera. El hincha no pide milagros, no exige victorias heroicas, pero sí necesita ver una reacción, aunque sea pequeña. Necesita sentir que el equipo todavía tiene algo por lo que pelear, algo por lo que defenderse, algo por lo que mostrar que, al menos, se está luchando por un futuro mejor. Y lo que está viendo es justo lo contrario: jugadores que parecen conformarse con su destino, técnicos que no logran revertir la situación, directivos que parecen ausentes y, sobre todo, una hinchada que ya no sabe qué más hacer para que alguien, en el club, se haga cargo de este vacío. El hecho de que los errores se repitan de manera tan sistemática hace pensar que algo más profundo está fallando. No son cuestiones aisladas, no es un mal partido o una racha negativa; es un patrón, una forma de operar que está fallando en todos los niveles. Los rendimientos individuales siguen siendo bajos, los equipos contrarios ya nos conocen y nos juegan con una facilidad alarmante, y la sensación de impotencia crece con cada nueva derrota. En algún punto, parece que el club está perdiendo la capacidad de generar esa «antifútbol», esa actitud de incomodar al rival, de ser una piedra en el zapato, de generar incomodidad, de hacer sentir que Unión, aunque pierda, siempre va a dejar hasta la última gota de sudor en la cancha. Hoy, ese espíritu se ha esfumado. Y, entonces, se va encontrando en este momento oscuro, donde los errores se acumulan sin que nadie logre corregirlos, donde las derrotas se vuelven cada vez más difíciles de digerir, porque no hay signos de cambio, de reacción, de esperanza. El hincha empieza a perder la paciencia, porque ya no basta con esperar que la suerte cambie, que el equipo «se despierte» de golpe. Hay una necesidad urgente de ver un cambio, pero no es un cambio superficial o decorativo. No basta con cambiar una pieza del equipo o hacer una modificación táctica. Lo que se necesita es una transformación profunda, un cambio de mentalidad, una actitud renovada de parte de todos los que componen el club: jugadores, cuerpo técnico, dirigentes y, sobre todo, la hinchada. El prestigio que tanto se ganó, esos momentos que nos hicieron sentir que estábamos entre los más grandes, hoy parecen ser solo recuerdos lejanos. La historia del club, esa que siempre se invoca en momentos como este, se siente distante, como si fuera un recuerdo de un tiempo mejor. Y la gente, la que sigue fiel a pesar de todo, empieza a preguntarse: ¿Qué le pasó a Unión? ¿En qué momento se olvidó de la identidad, de esa esencia que lo hacía diferentes? La preocupación ya no es solo el descenso, sino la sensación de que lo más doloroso sería caer sin lucha, sin haber dado todo lo que el club significa. Está ante una encrucijada, y la única salida posible es encontrar, de una vez por todas, esa chispa que encienda la reacción, ese espíritu que nos haga volver a creer. Porque, más allá de la bronca, del dolor y la frustración, lo que queda es la esperanza de que esto pueda cambiar. El hincha de Unión no pide que se ganen todos los partidos, pero sí pide que, al menos, se juegue cada uno como si fuera una final, con todo lo que eso implica: corazón, lucha, y sobre todo, respeto por la camiseta. Y es que, en el fondo, no se trata solo de ganar o perder, sino de cómo hacerlo. Y hoy, la sensación es que Unión está perdiendo mucho más que partidos. Está perdiendo el rumbo, y eso es lo que más duele.
Es urgente, casi una necesidad inminente, que Unión comience a mejorar de forma radical. Este mensaje debe ser escuchado por todos los involucrados, tanto por los futbolistas como por el propio Leonardo Madelón. No se puede seguir con esta dinámica, este ciclo negativo de derrotas y frustraciones. Es hora de que el club reaccione de una vez por todas, que se termine de una vez por todas con esta espiral descendente que ya parece no tener fin. No se puede seguir conviviendo con tantas derrotas que, a lo largo de todo este 2025, se han acumulado como una pesada carga emocional. Cada competencia que se disputa, cada expectativa que se genera, solo termina dejando un sinsabor aún mayor, y esto ya se está volviendo insoportable. Unión quedó fuera de la Copa Sudamericana, una competición que despertaba esperanzas de hacer una campaña digna, de lograr algo que le permitiera ilusionarnos. Pero no solo eso: también quedó fuera de la Copa Argentina, otra oportunidad para mostrar que este equipo tenía algo para pelear ante River, que le jugó de igual a igual, pero la suerte en los penales le fue esquiva. A esto se le suman los fracasos en la Liga, donde bajo la conducción de Kily González, terminó último en todas las competencias que disputó. Esa es la cruda realidad que está viviendo, y cuesta asimilarla. Ya no se trata solo de una temporada mala, sino de una serie de fracasos que se encadenan y que nos hacen preguntarnos en qué momento dejó de ser competitivos. Hoy, lo único que puede maquillar este 2025 tan desastroso es lograr una clasificación entre los mejores 8 de la Liga. Aunque esto, por ahora, suena como un sueño lejano, como una esperanza difusa, hay que reconocer que esa es la única manera de que la temporada tenga algún tipo de redención. Y es cierto, en este momento, cuando no se rescata absolutamente a nadie dentro del equipo, esta meta parece más un deseo irreal que una posibilidad concreta. Los síntomas de la crisis son tan evidentes que es difícil encontrar algo positivo que resaltar. Algunos aspectos del equipo son comprensibles, otros simplemente no lo son. Lo que realmente falta en este plantel es espíritu, ese intangible que hace la diferencia cuando las cosas no salen bien, esa capacidad de superar las adversidades y de ponerse el equipo al hombro. Hoy, los jugadores parecen estar mentalmente bloqueados. Hay una desconexión total entre lo que intentan hacer y lo que realmente logran en la cancha. El factor anímico juega un papel fundamental en este presente: jugadores sin confianza, que no se atreven a arriesgar, que no se comprometen con el juego ni con el equipo. Esa falta de atrevimiento se ve reflejada en cada jugada. Nadie se anima a gambetear, nadie se hace cargo del equipo ni se muestra como un líder dentro del campo. La pelota, que debería ser el centro de su existencia, parece tener miedo de llegar a los pies de los futbolistas. Nadie se hace dueño de ella, nadie asume la responsabilidad de crear jugadas, de hacer algo distinto. Y lo más grave es que todos parecen esperar que el compañero de al lado sea quien resuelva todo, sin que ninguno se haga cargo de la situación. Falta pasión, falta ese fuego interior que debería ser una característica natural de cualquier jugador de Unión. Hoy parecen estar cómodos, como si ya no tuvieran esa hambre de gloria, esa necesidad imperiosa de mejorar y de dejarlo todo por el club. Y esto no es una simple observación, sino una realidad que se ve en cada partido. El equipo ha perdido esa esencia de lucha y sacrificio que lo definía. En este contexto, la hinchada también ha jugado un papel importante. En épocas pasadas, cuando el equipo no rendía a la altura, el murmullo de los hinchas era constante, y los reproches no se dejaban esperar, incluso cuando los jugadores ganaban. El “paladar negro”, ese ideal de fútbol que marcaba la exigencia del hincha, prevalecía sobre cualquier resultado. Hoy, en cambio, los tiempos han cambiado. El hincha de Unión, por supuesto, sigue exigiendo, pero también ha aprendido a alentar más y reprochar menos. Si bien es cierto que pueden haber silbidos al finalizar una derrota, hoy el hincha parece ser más paciente y menos propenso a las críticas furiosas. Eso es algo positivo, algo que debería agradecerse. Sin embargo, esto no puede ser un pase libre para que los jugadores se relajen o abusen de esa paciencia. La tolerancia tiene un límite, y la hinchada no se debe dar por vencida en su derecho a exigir lo mejor de su equipo. Y aquí es donde entra el papel de Leonardo Madelón. Hoy, el entrenador de Unión es el máximo responsable de este momento negativo. Si bien su conocimiento sobre el club y su capacidad para lidiar con situaciones complejas lo hacen un hombre experimentado, también es cierto que el equipo está demostrando que, en este contexto, su mensaje no está llegando de la manera correcta. Madelón tiene la espalda suficiente para trabajar tranquilo, para seguir al mando del equipo, pero la pregunta es si este modelo sigue siendo el adecuado. El entrenador sabe mejor que nadie cómo son las cosas en el club, conoce los desafíos, pero también debe asumir que el rendimiento del equipo no está a la altura de las expectativas, ni de la historia ni del momento que atraviesa Unión. Es cierto que, a pesar de todo, Madelón mantiene una base de apoyo importante dentro del hincha, una base que lo respalda y que aún cree en su capacidad. Sin embargo, este respaldo ya empieza a perder fuerza. Las críticas hacia su trabajo han aumentado, y lo que antes era impensable —el cuestionamiento de su labor— hoy se ha vuelto una constante en el día a día del club. A pesar de ello, el entrenador sigue siendo el único que recibe ovaciones, el único que mantiene ese crédito intacto entre la hinchada. Pero también es verdad que este crédito no es infinito. Los hinchas saben que este fútbol argentino tan deteriorado permite que cualquier equipo, por muy mediocre que sea, pueda pelear por un campeonato, como lo demuestra el ejemplo de Platense. Hoy, el equipo está penúltimo y lejos de mostrar una mejoría, pero sigue con aspiraciones de salir adelante. Y esa es una lección que Unión no puede ignorar: si Platense, con sus limitaciones, logró pelear hasta lo último el semestre pasado, ¿por qué no podría Unión encontrar un resquicio para revertir esta situación tan compleja? La respuesta, probablemente, está en la actitud. En un cambio profundo de mentalidad, en la búsqueda de la identidad que se ha perdido, y en la capacidad de dar un golpe de timón que devuelva a Unión a los primeros planos. Si eso no sucede, si no se reacciona con urgencia, las consecuencias serán aún más graves. Y la historia no perdona.
El sentido minuto de silencio por Miguel Ángel Russo
Antes de que el partido diera comienzo, el ambiente se llenó de solemnidad con un homenaje cargado de sentimiento, dirigido al recuerdo y la figura de Miguel Ángel Russo, quien había partido de este mundo poco tiempo antes. Fue un acto que, más allá de su valor simbólico, resaltó algo mucho más profundo: la dignidad y el respeto hacia una persona que, en la cultura en la que vivimos, a menudo se ve olvidada, desechada, como si lo viejo y lo enfermo fueran temas de los que hay que apartarse rápidamente, como si se tratara de algo incómodo de afrontar. En una sociedad donde el tiempo parece condenar a los más experimentados a la invisibilidad, y donde los que luchan con enfermedades son apartados de la vida pública o del foco de atención, este acto fue, por el contrario, una declaración rotunda en favor de la memoria, la generosidad y el respeto. Lo que hizo Boca, y en particular su presidente, Juan Román Riquelme, fue todo lo contrario a la costumbre. En un mundo donde, por lo general, los grandes protagonistas caen en el olvido cuando la adversidad los golpea, siendo eliminados del mapa de un plumazo, en este caso la situación fue distinta. Riquelme cumplió el sueño de Russo: darle la oportunidad de disfrutar de su pasión, el fútbol, hasta su último aliento, hasta su último día de vida. Y, de alguna manera, el homenaje no solo consistió en palabras, sino en hechos concretos que permitieron al técnico vivir sus últimos momentos en su hábitat natural, rodeado de jugadores, respirando el aire fresco de la cancha, impartiendo su sabiduría y dejando una huella en todos aquellos que tuvieron la suerte de compartir con él los últimos días de su carrera. Miguel Ángel Russo se fue de este mundo en paz, en el lugar que más amaba, haciendo lo que mejor sabía hacer: enseñar, liderar, y sobre todo, disfrutar del fútbol en su esencia más pura. Es cierto que las imágenes finales de su salud deteriorada resultaron dolorosas. Verlo caminar lentamente, con esfuerzo, no era fácil, y esas escenas tocaban el corazón de quienes lo admiraban. Sin embargo, lo más importante no es quedarnos con esas fotos desgarradoras, sino recordar la película completa de una vida que fue mucho más que una lucha contra la enfermedad. Miguel Ángel Russo vivió de manera plena, con una visión del fútbol y de la vida que lo llevó a ser una figura entrañable tanto en su rol de técnico como en su relación con sus jugadores. Fue un estratega brillante, capaz de sacar resultados sobresalientes con equipos modestos y, a su vez, conquistar grandes títulos con clubes de primer nivel, como Rosario Central y Boca. Su legado no solo está compuesto por las vueltas olímpicas que logró, sino también por su capacidad para formar seres humanos dentro y fuera del campo. Porque Russo no solo enseñaba fútbol, sino que enseñaba valores, respeto, y disciplina. En un fútbol cada vez más lleno de discursos vacíos y paracaidistas que, con tablets lujosos y métricas en mano, se presentan como expertos sin tener el conocimiento profundo y la autenticidad que caracteriza a los grandes, Miguel Ángel Russo se mantenía firme como un verdadero docente. Un hombre cuya visión del fútbol no era sólo táctica, sino también humana. Sabía leer el juego como pocos y, lo más importante, sabía enseñar a sus jugadores a leer la vida. En una época en la que el fútbol parece estar invadido por expertos fríos, despersonalizados, que en su afán de buscar resultados a toda costa olvidan el lado humano del deporte, Russo representaba la antítesis. Era un técnico en serio, que entendía la importancia de formar personas antes que futbolistas, un ser generoso, sabio, que dejó su marca en todos aquellos que tuvieron la suerte de aprender de él. Cuando su carrera estaba llegando a su fin, su aspecto ya no era el mismo, su salud se había visto afectada, pero Russo nunca se escondió. Y lo más significativo de todo esto es que Boca tampoco lo invisibiliza. Al contrario, le dio la oportunidad de cumplir su último sueño: dirigir en el Mundial de Clubes de ese año. A pesar de caminar lento, de hacer un esfuerzo enorme por estar a la altura, nunca se quejó. Y ese coraje, esa resistencia, esa capacidad de darlo todo hasta el último aliento, hicieron que su legado se hiciera aún más épico, más admirable. Contra todo pronóstico, su historia se tornó más grandiosa, no solo por los títulos que consiguió, sino por la forma en que vivió su último tramo, enfrentando el sufrimiento con dignidad y sin perder el rumbo de lo que más amaba: el fútbol. En este mundo en el que lo viejo se descarta, donde la sociedad parece que no tiene espacio para aquellos que ya han dado todo, Boca acompañó a Miguel Ángel Russo hasta el último día. Le permitió decidir cómo quería vivir su final, lo respetó hasta el final. Y esa última imagen de Russo, dentro de una cancha, cerca de la pelota, rodeado de jugadores que lo respetaban profundamente, es una lección para todos nosotros. Porque en una sociedad donde los viejos son tratados como si sobraran, como si fueran un lastre, donde se les arrea y se les castiga cuando alzan la voz, la historia de Miguel Ángel Russo es un recordatorio poderoso de la dignidad que todos los seres humanos merecen, sin importar su edad o su condición.
Madelón cambió para que nada cambie
Por primera vez desde su regreso al Tate, Madelón tomó la decisión de realizar un cambio táctico significativo que sorprendió a muchos. El Francés, quien hasta el momento había mantenido un esquema táctico clásico del 4-4-2, decidió abandonar esa formación que le había dado rendimientos positivos en las primeras cinco fechas y que, si bien era elástica y eficiente, ya no parecía ajustarse a lo que él buscaba para sus dirigidos. Buscó aprovechar mejorar sus recursos y fortalecer ciertos aspectos del juego. En este sentido, uno de los cambios más importantes fue la incorporación de Augusto Solari (3) en el lugar de Julián Palacios. Uno podría pensar que la decisión podía sorprender a algunos, pero no fue así. Tenía un fundamento claro. Según las palabras del propio jugador, durante una charla con Madelón, el ex Racing le expresó al DT que se sentía más cómodo jugando por el costado derecho, una preferencia que el entrenador no dudó en considerar. El segundo ajuste importante fue la salida de Lucas Gamba del once titular, una elección que mostró la intención de Madelón de dinamizar el ataque y dar un nuevo aire al equipo. En su lugar, Nicolás Palavecino (3) quien había ido ganando minutos poco a poco, fue el elegido para asumir la titularidad. La incorporación del ex jugador de Defensa y Justicia era un cambio que venía gestándose desde varias jornadas atrás. El volante, quien había tenido un rendimiento más que aceptable en los pocos minutos que había jugado, estaba comenzando a ganar la confianza del cuerpo técnico, y su titularidad parecía ser la culminación de ese proceso. Por eso, abandonó el 4-4-2 para pasar a un 4-4-1-1, con la idea orientada a la posesión y a la creación de juego desde la mitad de la cancha. La idea era que Palavecino partiera desde una posición más retrasada, justo detrás de la línea de ataque, en un rol que le permitiría tomar la iniciativa en el juego interno, mientras Cristian Tarragona (5) el delantero centro, se mantenía como referencia ofensiva. El santafesino hizo el trabajo sucio que viene realizando desde que llegó a la institución santafesina. Se faja permanentemente con los centrales, desciende hasta la mitad de la cancha para pivotear y asociarse con los compañeros, pero cada vez se lo nota muy lejos del arco. No da ninguna pelota por perdida y se las ingenia para generar algo en ataque. Salió muy cansado, pero es uno de los jugadores que cuando al equipo no le sale sobresale por otras virtudes. De acuerdo con las indicaciones del Francés, el Tatengue debía ser capaz de generar juego desde el medio y hacer circular la pelota con más paciencia, buscando desordenar a Central Córdoba mediante movimientos de juego rápido y una mayor participación de los volantes. En este esquema, el rol de Solari, quien se sumaba a la derecha, también era clave, ya que no solo debía colaborar en la creación, sino que, en algunas ocasiones, se esperaba que se desplace hacia posiciones más avanzadas para aportar en la ofensiva. Sin embargo, lo que muchos no esperaban era la flexibilidad táctica que Madelón había planeado, ya que no sería raro ver a Franco Fragapane como un segundo delantero, acercándose más a Tarragona cuando la situación lo requiriera, una variante que sorprendió incluso a aquellos que más seguían los ensayos previos. El entrenamiento de la semana fue clave para ajustar detalles, y en las prácticas se probaron distintas alternativas, con combinaciones tácticas que incluían, por ejemplo, una línea de cinco en defensa con la inclusión de Juan Pablo Ludueña, y variaciones en el perfil de los laterales, como Corvalán actuando de lateral izquierdo y Del Blanco pasando al centro de la defensa. Sin embargo, fue el esquema 4-4-1-1 el que finalmente prevaleció, ya que Madelón confiaba en que era la mejor manera de estructurar al equipo de cara al encuentro crucial en el estadio Madre de Ciudades. El objetivo estaba claro: dominar la posesión del balón, generar juego interno y darle más libertad a Tarragona para que pudiera dedicarse exclusivamente a la tarea de finalizar las jugadas. Sin embargo, a pesar de la intención táctica bien definida, el rendimiento de algunos jugadores no estuvo a la altura de lo esperado, y esto generó frustración tanto en el cuerpo técnico como en los seguidores del equipo. Uno de los jugadores más criticados por su desempeño fue Augusto Solari, quien no logró cumplir con las expectativas puestas sobre él. Su rendimiento fue bastante por debajo de lo que se había anticipado, y la falta de dinamismo en su juego fue evidente. En un sistema que exige de los mediocampistas un constante ida y vuelta, no estuvo a la altura, ya que no solo no ofreció el despliegue esperado en defensa, sino que también falló en su participación ofensiva, perdiendo varias pelotas cruciales y siendo superado en varias ocasiones por la presión rival. Su lentitud y falta de confianza también se hicieron notar, y eso afectó gravemente el funcionamiento del equipo, que en muchos momentos se vio desorganizado y sin claridad. Además, el hecho de que no lograra aportar amplitud al ataque y abrir la cancha para permitir que Lautaro Vargas tuviera más espacio para proyectarse también fue un problema. La ausencia de Solari en su mejor versión dejó una sensación de frustración generalizada, y el equipo no logró encontrar la fluidez ni la profundidad necesarias para hacer daño al rival.

Madelón hizo un énfasis claro en lo que consideraba fundamental para el funcionamiento de su equipo: la posesión del balón y el juego interno. Los equipos dirigidos por él siempre se han caracterizado por ser dinámicos, verticales, y, muy particularmente, por depender en gran medida de la proyección de los laterales, quienes juegan un rol fundamental en el desarrollo del ataque. Estos laterales, al tener libertad para avanzar y participar en la fase ofensiva, se convierten en piezas clave dentro del engranaje táctico, permitiendo que el equipo se expanda en el campo y creando opciones para generar situaciones de peligro. Si bien Madelón parece tener un enfoque pragmático y orientado a un estilo de juego que no pierde de vista la verticalidad y la rapidez, hay una referencia histórica y filosófica que se puede conectar con su enfoque en la posesión del balón: la figura de César Luis Menotti, un hombre cuyo vínculo con la pelota trascendía lo táctico y se adentraba en lo más profundo de la esencia del fútbol. Menotti, que sin lugar a dudas dejó una huella imborrable en la historia del fútbol argentino y mundial, tenía una relación profunda, casi poética, con el balón. A menudo lo describe como algo más que un simple objeto para pasar o golpear; para él, la pelota era una «hermana de la vida», un elemento central alrededor del cual giraba la esencia misma del juego. En sus palabras, el balón debía ser tratado con inteligencia, respeto, y sobre todo, placer. Para Menotti, el juego no se limitaba a ganar partidos o imponer un sistema táctico, sino a disfrutar de la relación con la pelota, a establecer una conexión tan íntima entre el jugador y el balón que, al final, el dominio del juego llegará de manera natural, no solo por la capacidad física, sino también por la inteligencia y el arte de manejar con destreza. El ex entrenador argentino siempre creía que el fútbol no debía ser un juego mecanicista ni rígido; al contrario, debía estar impregnado de creatividad y de una relación armónica entre cuerpo y pelota. Menotti entendía que, para disfrutar plenamente del juego, los futbolistas debían tener una conexión emocional y técnica con la pelota. «Para disfrutar, hay que tener una relación muy cariñosa con la pelota», decía con frecuencia, como una suerte de mantra que definía su filosofía. A diferencia de otros entrenadores que podían poner el énfasis en las tácticas rígidas, Menotti prefería un enfoque más orgánico, donde la pelota se convertía en una extensión natural de los jugadores, facilitando la improvisación y la magia del juego. Otro aspecto clave en la filosofía de Menotti era su visión del fútbol como algo profundamente popular. Para él, la pelota no era simplemente una herramienta para jugar, sino que formaba parte del imaginario colectivo, un símbolo que pertenecía al pueblo. Lo comparaba con los juguetes que las madres fabrican con medias o las pelotas improvisadas que un padre podía regalar a sus hijos, esos pequeños objetos que unían a las personas en su simplicidad y alegría. Menotti entendía que el fútbol era un deporte que trascendía las élites, un fenómeno global que debía ser disfrutado por todos, sin importar el contexto social o económico. De hecho, uno de los pilares de su pensamiento era que la pelota, lejos de ser un objeto de lujo o exclusivo, debía ser vista como una herramienta accesible para todos, un símbolo de comunidad y de identidad popular. Además, el engaño y la inteligencia eran para Menotti virtudes fundamentales del futbolista. Para él, la capacidad de engañar al rival, de hacerle pensar que una jugada se desarrollaría de una forma cuando en realidad sería otra, era una de las genialidades que daban brillo al fútbol. Esa capacidad para sorprender al adversario con movimientos imprevistos y jugadas astutas era, según Menotti, lo que separaba a los buenos jugadores de los grandes futbolistas. El fútbol, en su visión, no debía ser solo físico o técnico, sino también un juego mental, una batalla de astucias y estrategias. El engaño, el uso del cuerpo para desorientar al rival y la creatividad para realizar jugadas inesperadas eran, en última instancia, lo que elevaba el fútbol a una forma de arte. Sin embargo, y a pesar de esta profunda conexión emocional y filosófica con la pelota, lo que menos se observó en el equipo de Madelón en algunos de sus partidos fue precisamente esa posesión y control de la pelota que el técnico había priorizado en su planificación táctica. A pesar de los esfuerzos por incorporar el juego interno, el equipo no logró cumplir con la intención de dominar el balón de manera efectiva. Si no se tiene la pelota, es imposible ejecutar una estrategia ofensiva efectiva. Y sin la capacidad de atacar con fluidez, el equipo se ve atrapado en una dinámica defensiva, incapaz de generar situaciones peligrosas para el rival. Este déficit en la posesión y la falta de producción ofensiva limitan gravemente las opciones de victoria del equipo. Lo máximo a lo que se puede aspirar, en estos casos, es a un empate, pero no se puede esperar ganar un partido si no se tiene control sobre el ritmo del juego. De esta manera, la falta de posesión y de creación de oportunidades llevó al equipo a perder su capacidad ofensiva y a ver cómo se desvanecen las posibilidades de ganar.
Central Córdoba hizo méritos para llevarse la victoria en todo momento
Central Córdoba fue, sin lugar a dudas, el equipo que más mérito hizo para llevarse la victoria en todo momento, y su dominio se reflejó en cada rincón del campo de juego. El conjunto dirigido por Omar De Felippe mostró un estilo de juego inteligente y organizado, basado en la tenencia del balón y en una distribución precisa que desarticuló sistemáticamente la última línea del equipo rival. Desde el inicio, se pudo ver cómo los Ferroviarios intentaron tomar el control del partido con una estructura sólida, operando bajo el sistema táctico 4-2-3-1 que permitió la circulación fluida de la pelota. En este esquema, Jonathan Galván jugó un papel fundamental, actuando como el primer eje en la distribución del juego. El defensor no dudó en saltarse las líneas, utilizando su capacidad para ganar la mitad de la cancha y desestabilizar la presión que intentaba generar el Tate, haciendo que el Ferroviario avanzara con claridad y sin apresuramientos innecesarios. Esto hablaba muy bien de la propuesta pragmática del elenco santiagueño, que, aunque basada en la posesión del balón, no se extralimitó a una sola manera de jugar, sino que se mostró flexible y capaz de adaptarse a las circunstancias del partido. A lo largo de varios pasajes del encuentro, el equipo de De Felippe no se encerró en una idea fija, sino que exploró diversas opciones para generar juego. En algunos momentos, intentaron hacer circular el balón por el suelo, buscando asociaciones rápidas entre sus jugadores. Otras veces, aprovecharon la amplitud del campo, desplazando la pelota hacia los costados para abrir espacios y estirar a la defensa rival. Además, un aspecto que sobresalió fue la constante amenaza a espaldas de los centrales rivales, en particular a las espaldas de Valentín Fascendini (2), que, nuevamente, tuvo un partido para el olvido. El defensor de Unión, que hasta ese momento venía siendo uno de los puntos más sólidos en su equipo durante el Torneo Clausura, no logró encontrar su mejor versión y sufrió en varias ocasiones. La jugada más clara llegó cuando Cufré, con una visión impecable, habilitó a su compañero con un pase preciso que pasó por encima del juvenil permitiendo a Herrera tener una llegada franca al arco. El remate del delantero de Central Córdoba fue potente, pero el balón terminó estampado en el travesaño, una jugada que, a los 12 minutos del primer tiempo, ya mostraba las intenciones ofensivas de los locales. Central Córdoba ya había avisado, y lo hacía con la autoridad de quien se siente dueño del partido, desplegando su juego con claridad y sin titubeos. Por otro lado, Unión, que llegaba al partido con la responsabilidad de mejorar en el aspecto ofensivo, demostrar solidez y contundencia, no logró encontrar su ritmo. El entrenador había apostado en gran parte a Nicolás Palavecino (3) como la pieza clave para generar el juego ofensivo, pero la realidad fue que el mediocampista estuvo muy lejos de ser el conductor que su equipo necesitaba. Madelón le pedía constantemente que soltase más rápido el balón, buscando que él fuese la conexión entre la defensa y el ataque, la válvula de escape para intentar frenar el dominio del rival. Sin embargo, no logró asumir ese rol. Apenas pudo hilvanar una jugada destacada con Del Blanco, una breve asociación que no llevó mayor peligro. En el resto de la primera mitad, el mediocampista estuvo ausente, y la pelota nunca pasó realmente por sus pies. Se le notó incómodo en todo momento, fuera de sintonía con el resto de sus compañeros. A pesar de sus intentos de retroceder para recoger el balón y ayudar a la creación, la realidad es que el control del juego nunca fue suyo, y la posesión estuvo casi completamente en manos de Central Córdoba. A medida que el primer tiempo avanzaba, los de Santa Fe se fueron viendo más acorralados, sin respuestas claras ante la presión de los locales. La falta de claridad en la distribución y el control del balón evidenciaba una desconexión total con el planteamiento que Madelón había preparado. Mientras tanto, el Ferroviario seguía mostrando su solidez y confianza, como un equipo que tenía claro lo que quería en cada momento, dominando el juego tanto en el aspecto táctico como en el físico. El contraste entre ambos equipos fue palpable a lo largo de todo el partido. Mientras que Central Córdoba mostró versatilidad y una idea de juego definida, adaptándose a las diferentes circunstancias del encuentro y generando situaciones de peligro con cada avance, Unión se vio superado y desbordado, incapaz de frenar la dinámica del local. La incapacidad para adaptarse al ritmo del juego y la falta de conexión entre sus líneas fueron factores decisivos que impidieron cualquier reacción efectiva. En cambio, los dirigidos por De Felippe se movieron con tranquilidad, con una disposición táctica que los hizo dominar tanto en la posesión como en la transición defensa-ataque. Lo que sorprendió en gran parte del encuentro fue la facilidad con la que Central Córdoba manejaba la pelota, como si se tratara de un equipo mucho más experimentado y con una estructura más sólida. En contraste, Unión parecía más bien un espectador, un mero compañero de baile en el que los movimientos del local tomaban la iniciativa. La posesión de la pelota era una constante en los pies de los jugadores de Central Córdoba, mientras que el conjunto visitante, aunque intentaba mantener su bloque compacto y medio bajo, no lograba imponer su presencia en el campo. El equipo de Madelón, a pesar de haber optado por un planteamiento que, en teoría, buscaba equilibrar las acciones del partido, carecía de transiciones efectivas, de una recuperación robusta en la mitad de la cancha, y en muchos momentos, se veía extremadamente largo, con las líneas separadas y sin poder generar una presión efectiva sobre el rival. A pesar de algunos intentos dispersos de recuperar el balón y controlar el ritmo del juego, Unión no podía contrarrestar el dominio del Ferroviario. Por más que en algunos pasajes del partido se tratara de amigarse con la pelota, esa posesión no llegaba a traducirse en peligro real, y el equipo de De Felippe no encontraba resistencia en su camino. A tal punto que en los primeros cuarenta y cinco minutos, Unión no pateó al arco en todo el partido. Literal. La gran diferencia entre ambos equipos fue la capacidad para cambiar de ritmo. Central Córdoba, con la dirección táctica de Omar De Felippe, demostró ser más punzante cada vez que atacaba. Cada avance hacia el área rival se sentía como una amenaza seria, como si cada pase y cada desplazamiento tuviera un propósito claro y una intención letal. Central no solo era efectivo con la pelota, sino que era capaz de variar la velocidad del juego, ajustándose según las circunstancias. Era impredecible y difícil de neutralizar para una defensa que, por momentos, se veía superada. Unión carecía de un volumen de juego consistente. No lograba generar un ataque fluido ni llegaba con peligro a los metros finales. Careció de una falta de creatividad y dinámica en el aspecto ofensivo alarmante. Fue predecible y se notó que tuvo una ausencia de ideas claras. Dentro de los jugadores más señalados por su bajo rendimiento estuvo Mauro Pittón (3). Si bien es un jugador que siempre da todo en el campo, su actuación en este partido estuvo lejos de ser la que el equipo necesitaba. En el mediocampo, no logró encontrar su lugar y fue incapaz de aportar el equilibrio que requería en esa zona del campo. A pesar de su sacrificio y esfuerzo, no hizo pie en la mitad de la cancha, y eso afectó directamente la capacidad de Unión para recuperar la pelota y salir de su campo. Si bien participó de la jugada que dio lugar al descuento del 2-1 a falta de quince minutos para el final, nuevamente volvió a perder la marca en las pelotas detenidas en contra. Ya le había pasado ante Boca, ante Aldosivi, y nuevamente en Santiago, por nombrar algunos encuentros. Dejó en evidencia su falta de lectura táctica al no presionar correctamente en los goles de Central Córdoba, sobre todo en el 2-0 y el 3-1, permitiendo que el Tate quedará expuesto defensivamente.

Otro de los jugadores cuyo desempeño fue señalado fue Mauricio Martínez (4) A pesar de su capacidad para realizar buenos pases, Caramelo no logró influir de manera significativa en el juego. Lo único que se le puede asegurar es que tiene la capacidad de dar un pase preciso, pero esos pases no tenían ningún impacto en la progresión del equipo. No logró avanzar en campo rival ni hacer jugar a sus compañeros, y su falta de movilidad y agresividad en la recuperación de la pelota se notó a lo largo de todo el encuentro. Se le vio lento y sin la capacidad de conectar las líneas de su equipo de manera fluida. En estos últimos partidos trata de ser un lanzador con envíos largos a espaldas de los marcadores de punta rivales, pero a veces no calibra bien y sus intenciones no terminan en nada. No pudo ser el conductor y el distribuidor del juego ya que no tuvo dinámica, por ende, Unión perdió la batalla en la zona de la mitad de la cancha. Por último, quiero hablar sobre Franco Fragapane (1). El partido que hizo fue lamentable. No importa si Unión juega de local, de visitante, si va ganando o perdiendo. Siempre juega para que deje de ser titular. Desde su llegada a Santa Fe en enero de este año, todavía no demostró, o no tuvo un partido consagratorio, más allá del gol a Boca (1-1) en el 15 de Abril. En ningún momento fue capaz de aportar algo significativo. Lo único que hizo fue tocar todas las pelotas hacia atrás, sin aportar velocidad ni claridad en los últimos metros. No logró desbordar, no participó de las jugadas ofensivas y, lo peor de todo, no le dio nunca una mano a Mateo del Blanco (5), quien, a pesar de haber cometido un error en la jugada del segundo gol de Central Córdoba, fue el jugador que más intentó, el que más se atrevió y el que más complicó al rival. El ex MLS en cambio, pasó desapercibido, sin generar una sola jugada de peligro.
El parate y gol de Central Córdoba: otra vez, Unión vuelve a defender pésimo las pelotas detenidas en contra
Así fue como ambos llegaron al primer break para la hidratación: Central Córdoba estaba marcando la pauta. Desde los primeros minutos, se notaba que el equipo de Omar de Felippe tenía muy claro lo que quería en el terreno de juego. No sólo dominó la posesión del balón, sino que también se mostraba decidido a atacar, sin descuidar en ningún momento su estructura defensiva. Los pocos espectadores que había en el Estadio Madre de Ciudades, y los periodistas santafesinos se notaba que había algo en el aire, la sensación de que el equipo local estaba completamente seguro de lo que hacía y, a pesar de la intensidad del partido, mantenía una calma que resultaba impresionante. Parecía como si cada pase, cada desplazamiento, tuviera un propósito claro, como si estuvieran orquestando una sinfonía en la que cada jugador sabía exactamente qué parte le correspondía. La manera en que manejaban la pelota era impecable; no se apresuraban, pero tampoco se sentían forzados a dar un pase innecesario. Todo fluía con una precisión y elegancia que hacía que el equipo rival, Unión, pareciera un paso atrás, corriendo detrás de la pelota sin poder lograr hacerse con el control. Y es que, al mismo tiempo que Central Córdoba atacaba con decisión, también defendía con solidez. No caían en la trampa de desorganizarse al ir hacia adelante, sino que mantenían una estructura firme que les permitía recuperarse rápidamente y evitar cualquier desajuste que pudiera darles un susto. Lo más impresionante era la sensación de que, en todo momento, el conjunto local estaba llevando el ritmo del juego. Cada vez que tenían la pelota, parecía que la distancia entre ellos y el rival se ampliaba, como si el partido se estuviera desarrollando exactamente como ellos querían. Había un control absoluto del balón, pero sin caer en la lentitud ni en el aburrimiento de los toques sin sentido. Más bien, era un control que mantenía la verticalidad y la intención de ir siempre hacia adelante, sin perder la organización. Era como si Central Córdoba tuviera la pelota bajo su dominio total, un dominio que parecía inevitable en cada rincón del campo. Esa sensación se fue acentuando conforme pasaban los minutos y, a medida que avanzaba la primera mitad, el equipo de De Felippe comenzaba a generar peligro con más frecuencia. No se trataba solo de tener la pelota, sino de avanzar, de arrinconar a Unión en su propio campo y de crear situaciones que realmente hacían pensar que el gol estaba por llegar en cualquier momento. La presión era constante, y cada vez que se acercaban al área rival, el público se levantaba, anticipando lo que podría venir. Finalmente, a los 35 minutos de la primera mitad, esa sensación de dominio se transformó en algo tangible: un gol. Un gol que, sin dudas, fue un baldazo de agua fría para Unión, que no lograba encontrar la forma de frenar el despliegue local. La jugada comenzó con un tiro de esquina ejecutado desde la izquierda, un servicio que parecía rutinario al principio, pero que, rápidamente, se convirtió en algo mucho más peligroso. Verón, con una lectura impecable de la jugada, logró anticiparse a su marcador y se posicionó en la puerta del área. Con un control seguro de la pelota, la jugada tomó un nuevo giro cuando Heredia, con una jugada llena de inteligencia, saltó por encima de su defensor y dejó pasar el balón con una precisión que descolocó a la defensa rival. Galván, quien se encontraba en una posición perfecta, recibió el pase y, con una calma desconcertante, definió con frialdad, cruzando el balón de manera exacta, mientras el arquero Tagliamonte se lanzaba a intentar taparlo. La pelota se coló suavemente en el fondo de la red, dejando al portero sin opciones y, con ello, transformando el dominio absoluto de Central Córdoba en un golpe tangible, un golpe que reflejaba lo que había sido una primera mitad claramente a favor de los locales
Por momentos, Unión era el Unión del Kily
Por momentos, mientras observaba el desarrollo del partido, no pude evitar que una sensación de desazón me invadiera, recordando al Unión de Kily González, aquel equipo que, durante su paso por el club, dejó una huella de insipidez y falta de carácter. En muchos pasajes del encuentro, el Tate mostraba una cara inexpresiva, como si fuera una versión vacía de lo que se espera de un equipo de Primera División. La sensación era palpable: jugadores que se desplazaban por el campo sin energía, sin la intensidad que requiere un partido de esta magnitud, como si estuvieran simplemente cumpliendo con un trámite, sin la ambición ni la garra que en otros tiempos caracterizaban al club. Esa actitud apática, esa falta de conexión con el público, esa ausencia de lucha por cada pelota dividida, me hacía pensar una vez más en ese Unión del Kily, un equipo híbrido, sin un estilo claro, que no lograba ofrecer ni un atisbo de fútbol atractivo, ni de personalidad dentro de la cancha. Lo más llamativo, y quizás lo más frustrante para los hinchas, era ver cómo el equipo parecía conformarse con la mediocridad, sin mostrar signos de querer mejorar o, al menos, de intentar cambiar el curso del partido. La incapacidad de generar situaciones de peligro, el nulo apetito por llegar al área rival, y la desconexión entre los jugadores fueron factores evidentes que me trasladaron mentalmente a esa etapa en la que Unión parecía no tener un rumbo definido. No se encontraba a sí mismo, ni en defensa ni en ataque, y parecía estar perdido entre las ideas de un entrenador que no lograba encontrar la fórmula para hacerlo reaccionar. En lugar de esa identidad de lucha y entrega que históricamente había caracterizado a Unión, lo que se veía era un equipo sin alma, sin esos destellos de carácter y coraje que definen a los grandes equipos. Cada avance de Central Córdoba parecía ser respondido por un Unión que no tenía respuestas, y la pelota, a pesar de ser manejada por los jugadores tatengues, nunca encontraba un destino claro ni una intención ofensiva. Era como si el equipo estuviera atrapado en un ciclo de desconcierto, sin la capacidad de quebrarlo. Lo más alarmante era que, a medida que avanzaba el tiempo, la sensación de vacío se incrementa. Unión no estaba jugando a nada, y mucho menos estaba jugando para ganar. La falta de determinación en los metros finales, la incapacidad de lanzar un solo disparo claro al arco, la nula participación de los delanteros, todo esto configuraba una imagen desoladora de un equipo sin identidad, sin energía y sin la mínima voluntad de pelear por algo más que el empate. La comparación con aquel Unión dirigido por el Kily González no parecía en absoluto una exageración, sino una observación clara de lo que estaba ocurriendo sobre el césped. Aquella versión de Unión, que más que competir parecía haberse resignado a vivir en una especie de limbo futbolístico, regresaba a la mente de cualquiera que estuviera viendo el partido. Un equipo híbrido, sin una idea clara, sin agresividad ni pasión, que solo esperaba a ver qué pasaba, sin generar una sola chispa que hiciera pensar que podrían cambiar el rumbo.
El segundo tiempo entre Central Córdoba y Unión
Duró 45 minutos el cambio táctico Madelón: el 4-4-1-1 que había dispuesto inicialmente no había dado resultados, y ante la falta de respuestas en el primer tiempo, optó por una modificación más ofensiva, pasando al 4-4-2 con Marcelo Estigarribia reemplazando a Nicolás Palavecino. El mediocampista no había logrado capitalizar su oportunidad como titular, y su desempeño fue poco efectivo. En cuanto a las modificaciones tácticas, el Tate, ahora con dos delanteros en el campo, intentaba hacer algo más en ataque, pero la realidad era que, a pesar de los cambios, seguía sin generar peligro real. El planteamiento, aunque en teoría parecía una mejora, no encontraba eficacia en la práctica. Durante toda la primera mitad, Unión apenas había sido capaz de realizar dos triangulaciones, una muestra clara de lo poco que había logrado en su visita a Santiago del Estero. A pesar de los intentos y ajustes tácticos, seguía desorganizado, sin capacidad para crear jugadas fluidas ni ofensivas, lo que resultaba preocupante para un equipo que se encontraba necesitado de resultados positivos. A los 10’, Madelón decidió que ya no podía esperar más. La paciencia se agotó, y uno de los jugadores más cuestionados, Franco Fragapane, fue reemplazado por Santiago Grella (4), un chico de 20 años que debuta en la Primera División. Era evidente que la actuación de Fragapane no había estado a la altura. En un partido donde las oportunidades de destacar eran limitadas, el delantero se había mostrado errático, sin poder contribuir al juego colectivo y, lo que era peor, sin demostrar ninguna chispa de carácter o intención ofensiva. En su lugar, tuvo la oportunidad de debutar en un escenario que, desafortunadamente, tampoco le fue favorable. Su desempeño en la cancha fue una mezcla de titubeos y errores. En su primera intervención, intentó un quite, pero perdió la pelota al ser rodeado por dos jugadores rivales. En ese momento, quedó claro que la presión de debutar en un partido tan complicado lo había afectado. Más adelante, también intentó comandar algún avance, pero sus decisiones fueron imprecisas. En una jugada, le dio un mal pase a Estigarribia, lo que evidenció su falta de precisión en momentos clave. Sin embargo, a pesar de esos errores, logró lo que fue, quizás, lo único rescatable de su actuación: un centro preciso al Chelo, quien tuvo una oportunidad clara de gol, pero se encontró con una excelente respuesta del arquero Alan Aguerre, quien evitó lo que podría haber sido el descuento para Unión. Pese a que en ese tramo del segundo tiempo, cuando el Tate parecía tener más tiempo la pelota y algo más de control en el juego, la sensación de que el equipo podría mejorar se desvaneció rápidamente con el segundo gol de Central Córdoba. El equipo de Omar De Felippe aprovechó el momento justo, y cuando Unión estaba más adelantado, llegó la estocada que definió en gran parte el destino del partido. La jugada, una vez más, fue una demostración de lo que estaba siendo el rendimiento defensivo de Unión, que no lograba mantener el orden ni la concentración. Lautaro Vargas (3) cometió un error crucial. En el gol de Lucas Besozzi, no pudo marcar correctamente al delantero rival, dejándolo ganar en carrera y, posteriormente, permitirle definir con total tranquilidad ante Tagliamonte. La falta de reacción del rosarino fue evidente y, al igual que en otros momentos del partido, dejó al equipo expuesto. Pero su calvario no terminó ahí. Después del gol de Besozzi, continuó siendo una pieza débil en la defensa, y fue él quien, en la jugada del tercer gol, habilitó a Colazo, quien se presentó solo por la derecha. Aunque intentó reaccionar, no pudo cerrar las opciones de su marcador y permitió que el rival tuviera espacios por su banda. El partido fue, sin lugar a dudas, uno de los peores de la tarde y su rendimiento dejó en claro que el exjugador de la selección Sub-20 no estuvo a la altura de la exigencia del encuentro. La fragilidad defensiva que mostró en todo el partido fue un reflejo de las dificultades de Unión para mantener su orden defensivo, y las fallas individuales de jugadores clave, como Vargas, fueron determinantes para que el equipo se viniera abajo en momentos decisivos.
Fue una piña en el mentón. La sensación que dejó el gol de Central Córdoba fue tan contundente como un golpe directo. Unión, que ya arrastraba problemas de juego y no lograba encontrar la fórmula para responder, simplemente no reaccionaba. Cada intento de recuperación de la pelota era interceptado por el equipo rival, y cuando más lo necesitaba, el Tate mostró una alarmante falta de respuesta física. La resistencia se agotó, los jugadores lucían cansados, y parecía como si el desgaste acumulado en los primeros 75 minutos del partido les hubiera cobrado una factura muy cara. Cuando el segundo gol de Central Córdoba llegó, la sensación era que la derrota ya estaba sellada. No había la energía necesaria para dar vuelta la situación, y la falta de reacción en los momentos clave de la contienda solo reafirmaba que el físico y la concentración se les escapaban de las manos. A los 28 minutos del segundo tiempo, y con el panorama cada vez más oscuro, Madelón decidió cambiar el rumbo de la historia. Fue un triple cambio, un intento desesperado por inyectarle algo de vida al equipo que estaba al borde de la rendición. Julián Palacios (5) fue uno de los primeros en ingresar. En un contexto de desesperación generalizada, logró algo que muchos no esperaban: cambió la cara del equipo. Su entrada fue un soplo de aire fresco. Desde que saltó al campo, mostró una energía renovada, se movió con velocidad y tomó decisiones inteligentes. Participó activamente en la jugada que derivó en el descuento de Unión, un momento que, aunque no cambió el curso del partido, al menos demostró que había algo más que podía ofrecer el equipo. En medio de tanta apatía, fue un destello de lo que podría haber sido si el equipo hubiera tenido la actitud adecuada desde el inicio. Es cierto que el mediocampista atraviesa un delicado momento personal, lo que posiblemente lo haya apartado del equipo titular, pero en ese instante, su presencia en el campo resultó revitalizante para un conjunto que necesitaba desesperadamente encontrar algo de esperanza. Rafael Profini (4) se paró como Nº5 a la vieja usanza. Tuvo la actitud de recuperar pelotas y poner pierna fuerte en cada dispuesta. Por momentos se le fue un poco la pierna, y por eso se ganó una amonestación. También ingresó Agustín Colazo (6), que por primera vez se sacó la mufa y marcó por primera vez con la camiseta tatengue, aunque el resultado fue esquivo. A los 34′, tras un gran ingreso al campo de juego de Julián Palacios, llegó una triangulación con Mauro Pittón y Lautaro Vargas, quien habilitó a Colazo para que con una estupenda definición decretó el descuento. Unión se ponía en partido y a la carga por el empate en los últimos minutos. Sin embargó a los 49′ llegó el final con la ilusión de haberse puesto a un solo gol, demasiado cerca en el resultado, aunque sin tanto sustento para merecer el empate. Hubo una reacción en el final que hizo dramático el cierre de un partido interesante en Santiago del Estero. De una pérdida en ataque, Perelló ingresó al área con pelota dominada y puso el 3-1 con un remate esquinado. Unión cayó en un evidente pozo futbolístico, ya que de los últimos 12 puntos solo sumó dos y si bien se mantiene en puestos de clasificación a los octavos de final podría quedar muy relegado en la tabla de colocaciones al cabo de la fecha, y otra vez, además, vuelve a poner un ojo en la acumulada en cuanto a la pelea por no descender, ya que no puede seguir resignando puntos si pretende llegar con el otro gran objetivo asegurado.



