Unión 1-1 Boca: punto inteligente

Es cierto, empatar en la Bombonera nunca es un resultado menor, y mucho menos para un equipo del interior como Unión, que históricamente ha debido luchar contra una doble adversidad: la de los rivales y la de un contexto futbolístico que siempre favorece, en los detalles más sutiles o más evidentes, a los grandes del país. Pero si uno analiza con lupa el empate que consiguió el equipo de Leonardo Carol Madelón anoche frente a Boca, no puede dejar de advertir que hubo mucho más que actitud y entrega: hubo una idea clara, un plan de juego ejecutado con disciplina táctica, y un crecimiento colectivo que ya no puede pasarse por alto. Unión salió a jugar el partido en un terreno hostil como si lo hiciera en el 15 de Abril. Con personalidad, con líneas bien juntas, con los relevos cubiertos y con un mediocampo intenso que incomodó permanentemente a un Boca que, por tramos largos, se sintió visitante en su propia casa. Madelón no improvisó. Su equipo achicó espacios hacia atrás con inteligencia, presionó en los sectores clave y supo dosificar energías en un partido que exigía concentración absoluta. El golazo de Tarragona fue una postal de lo que Unión estaba logrando: salir con criterio, conectar rápido, lastimar cuando el rival no lo esperaba. Pero después del gol, como suele pasar con equipos que todavía están aprendiendo a convivir con el protagonismo, el retroceso fue más emocional que táctico. No fue una orden desde el banco, sino una reacción casi natural, una defensa inconsciente del tesoro conseguido. Y ahí apareció el Boca que todos conocemos, el que no necesita jugar bien para empujarte contra tu arco, el que aprovecha los errores mínimos y convierte en sufrimiento cada pelota parada. El empate llegó como un castigo severo pero justo, y encontró a un Unión sin resto, exhausto, que había dejado todo en la cancha. ¿Sabor amargo? Por supuesto. Porque el triunfo era posible. Porque se había hecho casi todo bien. Pero también es cierto que si este empate se ve con mirada amplia, si se lo analiza dentro de un proceso, deja una enseñanza y una confirmación: este Unión 2025 está muy lejos del que terminó a los tumbos el semestre pasado. No hay figuras rutilantes, ni nombres que vendan camisetas. Lo que hay es algo más valioso: compromiso, humildad, dinámica y una organización que empieza a sostener los partidos más allá de las individualidades. Madelón ha devuelto al equipo una identidad. Jugando así, Unión no solo va a competir: va a ganar más veces de las que pierda. La Bombonera fue testigo de eso. Aunque el marcador haya dicho empate, la actuación dejó señales de victoria. Y esas señales, a veces invisibles para el espectador que solo mira el resultado final, son las que construyen verdaderos cimientos. Porque cuando un equipo como Unión —sin el presupuesto millonario de los grandes, sin flashes ni titulares rimbombantes— logra imponer condiciones en un escenario como el de Boca, está diciendo mucho más que lo que puede escribir el tanteador. Está diciendo, por ejemplo, que ya no se conforma con resistir, que ya no va a Buenos Aires a sacar un punto como si fuera un tesoro. Va a competir, va a plantarse de igual a igual, y si no gana, no será por falta de ambición. La falta de profundidad en los metros finales es una deuda, es cierto. El equipo no tuvo peso ofensivo sostenido, y el golazo de Tarragona —una jugada aislada, más producto del talento individual que de una elaboración colectiva— no puede ocultar que Unión necesita más herramientas para lastimar. Pero también es cierto que hay bases sólidas desde donde construir ese volumen de juego. El mediocampo mostró una coordinación que hace tiempo no se veía. La defensa, más allá del gol recibido, respondió con carácter y orden. Y lo más importante: el grupo mostró señales de madurez, de saber sufrir, de estar metido hasta el último minuto. No hace falta que el hincha se ilusione desmedidamente, pero tampoco puede pasar por alto esta mejora sustancial. Porque durante el semestre anterior, Unión era un equipo sin alma, perdido, que parecía jugar a la deriva. Hoy, en cambio, se percibe otra cosa: una energía distinta, una convicción en lo que se hace, incluso cuando el resultado no acompaña del todo. Y eso, en el fútbol argentino, es un capital enorme. Unión, entonces, se fue de la Bombonera con un empate, sí. Pero también con una certeza: si sigue por este camino, si corrige lo que falta sin resignar lo que ya encontró, va a convertirse en un rival incómodo para cualquiera. Porque cuando hay orden, cuando hay entrega genuina y un cuerpo técnico que entiende los tiempos del equipo, los frutos no tardan en llegar. Anoche, en uno de los templos del fútbol sudamericano, Unión no fue un invitado: fue protagonista. Y eso, para un club del interior, vale mucho más que un punto. Claro, y si uno escucha con atención a los protagonistas luego del partido, ese sentimiento de haber estado a la altura se palpa en cada declaración. No hubo lamentos vacíos, ni excusas arbitrales, ni discursos derrotistas. Lo que se vio fue autocrítica lúcida y, a la vez, una reafirmación del camino elegido. «Nos faltó cerrar el partido, pero jugamos de igual a igual», dijo uno de los referentes del plantel, con la voz todavía agitada pero con la frente en alto. Y esa frase, tan sencilla como poderosa, sintetiza el momento que atraviesa este Unión: el de un equipo que empieza a creerse capaz de competir donde antes solo aspiraba a sobrevivir. Porque la historia reciente de Unión, como la de tantos equipos del interior, está marcada por luchas constantes, por temporadas enteras esquivando el descenso, por la necesidad de reinventarse cada seis meses, con planteles que cambian más que los calendarios. En ese contexto, encontrar una identidad es casi un milagro. Y sin embargo, hoy Unión parece estar más cerca de ese milagro que de la resignación. Madelón, con su sobriedad habitual, ha logrado que los jugadores entiendan lo que se juega en cada pelota, que el equipo defienda como bloque, que ataque con la misma fe con la que se repliega. Es fútbol obrero, sin lujos, pero con sentido. La Bombonera, siempre imponente, siempre intimidante, no logró imponerle miedo a un equipo que llegó sabiendo a lo que iba. Unión no se arrodilló ante los nombres ni ante el entorno. No renunció a jugar ni cayó en el nerviosismo cuando Boca, como tantas veces, se le vino encima con ímpetu y empuje. Y eso, para un plantel modesto en nombres pero grande en intenciones, es una conquista más profunda que cualquier empate. Habrá que ajustar detalles, claro: sostener el ritmo los noventa minutos, ganar en peso ofensivo, capitalizar los momentos favorables y ser más agresivo cuando el rival titubea. Pero el piso ya está puesto. Unión ha dejado de ser ese equipo que espera el error ajeno para ver si puede rasguñar un punto. Ahora propone, se planta, incomoda. Y esa transformación, aunque todavía incompleta, es tan valiosa como cualquier refuerzo rutilante. El fútbol, a veces, ofrece empates que suenan a derrota. Otras veces, como anoche, entrega un punto que vale por tres. No en la tabla, claro está, pero sí en la construcción de algo que va mucho más allá de un resultado: la confianza. Y Unión, que hace no mucho parecía haberla perdido, hoy vuelve a tenerla en el bolsillo. De a poco, sin estridencias, empieza a escribir otra historia. Y si sigue así, puede que dentro de poco dejemos de hablar de una buena actuación en la Bombonera, para empezar a hablar de un equipo verdaderamente competitivo. Uno que ya no sorprenda a nadie

Todo el país estaba pendiente. No se trataba solamente de un partido de fútbol. No era simplemente Boca versus Unión, un cruce más en el calendario del Torneo Clausura. Era un acontecimiento. En los barrios y las ciudades, en los bares y en las casas, en la Bombonera y del otro lado del planeta, miles de ojos iban a posarse sobre la cancha. Porque esa noche, a las 19:30, Boca Juniors volvía a ser noticia, no por lo que había perdido, sino por lo que podía empezar a recuperar. Y todo, gracias a una sola figura: Leandro Paredes. Los hinchas lo sabían. El jueves anterior lo habían recibido como si ya hubiese levantado una copa con la camiseta azul y oro. No importaba que se hubiera ido siendo apenas una promesa. Lo que contaba era lo que traía consigo ahora: un título mundial, experiencia europea, liderazgo, templanza y esa calidad intangible que distingue a los jugadores hechos para marcar una era. Lo sabía Juan Román Riquelme también, que fue a buscarlo una, dos, tres veces, hasta conseguir lo que parecía imposible. Porque traer a Paredes no era solo un fichaje: era una declaración. Boca iba a dejar de ser un equipo a la deriva. Miguel Ángel Russo, desde su lugar, lo necesitaba como agua en el desierto. Desde la eliminación en el Mundial de Clubes, su proyecto tambaleaba. La solidez defensiva se le había escapado como arena entre los dedos; el mediocampo, improvisado y débil, era apenas una zona de tránsito para el rival; el ataque, más una esperanza que una amenaza. Figal sancionado, Costa lesionado, Rojo perdido en sus conflictos personales. En el medio, Ander Herrera, siempre prometedor, se rompía una y otra vez. En la delantera, ni un nueve de referencia ni una fórmula clara. Cada partido era un rompecabezas nuevo. Pero con Paredes en el centro, todo podía empezar a girar distinto. En apenas una semana de entrenamiento ya había demostrado lo obvio: su jerarquía. Su capacidad para ordenar, para pausar, para leer el juego como si viera el futuro. En el amistoso ante Argentinos Juniors, Boca fue un equipo desorientado. Esa actuación pálida, opaca, fue el argumento más contundente de por qué su presencia era vital. Porque a veces hace falta tocar fondo para saber cuán urgente es la reconstrucción. Lo que llegaba con él no era solo fútbol. Era también mística. Carácter. Compromiso. Una ética silenciosa que se traduce en ejemplo y contagio. Paredes no necesitaba gritar para liderar. Con su andar sereno y su currículum de campeón, imponía respeto. En un vestuario que había quedado huérfano de voces, él era una figura alrededor de la cual se podía construir. Russo, que entiende el fútbol no solo como táctica sino como química grupal, lo sabía. Por eso, incluso con la cinta de capitán aún sin dueño fijo, muchos intuían que Paredes pronto sería uno de los pilares emocionales del equipo. Su contrato, extendido hasta diciembre de 2028 con opción a un año más, lo convirtió en el jugador mejor pago del país. Y no era para menos. En un fútbol argentino en constante desarme, Boca apostaba a la contra: repatriar campeones, reconstruir desde la grandeza, mirar al futuro sin olvidar sus raíces. Como Rosario Central con Di María. Como River con Acuña y Pezzella. Como Newell’s, que sigue soñando con Lionel Messi. En ese mapa, Boca se posicionaba con ambición: quería volver a la cima. El contexto era claro. Desde la salida de Cardona, el club no tenía un ejecutor de pelota parada confiable. Desde la ida de Gago, no tenía un 5 con jerarquía. Desde los títulos de 2020, no tenía un proyecto sostenido. Todo eso buscaba empezar a resolverse con la llegada de Paredes. Y si a eso se le sumaba la ilusión compartida de que su amigo Paulo Dybala pueda seguir sus pasos desde Roma en un futuro cercano, el sueño se volvía aún más grande. Porque en Boca, los símbolos importan. Como lo fueron Rattín, Suñé, Giunta, Serna. Cada etapa dorada del club tuvo un mediocampista central como estandarte. Un hombre que no solo recuperara y pasara la pelota, sino que transmitiera identidad. Leandro Paredes, formado en las inferiores, moldeado en Europa y consagrado con la celeste y blanca, era ese hombre para una nueva generación. Ahora, con el país mirando y el mundo del fútbol expectante, solo quedaba esperar el pitazo inicial. La Bombonera, repleta y vibrante, se preparaba para el reencuentro con uno de sus hijos. Era más que una presentación. Era el principio de una historia. Porque, si todo salía bien, ese viernes por la noche iba a ser recordado no como un simple partido contra Unión, sino como el día en que Boca volvió a creer. Y ese renacer tenía un nombre: Leandro Paredes.
Gran primer tiempo de Unión
Durante la semana previa al partido, el director técnico Leonardo Madelón con un tono sereno pero lleno de determinación, había declarado en conferencia de prensa que su equipo se preparaba para disputar, nada más y nada menos, que el mejor partido de toda su historia en la Bombonera. Sus palabras no eran gratuitas ni fruto de una expresión mediática vacía: había antecedentes que respaldaban su confianza. En el año 2015, con él mismo sentado en el banco de suplentes, el conjunto tatengue había logrado una hazaña difícil de olvidar al imponerse por 4 a 3 ante un Boca atónito, en un encuentro cargado de emoción que tuvo lugar pocos días después del trágico fallecimiento de Diego Barisone, un símbolo tanto para Unión como para el fútbol argentino. Con ese recuerdo aún fresco en la memoria colectiva del club y sus hinchas, Unión saltó al campo con una postura ambiciosa, sin complejos ni temores, decidido a plantarse de igual a igual en un escenario históricamente adverso. Desde el inicio, el equipo intentó achicar espacios hasta la mitad de la cancha, exhibiendo un orden táctico notable que se apoyaba en un sistema 4-4-2 bien aceitado, compacto, con líneas cortas que se desplazaban en bloque. Los delanteros colaboraban activamente en la recuperación, replegándose con intensidad, mientras el mediocampo se mostraba solidario en la presión, especialmente cuando el talentoso Alan Velasco intentaba romper líneas mediante sus clásicos enganches hacia el centro, los cuales, en más de una ocasión, fueron neutralizados mediante infracciones tácticas bien calculadas. Del otro lado, Boca, con su estilo característico de ataques combinativos y posesiones prolongadas, intentó imponer su juego a través del dominio territorial y la acumulación de pases, pero se topó una y otra vez con sus propias limitaciones. El equipo adoleció, como en muchas presentaciones anteriores, de aquello que un jugador como Leandro Paredes, ausente en esta ocasión, podría haberle brindado: claridad en la salida, precisión en la distribución, ritmo sostenido en la circulación y, sobre todo, alguien con la capacidad de asumir el rol de conductor, de ordenar al resto y dotar de sentido al juego colectivo. La versión que mostró Boca fue una repetición casi calcada de lo que ha venido exhibiendo en los últimos meses: un conjunto previsible, sin frescura, falto de velocidad en la transición y carente por completo de rebeldía o chispa individual. Lucas Gamba (6) les pedía a sus compañeros que salgan a presionar, que no se replieguen demasiado atrás. El mendocino uvo un primer tiempo interesante, moviéndose por los costados con inteligencia y generando desequilibrio, aunque le faltó resolución en los metros finales. Su movilidad constante permitió que el equipo encontrara espacios por fuera y que los mediocampistas llegaran con mayor libertad. Sin embargo, el desgaste acumulado terminó pasándole factura y debió ser reemplazado en el complemento. Su regreso al club ha sido irregular, pero partidos como este muestran que sigue teniendo herramientas importantes para ofrecer. En la fase defensiva, Unión tomaba hombre a hombre. Julián Palacios (6) fue uno de los jugadores más activos durante la primera mitad, aportando dinámica, claridad y un despliegue físico que resultó fundamental para sostener el retroceso ante un adversario exigente como Rodrigo Bataglia y William Alarcon, ante las constantes proyecciones de Malcom Braida y Lautaro Blanco por el sector izquierdo. El ex San Lorenzo mostró mucha personalidad, no solo para ofrecerse como opción de pase, sino también para asumir responsabilidades con la pelota. Cada vez que tocó el balón, lo hizo con criterio, limpiando las jugadas y facilitando la transición ofensiva. Le dio oxígeno al equipo en momentos clave, aunque su influencia fue decayendo con el correr de los minutos.
Al cabo de los primeros 45 minutos, el Tate había logrado detectar con claridad dos falencias evidentes en el funcionamiento de Boca, aspectos que no pasaron desapercibidos y que, sin dudas, fueron claves para diseñar los ajustes del complemento. La primera debilidad observada residía en la manera en que el conjunto local defendía los centros al corazón del área. Cada envío aéreo que caía en esa zona generaba una sensación latente de peligro, no tanto por una acumulación constante de llegadas del Tate, sino por la inseguridad con la que los zagueros xeneizes resolvían esas situaciones. Había descoordinación en los relevos, dudas en los despejes, y una tendencia peligrosa a mirar la pelota más que a marcar al hombre, lo que abría ventanas de oportunidad para que algún atacante santafesino lograra conectar en soledad. La segunda falencia que Unión supo advertir con astucia tuvo que ver con la salida desde el fondo de Luciano Di Lollo, quien mostró dificultades no sólo en la precisión de sus entregas, sino también en la toma de decisiones ante la presión alta que planteó el equipo visitante. Cada vez que el central tocaba el balón, se percibía una cierta lentitud en la ejecución y una falta de convicción que lo volvía predecible para el bloque ofensivo de Unión, que rápidamente oprimía sus opciones de pase y lo forzaba a errar. Lejos de ser un detalle menor, este aspecto se convirtió en un recurso táctico que el Tate intentó explotar con inteligencia, presionando en zonas específicas para forzar errores y ganar metros en campo rival. Estas dos debilidades, una defensiva y otra en la salida, terminaron siendo un reflejo del momento que atraviesa Boca: un equipo que aún busca encontrar solidez atrás y fluidez adelante, pero que, ante rivales bien parados y atentos a los detalles, queda expuesto en aspectos clave del juego. Con el correr de los minutos, Unión empezó a capitalizar con notable inteligencia cada pérdida de Boca en la mitad de la cancha, transformando errores ajenos en oportunidades propias. La presión coordinada y la atención constante en los duelos individuales permitieron al equipo santafesino recuperar el balón en zonas peligrosas, desde donde generó varias situaciones de riesgo que encendieron las alarmas en el fondo xeneize. Fue entonces cuando las figuras de Lucas Gamba y Franco Fragapane comenzaron a ganar protagonismo, no solo por su movilidad y dinamismo en los metros finales, sino también por la variedad de recursos con los que lograron incomodar a la defensa rival. Gamba, con su capacidad para aparecer a espaldas de los centrales y atacar los espacios con velocidad, y Fragapane, aportando desequilibrio en el uno contra uno y aprovechando cada pelota parada como una chance real de gol, se convirtieron en una amenaza constante para un Boca que no encontraba respuestas ni en el retroceso ni en la organización defensiva. En ese contexto, el marco imponente de la Bombonera, habitualmente cargado de intensidad, se mostró sorprendentemente apagado, como si el clima habitual de ebullición hubiese sido reemplazado por una extraña quietud emocional. Lejos de rugir con la habitual pasión que caracteriza a su hinchada, el estadio pareció sumido en una especie de anestesia colectiva. Tal vez por tratarse de una noche especial, o quizás por la conciencia del momento de transición que atraviesa el equipo, no hubo reproches ni murmullo alguno. Tampoco aparecieron los tradicionales cánticos que suelen expresar disconformidad ni se escucharon insultos dirigidos hacia los jugadores o la dirigencia. En su lugar, una tensa espera se apoderó del ambiente, una sensación compartida entre miles de almas que miraban el campo con la esperanza contenida de que, en algún momento, se abriera la puerta a una solución. Como si todos, incluso en las tribunas, aguardaran lo mismo: el ingreso de Leandro Paredes, el hombre llamado a ordenar el caos y devolverle claridad a un equipo que, sin él, parecía extraviado.
Recién en los últimos quince minutos del encuentro, Boca mostró una reacción genuina, como si una chispa tardía lo sacara del letargo que lo había envuelto durante buena parte del juego. A esa altura, con Unión bien replegado, protegiendo con disciplina táctica cada centímetro de su campo, el conjunto local logró empujar algo más desde la tenencia, aunque sin claridad ni desborde. Fue un intento más voluntarioso que estratégico, una reacción más instintiva que planificada, pero que al menos le permitió pisar con mayor frecuencia el área rival y generar un par de aproximaciones que, aunque no fueron demasiado profundas, sirvieron para maquillar una actuación pálida. El análisis del primer tiempo, sin embargo, deja sensaciones preocupantes. El Boca de Miguel Ángel Russo mostró una versión deslucida, repetitiva, carente de variantes. En muchos tramos del partido, su equipo pareció una fotocopia sin alma de aquellas presentaciones decepcionantes que tuvo en el Mundial de Clubes frente a Benfica y Bayern Munich: un conjunto con una posesión estéril, que trasladaba la pelota con prolijidad pero sin mordiente, sin cambio de ritmo, sin desmarques que rompan líneas ni movimientos que desacomoden al rival. Todo previsible. Todo a una velocidad que favorecía el orden defensivo de Unión. En definitiva, una imagen que preocupa por lo que dice del funcionamiento colectivo, pero también por lo que insinúa respecto a la falta de soluciones desde el banco. Hubo que esperar hasta los 44 minutos, para encontrar la primera y única jugada de gol de todo el partido: la movieron de izquierda a derecha y finalizó con un centro al segundo palo, donde apareció Alan Velasco y la pelota pegó en la red, pero del lado que no vale. Unión, a pesar de no haber monopolizado la posesión ni de haber controlado los tiempos del partido desde el manejo del balón, fue, en líneas generales, el equipo que generó mayor sensación de peligro. Con menos tenencia pero con ataques más directos y punzantes, supo incomodar a Boca cada vez que encontró espacios para lanzar a sus hombres más veloces. No necesitó largas secuencias de pases para inquietar, sino que le bastó con recuperar y atacar rápido, aprovechando las desatenciones y el retroceso impreciso del conjunto local. Sin embargo —y tal como mencionamos al comienzo de este comentario—, al equipo santafesino le faltó ese último toque de profundidad que separa a un buen planteo de un resultado contundente. Las aproximaciones existieron, las intenciones también, pero faltó claridad en los metros finales para traducir en goles lo que había sido una actuación sólida, ordenada y con momentos de inteligencia táctica. Unión entendió el partido mejor que su rival, leyó los espacios y supo neutralizar sus puntos fuertes, pero le faltó eficacia para coronar lo que podría haber sido una victoria histórica. Buen primer tiempo de Mateo del Blanco (6). De menor a mayor, aunque con varios matices que invitan a un análisis más fino. Durante los primeros minutos del encuentro, Mateo fue una de las principales vías de desequilibrio por el sector izquierdo. Mostró decisión, energía y una notable lectura del juego para proyectarse al ataque con criterio, sin descuidar del todo sus espaldas. Su sociedad con Fragapane fue fluida, casi natural, y por momentos sumó también a Gamba, quien se movió con inteligencia por todo el frente ofensivo y entendió cuándo tirarse hacia ese costado para generar superioridad numérica. En esa primera mitad, Mateo logró lastimar en varias ocasiones con centros bien direccionados al corazón del área, una zona en la que el equipo buscaba explotar la presencia de los delanteros y las segundas jugadas. No fueron envíos al voleo: hubo intención, precisión y lectura previa del movimiento de sus compañeros. En defensa, más allá de algún desacople puntual, cumplió con una tarea difícil: neutralizar a Lautaro Blanco, uno de los laterales con mayor proyección ofensiva del fútbol argentino. Y lo hizo con criterio, imponiéndose en varios duelos individuales, cerrando bien los espacios por dentro y obligando a su rival a retroceder más de lo habitual. Sin embargo, con el correr de los minutos, su influencia en el juego comenzó a diluirse. Se lo notó menos participativo en ataque y algo más impreciso en las entregas. No dejó de cumplir, pero ya no ofrecía el mismo peso específico sobre la banda. Fue una actuación aceptable, con un arranque muy prometedor que, quizás por cuestiones físicas o ajustes del rival, no logró sostener en el tiempo. De todos modos, dejó buenas señales y mostró herramientas que invitan a seguirlo de cerca en su evolución.

La implementación del VAR en el fútbol argentino, especialmente en los encuentros que enfrentan a equipos de gran poderío ofensivo y económico contra instituciones más humildes del interior del país, continúa siendo fuente de controversia, debate y desconfianza. Este tipo de enfrentamientos, que despiertan una expectativa singular por tratarse de verdaderas pruebas de carácter y calidad para los clubes del interior, representan algo más que simples partidos: son oportunidades históricas para demostrar que el mérito deportivo puede emparejar lo que desde lo estructural aparece como desigual. En este contexto, lo ocurrido en la Bombonera entre Boca y Unión volvió a dejar en evidencia una problemática recurrente que, lejos de resolverse con el avance tecnológico, parece haberse agudizado. En este torneo, no es la primera vez que las decisiones arbitrales —particularmente aquellas relacionadas con el uso del VAR— terminan influyendo de manera directa en el desarrollo y el resultado de los encuentros. Hace una semana, en el estreno de Ángel Di María llegó de una falta bastante discutida por los jugadores de Godoy Cruz -incluso Pol Fernández fue amonestado por las protestas- y que manchó la actuación del juez, Pablo Dóvalo. Todo surgió de un tiro de esquina ejecutado por Ignacio Malcorra desde la izquierda, en el que el árbitro cobró un agarrón de Daniel Barrea sobre Alejo Véliz, otro de los que pegaron la vuelta desde el Viejo Continente. ¿Por qué pareció desacertada la decisión de Dóvalo? Para que un contacto se convierta en sujeción depende del efecto que produce en el atacante: si le impide el movimiento o lo retiene, debería cobrarse falta. El camiseteo del hombre de Godoy Cruz sobre el delantero canalla no pareció entrar en esa norma. Barrea estaba abrazando a Véliz, pero antes de que se ejecutara el tiro de esquina. O sea, sin la pelota en juego, instancia en la que no puede haber ninguna sanción técnica. Cuando ya partió el balón, lo único que se ve es el brazo izquierdo de Barrea tomando desde atrás el torso de Véliz, girándolo muy ligeramente, a partir de lo cual el delantero decide doblar las piernas y dejarse caer, algo que no fue efecto de ese brazo rival. Si se considerara infracción ese leve toque, se justificaría el penal, incluso cuando la pelota caía bastante más atrás de donde Véliz la iba a buscar y es inusual que los árbitros cobren por algo que ocurre donde no va la pelota. Dóvalo, con la vista fija en esa pareja y a pocos pasos de distancia, juzgó infracción. No pareció que la acción de Barrea con la pelota ya en juego (antes sí, lo abrazaba, y Dóvalo debió retrasar la ejecución del córner para advertirlo o amonestarlo) alcanzara entidad como para considerarla infracción. Esta vez, el perjudicado fue Unión, en un episodio que muchos en Santa Fe no dudaron en calificar como un verdadero “robo”, tan grande como la Bombonera misma. La jugada puntual ocurrió a los 41 minutos del primer tiempo, cuando Valentín Fascendini conectó un cabezazo tras un centro al área, y Agustín Marchesín, fallando el puñetazo, terminó impactando con su cuerpo al jugador tatengue dentro del área. Una acción clara que merecía, como mínimo, una revisión. Sin embargo, ni el árbitro Arasa en el campo ni José Carreras en el VAR lo consideraron así. Según trascendió, en el momento clave, al asistente del VAR lo tocaron en el hombro y se dio vuelta, justo cuando debía estar observando una de las jugadas más determinantes del partido. El penal, evidentemente, no fue sancionado. La introducción del VAR en el fútbol argentino tuvo como objetivo central aportar mayor justicia, transparencia y equidad al desarrollo de los partidos, especialmente en las jugadas determinantes como goles, penales, offsides o expulsiones. No obstante, la percepción que se ha instalado con fuerza entre muchos clubes del interior y sus hinchas es que, en los hechos, su aplicación ha profundizado las desigualdades preexistentes. Cada vez son más frecuentes los errores —o decisiones interpretativas— que, casualmente, parecen favorecer a los equipos grandes, reforzando la sensación de injusticia y alimentando la desconfianza en la herramienta tecnológica y en quienes la manejan. Es evidente que los equipos del interior parten de una desventaja estructural frente a los grandes del país, no sólo por la diferencia de recursos económicos, sino también por la influencia mediática y política que estos últimos ejercen en el ecosistema del fútbol nacional. Y esa brecha se hace todavía más preocupante cuando clubes como Unión están disputando cada fecha con el cuchillo entre los dientes, luchando por la permanencia en la máxima categoría. En ese contexto, lo que muchas veces se minimiza como “detalles” o errores arbitrales inevitables, termina teniendo un impacto decisivo, a la larga o a la corta, en la suerte de las instituciones. No se trata solo de una cuestión deportiva, sino también de justicia y de equidad dentro de un torneo que, al menos en el papel, debería ser el mismo para todos. El problema no es solo una jugada puntual, sino la acumulación de situaciones que, al repetirse, abren la puerta a la sospecha y al descreimiento. Por eso, resulta fundamental que se promueva una revisión profunda y rigurosa sobre la aplicación del VAR en el fútbol argentino, particularmente en estos partidos donde la disparidad estructural entre los clubes es evidente. La transparencia, la imparcialidad y la responsabilidad deben ser principios irrenunciables para los árbitros y asistentes, que tienen en sus manos no solo el devenir de un encuentro, sino muchas veces el destino de instituciones enteras. En el caso de Unión, esta no fue la excepción: otra vez, un fallo arbitral dudoso terminó empañando un esfuerzo colectivo enorme. Y cuando los errores siempre se repiten en la misma dirección, ya no parece casualidad.
Dicho esto, gran partido de Valentín Fascendini (7): no solo mostró una evolución futbolística clara, sino que además asumió con madurez un partido especial desde lo emocional: enfrentó al club que lo vio nacer —las inferiores de Boca Juniors—, y lo hizo con la estampa de quien ya tiene en su currículum un título mundial con la Selección Sub-20, una mochila que lejos de pesarle, parece fortalecerlo. Desde el inicio se lo notó concentrado, comprometido con cada jugada, y con un instinto defensivo que lo llevó a anticiparse en varias ocasiones, cortar líneas de pase peligrosas y ordenar la última línea ante los intentos de Unión por imponer una presión alta y asfixiante. Es cierto que en un par de acciones salió algo apresurado, influenciado por la intensidad del rival en la zona media, pero en el balance general fue un defensor que supo interpretar los momentos del partido y responder con solvencia. Sus coberturas fueron puntuales y efectivas, especialmente cuando el equipo quedaba expuesto por los costados o cuando alguno de sus compañeros salía a destiempo. En ataque, tuvo una chance clarísima: apareció por sorpresa dentro del área, conectó un balón que lo encontró bien posicionado, casi debajo del arco, pero no logró darle la dirección necesaria al remate, que terminó desviándose. Aun así, dejó en claro que también puede ser una amenaza en las pelotas detenidas. El segundo tiempo lo tuvo como protagonista de un cruce tenso e intenso ante Miguel Merentiel, un delantero exigente que lo buscó constantemente, y al que logró controlar en la mayoría de los duelos individuales, con firmeza y sin recurrir al exceso.
Segundo tiempo
Unión mantuvo su postura con admirable convicción: un equipo compacto, de líneas bien cortas, en el que la defensa comenzaba desde los propios delanteros. La presión alta no era desorganizada ni desesperada, sino calculada y eficaz; cada jugador sabía dónde ubicarse y cuándo apretar, lo que le permitía al equipo sostener su estructura incluso ante el avance territorial de Boca. El esfuerzo colectivo del Tate, sobre todo en la recuperación inmediata tras pérdida y en los repliegues coordinados, fue uno de los pilares que sostuvo su rendimiento a lo largo del partido. Del otro lado, Boca persistía en un esquema predecible, sin cambios de ritmo ni sorpresa en la elaboración. Las líneas de pase se repetían como fórmulas memorizadas y fácilmente interceptables; no había ruptura desde la zona media ni desmarques profundos que desacomodaran al rival. Aunque el conjunto local seguía acaparando la posesión del balón, esa tenencia no se traducía en superioridad real sobre el campo, ni en peligro concreto frente al arco contrario. Sin demasiadas ideas claras ni intérpretes capaces de torcer el rumbo con una acción distinta, Boca empujaba a Unión más por inercia que por convicción, acumulando pases horizontales que rara vez lograban perforar el bloque defensivo tatengue. La pelota era suya, pero el juego seguía siendo del equipo visitante. Hasta los 18 minutos del segundo tiempo, el partido de Cristian Tarragona (8) fue una montaña rusa de sensaciones. Hasta el gol, su actuación rozaba el aplazo: impreciso, superado físicamente por los centrales de Boca y sin poder imponerse ni en el juego aéreo ni en los mano a mano. Los centros bien direccionados no encontraban conexión, o bien él no lograba darle dirección a sus remates. Pero el fútbol siempre da segundas oportunidades, y el santafesino no las desaprovecha: convirtió un verdadero golazo, con una pirueta formidable dentro del área y una definición de goleador nato. Ese tanto no solo valió el empate, sino que le devolvió la confianza. En el primer tiempo, además, había mostrado pasajes interesantes jugando de espaldas y pivoteando con criterio. Su oficio, a pesar de las dificultades iniciales, terminó marcando la diferencia.
Luego del gol, llegó el debut de Leandro Paredes. Salió Advíncula, Palacios y Braida para los ingresos de Barinaga, Cavani y el campeón del mundo. Tras más de 11 años, Leandro Paredes volvió a jugar un partido con Boca Juniors. En ese instante se marcó el retorno al Xeneize luego de 4267 días, teniendo en cuenta su última aparición de azul y oro fue en noviembre del 2013. Se paró como mediocampista central e inmediatamente se hizo dueño del inicio del juego del equipo, pero también del control defensivo sobre el rival, repartiendo tareas con Rodrigo Battaglia. Mientras tanto, en una noche que exigía respuestas inmediatas y determinación colectiva, Leonardo Madelón intentó reconfigurar la ecuación del partido desde el banco de suplentes. Consciente de que el dominio territorial y anímico de Boca se intensificaba con el correr de los minutos, el entrenador optó por mover piezas y buscar aire en medio del asedio. Así fue como mandó al campo de juego a Marcelo Estigarribia (-), un ingreso que, sin embargo, no logró revertir el panorama sombrío que se cernía sobre Unión. Estigarribia entró en un contexto adverso, con el equipo replegado, sin circulación clara y con escasos momentos de posesión sostenida. Le costó afirmarse en el mediocampo, retener la pelota y darle al equipo esa pausa tan necesaria para romper con el vértigo que proponía Boca. Lo poco que intentó terminó diluyéndose entre imprecisiones y una falta de convicción que pareció reflejar un momento personal complicado, tanto en lo futbolístico como en lo emocional. Lo suyo fue más una presencia simbólica que una intervención concreta, y en un partido tan exigente, eso se pagó caro. En paralelo, Madelón también dispuso el ingreso de Nicolás Paz, con una intención más táctica que creativa: reforzar la zaga y transformar la línea defensiva en un bloque de cinco hombres para aguantar los embates finales del conjunto xeneize. La actuación de Paz fue discreta, casi silenciosa. No cometió errores groseros, se mantuvo en su zona, cumplió con su rol posicional, pero no logró destacarse en los duelos individuales ni en los anticipos, donde Boca sacó provecho de su jerarquía técnica. Su aporte se limitó a ocupar espacios, a cerrar líneas de pase y a tratar de mantener la estructura defensiva, aunque sin impacto real en el desarrollo. En este nuevo esquema, Madelón adelantó algunos metros a Lautaro Vargas (6), que fue de lo mejor del conjunto tatengue. Con un despliegue notable y una lectura inteligente de los momentos, se las ingenió para cubrir zonas, ofrecer opciones de pase y, ocasionalmente, soltarse en ataque. A su lado, los laterales de Unión —el ex Defensa y Justicia por derecha y Mateo Del Blanco por izquierda— cumplieron una función dual: defender con rigor y proyectarse como extremos natos cuando el equipo encontraba resquicios para atacar. Ese ímpetu ofensivo, sobre todo en el primer tiempo, fue una de las pocas herramientas con las que Unión intentó lastimar. En especial, se destacó el esfuerzo por controlar a un Luis Advíncula muy activo por su banda y a Braida, quien con sus diagonales y movilidad constante exigió respuestas permanentes. Incluso se animó a aparecer en posiciones ofensivas, pisando la medialuna rival en un par de ocasiones, aunque sus remates carecieron de profundidad y no inquietaron al arquero. Pero más allá de la estadística, su actitud dejó entrever que en medio del desconcierto colectivo, todavía hay nombres dispuestos a rebelarse ante la adversidad. Fue una noche compleja para Unión, y en ese contexto, cada decisión, cada ingreso, cada ajuste táctico, pesó más de lo habitual.
Mientras la Bombonera estallaba en reproches con un canto que ya se ha vuelto símbolo del fastidio popular —“Movete, Xeneize, movete, movete dejá de joder”—, el desconcierto se adueñaba de Boca. El equipo, envuelto en una inercia pasmosa, lucía ausente, como si cada jugador hubiese entrado al campo con los sentidos adormecidos. No hubo ímpetu, no hubo rebeldía. Unión, por el contrario, se movía con soltura y convicción, desafiando la jerarquía del local con un plan ambicioso y eficaz, basado en la ocupación inteligente de los espacios, la presión coordinada y una lectura aguda de los puntos débiles del rival. Lo que muchos esperaban como una noche de trámite, terminó siendo una clase táctica del conjunto santafesino, que no solo neutralizó sino que desnudó las grietas más profundas del sistema xeneize. En ese contexto, hubo un nombre que sobresalió con claridad y que se erigió como el símbolo del dominio rojiblanco: Mauricio Martínez (8). Su tarea en el mediocampo fue monumental, no solo por lo que aportó desde lo físico —que fue mucho, incansable en cada retroceso y cada presión— sino por la sabiduría con la que interpretó el partido. Martínez jugó como si tuviera un GPS en la cabeza: siempre bien posicionado, siempre tomando la decisión adecuada, siempre un paso adelante. Interrumpió circuitos, impidió progresiones, limpió jugadas desde la base y dio respiro cuando el equipo lo necesitaba. Su actuación fue la de un mediocampista total, de esos que son cada vez más escasos en el fútbol argentino. El reconocimiento no es un regalo del momento, sino la confirmación de un rendimiento sostenido, que ya había brillado ante Estudiantes y que ahora, en la Bombonera, se potenció frente al desafío. A su lado, Mauro Pittón (6) ofreció una versión que recupera algo del jugador que supo destacarse años atrás. Sin el brillo ni la omnipresencia de su compañero, fue igualmente importante en el funcionamiento colectivo. Su despliegue fue valioso, sobre todo en el primer tiempo, cuando la intensidad de Unión marcó diferencias claras. Cortó, presionó, se ofreció como apoyo constante y dio la sensación de estar, al menos por momentos, reencontrándose con su mejor forma. Claro que su noche no fue perfecta: un error en la salida, en apariencia menor, terminó siendo el origen del córner que derivó en el empate de Boca. Ese detalle, en el análisis minucioso, pesa. Pero más allá del infortunio puntual, la actitud y el compromiso de Pittón lo redimen. Su partido fue digno, útil, alentador. El otro nombre que se adueñó de elogios y protagonismo fue Franco Fragapane (6,5) quien, a fuerza de desequilibrio y personalidad, dejó atrás las dudas de presentaciones anteriores y firmó una actuación que invita a la esperanza. El extremo jugó con una chispa especial, como si hubiera sentido el llamado de un partido grande y hubiera decidido responder con fútbol. Encendido, encarador y preciso, Fragapane desbordó, presionó, se asoció con criterio y, sobre todo, entendió cuándo acelerar y cuándo pausar. Su asistencia a Tarragona fue la postal perfecta de una noche inspirada, pero lo más valioso fue la constancia: no se apagó, no se escondió, no se conformó. Se trató, sin duda, de su mejor partido desde su regreso al club. La Bombonera no lo intimidó; lo motivó.
Una vez más, como si de una escena ya repetida se tratara, Unión volvió a evidenciar una de sus mayores debilidades estructurales: la falta de recambio en el banco de suplentes. Es un patrón que se viene reiterando a lo largo del campeonato y que, en partidos de máxima exigencia como el de anoche en la Bombonera, se vuelve imposible de disimular. La decisión de Leonardo Madelón de replegar líneas tras ponerse 1-0 al frente no sorprende, pero sí vuelve a abrir interrogantes: ¿es ese el único camino posible cuando se gana? ¿Tiene el equipo las herramientas para sostener un resultado sin resignar iniciativa? En esta ocasión, el técnico tatengue optó por sacar a Cristian Tarragona —el autor del gol y una de las figuras ofensivas— para dar ingreso a Exequiel Cañete (-), un mediocampista de características técnicas, pero falto de dinámica, que fue ubicado en una función poco habitual: como doble cinco junto a Mauro Pittón. La apuesta, a todas luces, resultó contraproducente. Lejos de ofrecer equilibrio, energía o capacidad de contención, ingresó desconectado del ritmo del partido. Su aporte fue prácticamente invisible. Sin intensidad, sin compromiso en el retroceso y con un andar apagado, su presencia se volvió más un riesgo que una solución. Madelón, otra vez, eligió refugiarse y entregó el protagonismo, y su equipo lo sintió. El retroceso fue tan marcado que Unión terminó defendiendo en su propio campo, sin capacidad de contraatacar y con la sensación de que el empate de Boca era solo cuestión de tiempo. Mientras eso ocurría en el medio, en el fondo se emergía la figura de Franco Pardo (6), el capitán que, en silencio y con firmeza, sostuvo lo que pudo del cerco defensivo. Con una actuación sobria, sin errores groseros y con autoridad en los duelos individuales, volvió a rendir en un escenario exigente. Neutralizó a Miguel Merentiel con oficio y no se achicó ante la entrada de Edinson Cavani, a quien le ganó todos los cruces. Fue expeditivo, práctico, siempre bien ubicado. Su juego aéreo fue determinante para desactivar los centros de costado que Boca multiplicó en el tramo final. A cada intento del local por forzar desde las bandas, Pardo respondió con un rechazo certero, casi como un sello de seguridad defensiva. Un buen partido más, en una seguidilla donde su regularidad ya no sorprende, sino que se valora como un activo indispensable. Pero justamente cuando su nivel está más consolidado, el futuro del zaguero parece inclinarse hacia otros horizontes. Varios clubes del fútbol argentino ya posaron los ojos sobre él. Racing lo tiene en carpeta como una alternativa a Ignacio Vázquez (Platense), aunque las dificultades para cerrar esa operación podrían empujar al club de Avellaneda a acelerar por Pardo. Independiente, con Julio Vaccari al mando, también mostró interés ante la necesidad urgente de reforzar una defensa que viene siendo un punto débil. Y Talleres, desde Córdoba, también aparece en el radar, atraído por el liderazgo y la consistencia del central tatengue. Por ahora, todo se maneja en el terreno de los sondeos, sin ofertas formales sobre la mesa. Pero la sensación general —tanto en Santa Fe como en el entorno del jugador— es que su salida es solo cuestión de tiempo. En un mercado austero y sin grandes movimientos, perder a Pardo sería un golpe sensible para Unión. No solo desde lo futbolístico, donde su influencia en la última línea es incuestionable, sino también en lo simbólico, como referente y capitán de un plantel que, salvo excepciones, necesita líderes en la cancha. De concretarse su salida, Unión deberá encontrar rápidamente una solución que no se vislumbra fácil. Porque si algo quedó claro una vez más, es que en este equipo los titulares rinden… pero el banco no responde.

Boca lo tuvo, sí. Lo rozó. Y en ese borde del gol, en ese instante de máxima tensión, apareció Mauro Pittón para desviar un disparo de Alan Velasco que tenía destino de red. Fue una de las tantas situaciones donde el conjunto local empujó con ímpetu, con empuje, con más voluntad que claridad. Pero como en tantas otras noches en la Bombonera, el golpe que se había insinuado tanto terminó llegando. Y dolió. Un centro quirúrgico de Leandro Paredes desde la derecha, un cabezazo impecable de Luciano Di Lollo, y el baldazo de agua helada cayó sobre Unión justo cuando empezaba a saborear la hazaña. El 1-1 quebró emocionalmente al equipo santafesino, que sintió el impacto como un mazazo anímico. Los siete minutos que siguieron al empate fueron un auténtico calvario para el Tate, que dejó de ser ese equipo ambicioso y bien parado que había controlado gran parte del juego. Replegado, sin oxígeno ni piernas frescas, se dedicó a sobrevivir. La pelota le quemaba. Cada intento de salida terminaba en un pelotazo sin destino, en una pérdida o en un rechazo apurado. Unión pasó a jugar en modo emergencia, con todos sus hombres detrás de la línea de la pelota y apostando, casi exclusivamente, a resistir. Fue en ese tramo donde quedó claro que el equipo ya no tenía herramientas para reaccionar. En ese contexto adverso, ingresó Lionel Verde, que reemplazó a un extenuado Franco Fragapane. Su entrada, sin embargo, fue simbólica más que efectiva. El 10, que está en el radar del fútbol ruso casi no tocó la pelota. Estuvo en cancha durante los minutos más oscuros del partido para Unión, cuando el dominio de Boca era total y los dirigidos por Madelón apenas podían sostenerse. No logró influir ni en defensa ni en ataque, y su participación fue meramente testimonial. No se puede juzgar su rendimiento, porque el partido ya había cambiado por completo. Más allá de la desazón por ese empate sobre el final, que dejó el sabor amargo de lo que pudo haber sido una victoria histórica, el balance general del partido para Unión es positivo. En un estadio donde la presión no perdona, el equipo volvió a demostrar que está a la altura de los desafíos importantes. El primer tiempo fue casi impecable: jugado con criterio, valentía y una lectura táctica que superó por momentos a un Boca desdibujado. El segundo, si bien decayó en lo futbolístico y mostró las limitaciones del plantel —sobre todo desde el banco—, evidenció un compromiso colectivo para sostener el resultado, con orden defensivo y una entrega innegociable. Unión se llevó un punto valioso. No solo por lo que significa sumar en la Bombonera, sino por lo que representa en términos de confianza. El equipo fue competitivo, intenso, y mostró que tiene una idea. Le faltan recursos, sí; le falta recambio, también. Pero no le falta personalidad. Y en un campeonato tan parejo como el argentino, eso también suma. Una vez más, el Tate demostró que puede dar pelea, incluso en los escenarios más bravos.



