domingo, noviembre 9 2025

I

Unión no tuvo un buen partido. Empató 0-0 ante Barracas Central por la fecha 15 del Clausura. El Tate jugará los playoffs. Una banda organizada de ladrones, tejida con hilos de ambición y desesperación, se propone cometer el atraco del siglo en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre; su plan, nacido de conversaciones interminables en sótanos mal iluminados, de miradas que se buscan y se miden como si el tiempo fuera una moneda que se puede falsificar, inicialmente se proyectó para consumarse tras cinco meses de preparación meticulosa —estudios de horario, recorridos, rutinas de guardias, planos memorizados hasta el punto de poder recitarlos dormidos—, pero la vida, caprichosa y violenta, impuso un recorte brutal: lo que debía ser un proceso de gestación lento y casi ritual se ve comprimido hasta quedar reducido a once días febriles, donde cada decisión debe tomarse con la prisa de quien corre contra un destino que huele a fracaso o a gloria. En ese apretado lapso, se amontonan ensayos a media luz, sustitución de papeles y documentos, simulacros de comportamientos que deben parecer naturales a ojos de quienes velan por el orden; se ensayan frases, coartadas, gestos; se imprimen mapas mentales que deben resistir la presión del momento. Y mientras algunos miembros de la banda se vuelcan en la precisión técnica —cerraduras, rutas de escape imaginadas sin detalles que puedan traicionar—, otros se enfrentan a su propia precariedad moral: la certeza de que, más allá del botín en sí, se está rompiendo una barrera íntima que después será difícil de reconstruir. Todo se acelera y, sin embargo, la atmósfera se carga de una calma tensa que confunde; hay noches en las que el sueño se vuelve ajeno, y días en que la rutina del mundo exterior continúa ajena al pulso acelerado de quienes, detrás de fachadas y trabajos honestos o dudosos, guardan la llave de un plan capaz de trastocar no sólo sus vidas sino el discurso público sobre seguridad, justicia y la fragilidad de instituciones que se creían impenetrables. La comparación obvia con la serie que tanta repercusión tuvo entre 2017 y 2021 —esa narración televisiva donde el atraco a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre se vuelve espectáculo y metáfora— flota en la conversación como una referencia social inevitable, una síntesis cultural con la que todos miran y miden expectativas; sin embargo, en el terreno de la vida real esas líneas de ficción se imprimen sobre una realidad mucho más áspera: no hay guion que garantice empatía ni secuencias cuidadosamente montadas para dotar de romanticismo a la transgresión, y la fama de una historia no blanquea los riesgos ni homogeniza las consecuencias. La banda aquí descrita no busca, necesariamente, redención ni aplausos desde las alturas: actúa empujada por la urgencia material o por heridas abiertas que el tiempo no cerró; la preparación de cinco meses —largo y paciente— queda truncada por factores imprevisibles: una traición menor, una noticia de prensa que acelera planes, un rumor sobre movimientos policiales que obliga a compactar el timing hasta convertirlo en esos once días decisivos donde todo puede torcerse. Y en ese punto se impone una sensación contradictoria: la imitación televisiva sirve como espejo, cierto, pero el espejo distorsiona; la ficción nos promete razonamientos dramáticos y causas claras, mientras que la vida real ofrece capas de azar, egoísmo y supervivencia que no se acomodan tan perfectamente en una narrativa heroica.

II

A esa tensión entre ficción y realidad se le superpone otra trama, quizá menos cinematográfica pero igual de corrosiva: la mención a la mafia que rodea al fútbol argentino, ese otro mundo oscuro donde el poder se mueve con la misma lógica de redes y favores, de silencios y conveniencias, y donde las instituciones que deberían custodiar la transparencia parecen, por momentos, funcionar en beneficio de unos pocos. Cuando se mezcla la idea del gran atraco con la del negocio sucio del fútbol, la lectura simbólica se vuelve ineludible: ambos escenarios son ecos de una sociedad donde los límites entre lo legal y lo subrepticio son difusos; ambos muestran cómo colectivos humanos se organizan para conseguir algo que consideran justo para ellos, aunque la ética común lo condene. En la práctica, eso genera una sensación de cansancio cívico: ciudadanos que observan intrigados y escépticos cómo las grandes historias de impunidad se tejen con la misma materia prima que los grandes golpes mediáticos, y que a menudo terminan siendo narradas como epopeyas cuando, en el fondo, sólo son el resultado de múltiples acuerdos y omisiones. La banda de ladrones se prepara en la clandestinidad; los operadores del fútbol se mueven entre oficinas, clubes y pasillos institucionales donde se negocia tanto como se decide; ambas realidades se rozan en la superficie de la opinión pública, alimentando teorías, resentimientos y la sensación de que el juego —sea económico, deportivo o delictivo— está amañado por quienes mejor saben manipular reglas y expectativas. Y sin embargo, en medio de esa mixtura de adrenalina y desencanto, persiste la complejidad humana: no todos los involucrados en el atraco son monstruos caricaturescos, ni todos los personajes del fútbol son titiriteros con manos siempre manchadas; hay matices, contradicciones, decisiones tomadas por cariño familiar, por miedo, por la necesidad de proteger un legado o, simplemente, por la willingness de cambiar el propio destino. La banda, empujada a comprimir su plan en once días, enfrenta dilemas morales que no se resuelven con golpes cinematográficos: un miembro que duda al ver a una madre en el camino, otro que mide la posibilidad real de lastimar a alguien inocente, un tercero que ya calcula cómo rehacer su vida después del botín si la suerte les sonríe. Al mismo tiempo, en los pasillos del fútbol, las conversaciones sobre renovaciones, transparencia y ética muchas veces quedan reducidas a protocolos de comunicación que buscan calmar la tormenta mediática, sin tocar las redes profundas de poder que sostienen la corrupción. La comparación —aunque seductora— con la ficción también sirve para recordarnos que la espectacularísimo de un delito o la teatralización de un conflicto institucional no debe cegar el análisis: detrás hay personas, consecuencias reales y una deuda con la verdad que ni las mejores producciones televisivas ni las leyendas urbanas pueden zanjar. Finalmente, y quizás con un dejo de ironía amarga, cabe pensar que tanto el gran atraco imaginado como las mafias que susurran en los márgenes del fútbol argentino alimentan, cada una a su manera, el relato público sobre la fragilidad de lo institucional. El atraco, si llega a concretarse, multiplicará portadas y discusiones sobre seguridad, logística y fallos del sistema; si fracasa, la misma atención se volcará a las razones del fracaso, a las traiciones internas y a la eficacia policial. Por su parte, la maraña de intereses en torno al fútbol seguirá alimentando sospechas y desencantos, con episodios puntuales que reavivan el enojo y la reflexión ciudadana sobre quién se beneficia y quién paga el costo real. Entre la ficción y la cruda verdad, entre la planificación larga y el apremio de once días, se desenvuelve una historia que no pretende celebrar ninguna de las dos esferas sino que, más bien, intenta exponer la complejidad de un tejido social donde el poder, la ambición y la necesidad se cruzan y se desbordan, dejando en su rastro preguntas incómodas sobre justicia, responsabilidad y el precio humano de los grandes relatos.

III

Todos los que formamos parte del mundo del fútbol, ya sea de manera directa o indirecta, tenemos una responsabilidad que va más allá de nuestro rol específico en el sistema: jugadores, entrenadores, dirigentes, hinchas, los periodistas, todos somos, en cierto modo, protagonistas de este escenario tan complejo. Si bien cada uno tiene un papel distinto en el engranaje del fútbol, hay un tema crucial que afecta a todos, y que, lamentablemente, ha sido una constante fuente de controversia, desconfianza y frustración a lo largo de los años: el arbitraje. Los árbitros, que deberían ser los garantes de la justicia dentro del campo, se han convertido en una de las piezas más debatidas y, en muchos casos, más polémicas de este deporte, tanto dentro como fuera de los estadios. Es cierto que el fútbol es un juego impredecible, lleno de emoción, pasión y decisiones rápidas, pero es igualmente cierto que esas decisiones deben tomarse bajo un marco de transparencia, imparcialidad y responsabilidad. Si los árbitros fallan, no es solo una cuestión de error humano; es, también, una falta de confianza para todos los actores que forman parte de este ecosistema. Y es aquí donde los periodistas, como actores fundamentales dentro del panorama deportivo, tenemos una responsabilidad aún mayor: no solo informar, sino también cuestionar, analizar y exigir cambios cuando sea necesario, sin caer en la complacencia ni en la pasividad. El arbitraje, más que una simple herramienta para dictar el curso de los partidos, es una de las piezas clave en el mantenimiento de la integridad del fútbol. Cuando los árbitros toman decisiones erróneas, ya sea por falta de preparación, por presión externa o por fallos de interpretación, el juego se ve alterado, pero más allá de lo deportivo, lo que realmente se pone en juego es la percepción que tiene la gente del fútbol como institución. Las decisiones arbitrales erradas no solo afectan el resultado de un partido, sino que también deslegitiman la competencia, pues cuando los aficionados sienten que las reglas no se aplican de manera justa o coherente, pierden la confianza en el sistema. Y no se trata de un fenómeno aislado; la percepción de que el arbitraje no es imparcial es algo que trasciende fronteras, y no solo afecta a los equipos directamente involucrados en un partido, sino que resquebraja la relación de todos los hinchas con la propia esencia del deporte. Es un tema que, por lo tanto, nos compete a todos: a quienes tienen voz en los medios, a quienes ocupan los cargos de poder, a quienes entrenan a los jugadores y, por supuesto, a los árbitros mismos. Como periodistas, nuestra tarea no debe limitarse a narrar los hechos tal como suceden en el campo, sino que debemos también reflexionar sobre lo que no se ve, sobre lo que se oculta o se minimiza. El tema del arbitraje en el fútbol no puede seguir siendo tratado como algo marginal o secundario. La transparencia en la toma de decisiones arbitrales, el fortalecimiento de la preparación y la profesionalización de los árbitros, la implementación de tecnologías como el VAR, y sobre todo, la construcción de un marco que respete la autonomía y la ética de los árbitros, son cuestiones que deben ser discutidas abiertamente, no solo cuando surgen situaciones de escándalo, sino de manera constante. Es necesario generar un debate serio sobre el futuro del arbitraje en el fútbol, donde se cuestionen las estructuras de poder que a veces intervienen de manera insidiosa en las decisiones arbitrales, ya sea por intereses particulares, presiones políticas o mediáticas, o simplemente por la falta de un sistema de control adecuado. Por supuesto, es importante reconocer que los árbitros, como todos los seres humanos, cometen errores. Es parte del juego. El fútbol, por su naturaleza misma, es un deporte lleno de situaciones impredecibles, de jugadas que suceden en fracciones de segundo, donde no siempre es posible tomar la decisión más acertada. La rapidez con la que se toman las decisiones en el campo es una de las características que hace único al fútbol, pero eso no puede ser excusa para no exigir una mayor profesionalización en todos los aspectos. La crítica constructiva hacia el arbitraje no debe ser vista como un ataque personal a los árbitros, sino como una necesidad imperiosa de mejorar el sistema. En este sentido, como periodistas, debemos ser conscientes de que nuestra influencia en la opinión pública es poderosa. No solo debemos reflejar la indignación de los hinchas o de los clubes cuando ocurre un fallo arbitral grave, sino también ofrecer un análisis que lleve más allá de la superficie, que cuestione los procesos y que proponga soluciones, que no se quede en el «fue un error» y se enfoque en cómo evitar que ese error se repita en el futuro.
Además, debemos ser claros en que la crítica al arbitraje debe estar siempre basada en hechos y no en especulaciones o prejuicios. El periodismo deportivo tiene la responsabilidad de ser objetivo, pero también debe ser valiente a la hora de señalar cuando las cosas no se hacen bien. El deporte, y en particular el fútbol, se ha convertido en un negocio de enormes proporciones, donde los intereses económicos y políticos juegan un papel preponderante. Y en ese escenario, el arbitraje no siempre es ajeno a esas presiones. Existen demasiados casos en los que las decisiones de los árbitros han sido influenciadas por factores externos que nada tienen que ver con el fútbol en sí, sino con las relaciones de poder que existen en el entorno. Esto es algo que, como periodistas, debemos ser capaces de identificar y visibilizar, sin caer en el conformismo de dar la noticia solo desde una perspectiva superficial. No se trata solo de criticar a los árbitros cuando cometen un error flagrante, sino de abogar por un cambio estructural que permita que los árbitros trabajen en un entorno más profesional y transparente. Si bien las tecnologías como el VAR han dado un paso importante hacia la mejora de la precisión en las decisiones arbitrales, también es cierto que la implementación de estas tecnologías debe estar acompañada de una formación adecuada, de protocolos claros y de una cultura de la responsabilidad. El fútbol argentino, como en muchas otras partes del mundo, atraviesa una crisis de confianza en sus instituciones, y el arbitraje no es una excepción. Los periodistas, al tener la capacidad de influir en el debate público, tenemos el deber de insistir en que este tema se tome con la seriedad que merece, y de no dejarlo en el olvido entre uno y otro partido. Así, si realmente queremos un fútbol más justo, un fútbol donde la integridad del juego sea respetada y donde la confianza en las instituciones se vea renovada, es hora de que todos los actores involucrados, especialmente los periodistas, hagamos algo con respecto al tema del arbitraje. No podemos seguir permitiendo que la controversia se resuelva únicamente con protestas aisladas o con comentarios en las redes sociales que se diluyen rápidamente en el ruido de la opinión pública. El debate serio, profundo y constructivo sobre el arbitraje debe ser parte de la agenda del fútbol argentino, y como periodistas, tenemos la obligación de ser los primeros en exigir y promover este cambio, ya que, al final del día, el fútbol no es solo un espectáculo, es un reflejo de nuestra sociedad y de nuestros valores.

 

IV

Hay una desconfianza hacia los árbitros como pocas veces vista. En un país como el nuestro donde el fútbol es una religión, que se vive intensamente, cualquier decisión que parezca controvertida o equivocada se magnifica, y los árbitros se encuentran en el centro de una tormenta mediática constante. Cada vez más, las decisiones arbitrales son percibidas como un factor que puede alterar el curso de los partidos de manera determinante, lo que genera una atmósfera de desconfianza que se extiende más allá de los estadios y se infiltra en las conversaciones cotidianas de los hinchas, los periodistas deportivos y hasta los propios jugadores. Este creciente malestar en torno al arbitraje no es una cuestión aislada ni reciente, sino que tiene raíces profundas en la historia del fútbol argentino. Desde tiempos antiguos, las polémicas arbitrales han estado presentes, pero lo que ha cambiado en las últimas décadas es la magnitud con la que se discuten estas situaciones. La aparición de la tecnología, como el VAR (sistema de asistencia arbitral por video), ha incrementado la visibilidad de los errores y, paradójicamente, también ha intensificado la percepción de que los árbitros son aún más propensos a cometer errores, dado que ahora se tiene una herramienta más para cuestionarlos. Sin embargo, el uso del VAR no ha sido un remedio definitivo para erradicar las controversias, sino que, en muchos casos, ha alimentado aún más la sospecha de que los árbitros son influenciables o que existen intereses ajenos al juego limpio que afectan las decisiones en momentos clave. En este contexto, no es difícil encontrar ejemplos recientes de decisiones arbitrales que desataron grandes escándalos, con acusaciones de parcialidad y de favorecimiento a ciertos equipos. La política, las divisiones entre las barras bravas, los intereses de los dirigentes y las presiones externas parecen jugar un papel cada vez más decisivo en las controversias arbitrales. En muchos casos, se rumorea que los árbitros pueden estar sujetos a influencias de distintos sectores del fútbol argentino, lo que agrava aún más la percepción de que el arbitraje no es imparcial. La historia reciente está plagada de acusaciones de corrupción y manipulación, en las que se habla de sobornos, acuerdos entre clubes y hasta de «ayudas arbitrales» que alteran el resultado de los partidos. Esta situación crea una sensación de injusticia profunda, especialmente entre los hinchas de aquellos equipos que sienten que sus partidos son dirigidos por árbitros con algún tipo de prejuicio o conflicto de interés. El impacto de estas sospechas no solo afecta la relación entre el árbitro y los equipos, sino también la de los aficionados con la propia esencia del fútbol argentino. El deporte, que debería ser un escaparate de talento, esfuerzo y superación, comienza a estar marcado por la desconfianza y la frustración. Cada partido se convierte en un escenario donde los errores arbitrales no se limitan a los fallos evidentes, sino que también se asocian con una falta de transparencia o con la sospecha de que hay algo más detrás de cada decisión. En este sentido, la confianza en el arbitraje se ha visto gravemente afectada, y la figura del árbitro ha pasado de ser un símbolo de autoridad y respeto a un blanco fácil para las críticas y los reproches. Los errores, que son parte natural de cualquier actividad humana, parecen ahora ser vistos como parte de una estrategia oculta o, peor aún, como un componente esencial de un sistema corrupto. Por último, la falta de soluciones claras para mejorar la situación también contribuye a la desconfianza creciente. Si bien existen esfuerzos por parte de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) para capacitar a los árbitros y para garantizar la imparcialidad, la falta de transparencia y las medidas concretas que puedan eliminar las sospechas de corrupción siguen siendo una deuda pendiente. Los hinchas, en su mayoría, esperan que se implementen reformas profundas que no solo mejoren la formación y selección de los árbitros, sino que también aseguren una mayor vigilancia sobre sus actuaciones. La confianza en el fútbol argentino como un todo se ve erosionada por la sensación de que el arbitraje está lejos de ser imparcial, y hasta que no se aborden estas preocupaciones, la sombra de la sospecha seguirá flotando sobre cada partido. En un deporte tan pasional y con tanta historia como el fútbol argentino, el arbitraje juega un papel fundamental, y si la imparcialidad se ve comprometida, las consecuencias pueden ser devastadoras para la integridad del deporte. Además, el tema del arbitraje en el fútbol argentino no solo se limita a la percepción popular, sino que también involucra aspectos profundamente institucionales que agravan la situación. Las autoridades del fútbol, tanto a nivel nacional como internacional, han sido acusadas en varias ocasiones de no hacer lo suficiente para asegurar que las decisiones arbitrales sean transparentes y ajenas a cualquier tipo de presión externa. La falta de sanciones claras ante conductas inapropiadas de los árbitros o de aquellos que intentan influir en sus decisiones genera un caldo de cultivo para la desconfianza. Mientras que en algunas ligas internacionales existen sistemas más estrictos de monitoreo y revisión, la AFA ha sido señalada por no tomar medidas contundentes cuando los árbitros se ven involucrados en escándalos o cuando sus decisiones parecen estar fuera de lugar.
Las sospechas de corrupción o de manipulación también se ven reflejadas en los medios de comunicación. Los periodistas deportivos, en muchos casos, alimentan la percepción de que el arbitraje en el fútbol argentino está viciado, ya sea por intereses políticos, económicos o incluso por rivalidades históricas entre los clubes. En programas de análisis y debate, los errores arbitrales se convierten en un tema recurrente, no solo cuando estos son claros, sino también cuando las decisiones son más interpretativas. Este constante escrutinio mediático, lejos de contribuir a una mejora en la calidad del arbitraje, termina por reforzar la imagen de que los árbitros están sometidos a presiones que afectan su independencia. La repetición constante de ciertos incidentes y la falta de resolución definitiva sobre muchas de estas controversias dan la sensación de que el sistema en su conjunto no tiene los mecanismos adecuados para solucionar los problemas de fondo. El impacto de este clima de sospecha se extiende también a los propios árbitros. Muchos de ellos, lejos de sentirse respaldados por las autoridades del fútbol, se ven en una posición extremadamente vulnerable, expuestos tanto a la crítica pública como a las presiones internas dentro de los clubes. La falta de un sistema de protección adecuado para los árbitros ha llevado a que varios de ellos se retiren del arbitraje o se desilusionan de un oficio que, en principio, debería ser respetado y valorado. Esto no solo afecta la calidad de las decisiones que se toman durante los partidos, sino que también pone en peligro el futuro del arbitraje en Argentina. Los árbitros que deciden continuar en esta profesión se ven constantemente bajo la lupa, y las decisiones que toman son analizadas al detalle, generando un ambiente de constante inseguridad. Este círculo vicioso, en el que la presión y la sospecha son cada vez mayores, hace que sea muy difícil lograr un arbitraje objetivo, profesional y, sobre todo, respetado por todos los actores involucrados. Por otro lado, también se ha señalado que el problema del arbitraje no solo se reduce a cuestiones de parcialidad o corrupción, sino a un problema estructural dentro de la misma organización del fútbol argentino. El sistema de arbitraje no siempre parece estar a la altura de las circunstancias, con una capacitación que, en ocasiones, no es suficiente para enfrentar la complejidad y la velocidad del juego moderno. La formación de los árbitros ha sido una cuestión ampliamente discutida, y muchos expertos sostienen que el nivel de preparación técnica y psicológica de los árbitros argentinos no está acorde con la exigencia del fútbol de élite. Mientras en otras ligas del mundo los árbitros pasan por procesos de formación continua, exámenes rigurosos y evaluaciones periódicas, en Argentina este tipo de programas parecen estar desactualizados o no ser implementados de manera efectiva. Este déficit en la preparación de los árbitros se refleja en las innumerables decisiones erróneas que ocurren durante los partidos, que no solo afectan la imagen del árbitro en cuestión, sino también la integridad del partido en sí. Un árbitro que no está bien capacitado puede cometer errores graves, ya sea en la interpretación de las reglas, en la aplicación del VAR o en la gestión de la conducta de los jugadores. Esto no solo altera el desarrollo natural del juego, sino que genera una sensación de injusticia tanto en los jugadores como en los hinchas, quienes sienten que las reglas del fútbol no se aplican de manera justa y equitativa. En un deporte tan dinámico y apasionado como el fútbol, cada decisión tiene un impacto directo sobre el resultado final, y la falta de un arbitraje preparado puede cambiar el curso de un partido, perjudicando a los equipos y desvirtuando el espectáculo. En este contexto, el fútbol argentino enfrenta un desafío crucial: encontrar una manera de restaurar la confianza en el arbitraje y asegurar que las decisiones que se tomen en la cancha estén libres de sospechas de influencia externa. Esto no solo pasa por una mejor capacitación y selección de árbitros, sino también por una mayor transparencia en la gestión del arbitraje. Es fundamental que existan mecanismos claros de revisión de las decisiones y de sanción en caso de que se detecten irregularidades, así como una mayor comunicación con los aficionados y los medios de comunicación. Solo a través de una reforma integral en el sistema de arbitraje y en la forma en que se manejan las controversias podrá el fútbol argentino recuperar la credibilidad que hoy parece haber perdido en este ámbito.

V

A mí, sinceramente, no me gusta hablar de los arbitrajes a la hora de analizar los partidos, porque creo que el análisis debe centrarse en lo que sucede en la cancha, en el rendimiento de los jugadores, en las tácticas y en las decisiones futbolísticas. Sin embargo, hay un límite. Llega un punto en el que todo se vuelve tan evidente y tan asfixiante, que ya no se puede obviar. Lo que ocurrió en el partido entre Unión y Barracas Central (0-0) fue, simplemente, insoportable. No es que uno pueda aceptar que se cometan errores puntuales o decisiones discutibles, eso forma parte del juego; pero lo que se vivió en ese encuentro fue una constante sensación de que el fútbol se jugaba en un contexto completamente distorsionado. No se puede competir contra Barracas Central en estas condiciones. No es solo que en la cancha haya 11 jugadores de cada equipo, sino que parece que uno tiene que enfrentarse a una fuerza invisible, que opera en las sombras, que no se ve pero se siente: el arbitraje, el VAR, el AVAR, los jueces de línea, todo un sistema que parece operar con un solo fin: generar una realidad paralela, un juego distinto que se juega fuera del campo. El contexto en el que el fútbol argentino se desarrolla se ha vuelto absolutamente asfixiante, cargado de toxinas que impregnan todo lo que toca. Y la máxima responsable de todo esto es la AFA, la Asociación del Fútbol Argentino, que no solo no tiene ningún interés en que el fútbol se juegue con transparencia, sino que da la sensación de que, más bien, desprecia la claridad y la justicia en los partidos. Todo se desarrolla en una espiral de oscuridad donde siempre parece haber algo turbio, algo sospechoso, y Barracas Central se ha convertido en el epicentro de este fenómeno. La situación de Barracas Central es la culminación de una serie de hechos que no solo son irritantes, sino profundamente preocupantes para la integridad del fútbol argentino. Basta con observar lo que ocurre en cada partido para entender que no es solo un equipo que juega, sino que parece estar siendo empujado por una maquinaria que trasciende los límites de la cancha. A esta altura, ya no se trata de que un equipo gane o pierda en función de sus méritos deportivos, sino de que hay un entramado de intereses que lo empuja hacia arriba, le allana el camino, lo protege y lo favorece de manera flagrante. No es una casualidad que, a pesar de su bajo nivel histórico y deportivo, Barracas Central esté donde está. Hay una especie de mandato, de obsesión por impulsarlo, por convertirlo en algo más grande de lo que realmente es. Esto no se limita a errores aislados de los árbitros, sino a una serie de decisiones que son orquestadas y ejecutadas con total impunidad. Los árbitros, los jueces del VAR, todos parecen formar parte de una cadena perfectamente diseñada para que Barracas Central se beneficie, incluso cuando no tiene los méritos deportivos para estar en esa posición. La obsecuencia, el miedo y la impunidad se combinan en una amalgama que termina por desvirtuar por completo la esencia del fútbol argentino. Lo que viene sucediendo es solo un ejemplo más de cómo el sistema opera a favor de Barracas, llegando a niveles que van más allá de lo ridículo: se vuelven intimidatorios, indecorosos y hasta despreciables. En estos contextos, ya no se puede competir contra Barracas Central sin sentirse completamente ultrajado, sin pensar que el juego está viciado desde su inicio. Todo esto forma parte de un fenómeno mucho más grande que simplemente un equipo favorecido. La administración actual de la AFA, bajo el mandato de Claudio «Chiqui» Tapia, se ha caracterizado por una total indiferencia hacia las reglas del juego, hacia la transparencia y hacia el bienestar del fútbol argentino en general. Los torneos se han visto desvirtuados por formatos absurdos, diseñados para evitar el descenso de determinados equipos, y las decisiones arbitrales se suman a un ruido ensordecedor de desconfianza. Este es un ciclo que se repite una y otra vez, en cada fecha, en cada torneo, con todos los equipos pasando de ser damnificados a beneficiados, todo bajo el yugo de la incompetencia. Pero con Barracas Central esto se convierte en una ley no escrita: cuidar al equipo, protegerlo, impulsarlo por encima de cualquier tipo de lógica o justicia deportiva. No importa cuán mal juegue, no importa cuán cuestionable sea su rendimiento, siempre habrá alguien que estará dispuesto a cubrir las espaldas, a garantizar que su camino hacia la cima sea libre de obstáculos. Este nivel de manipulación es el que convierte cada partido en un teatro de lo absurdo, donde el fútbol, en lugar de ser un espectáculo de talento y esfuerzo, se convierte en un negocio de intereses oscuros.

VI

El daño que esta situación causa no se limita solo a la imagen de Barracas Central, sino que afecta a todo el sistema del fútbol argentino. La dirigencia futbolística argentina, aún con sus renovaciones generacionales y el ascenso de exfutbolistas a las presidencias de los clubes, sigue siendo prisionera de egoísmos y cobardías que permiten que este tipo de situaciones continúen sin cuestionamientos. No importa quién esté al mando de la AFA, siempre parece haber una estructura que actúa para preservar los intereses de ciertos sectores, incluso a costa de la transparencia y la competencia leal. Esto es evidente en la actitud de ciertos presidentes de clubes, como Andrés Fassi, presidente de Talleres, quien en algún momento se mostró como un crítico del sistema y hoy se ha convertido en un fiel seguidor de la administración Tapia. Su transformación de opositor a aliado es un claro ejemplo de cómo el sistema se encarga de doblegar a todos los actores involucrados, para mantener intacto el statu quo. Nadie se atreve a desafiar al «Comandante» Tapia, y si alguien se atreve a hacerlo, termina cediendo ante el poder. Es una cadena de complicidad que se extiende por todos los rincones del fútbol argentino, desde los clubes hasta los propios jugadores y dirigentes. La falta de rebeldía frente a este abuso es una de las características más alarmantes de la situación actual. Los medios de comunicación se quejan, los hinchas se irritan, pero los protagonistas del fútbol argentino, aquellos que realmente tienen el poder de cambiar las cosas, permanecen en silencio. Nadie se rebela, nadie toma una postura firme, y eso solo contribuye a que el sistema continúe funcionando como una maquinaria perfectamente aceitada. La AFA ha logrado salpicar a todos los actores, convirtiéndo a todos en cómplices silenciosos de un sistema que ya acepta como normal lo que debería ser inadmisible. Cuando se llega a este punto, el tramposo ya no tiene límites, y el fútbol argentino se convierte en un escenario donde la justicia es solo una ilusión, y la competencia, un juego de apariencias. Es imperioso que alguien, en algún momento, se levante contra este abuso, que haya un dique de contención que ponga freno a la manipulación y la corrupción que están destruyendo la esencia misma del fútbol. Mientras esto no suceda, seguirán proliferando los intereses oscuros que alimentan una estructura podrida que ahoga cualquier atisbo de competencia justa.
Este panorama, que ya parece insostenible, se va profundizando con cada jornada que pasa. La realidad es que la AFA ha logrado crear una atmósfera donde la transparencia es una utopía y la justicia deportiva parece ser una entelequia, un concepto que no tiene cabida en la estructura que actualmente gobierna el fútbol argentino. Cada vez más, el fútbol deja de ser lo que debería ser: una competencia deportiva pura, basada en el mérito, el esfuerzo y el talento. En lugar de eso, lo que estamos viendo es un circo donde las decisiones no se toman en función de lo que sucede dentro del campo, sino de lo que ocurre fuera de él, en las oficinas de la AFA, en las reuniones a puerta cerrada, en las conversaciones de pasillo entre los dirigentes y, por supuesto, en la manipulación sistemática del arbitraje y de las instancias que deberían garantizar la justicia de los partidos. Este sistema, que se reproduce con total impunidad, pone a prueba la ética de todos los actores involucrados. Los jugadores, que son los que sufren las consecuencias directas de estas decisiones arbitrales y de este entramado de intereses, se ven obligados a callar. A pesar de que muchos de ellos conocen la verdad, muchos de ellos sufren las injusticias de manera personal, no se atreven a alzar la voz. En parte porque saben que hacerlo significaba enfrentarse a un sistema profundamente arraigado y a unas estructuras de poder que no están dispuestas a dejar que se rompa el silencio. La complicidad está en todos los rincones: desde el árbitro que decide tapar sus ojos ante un penal claro a favor de un equipo, hasta el dirigente que prefiere mirar para otro lado en lugar de exigir cambios reales, hasta el hincha que, aunque harto, sigue tragándose la amarga realidad sin más que una queja en las redes sociales. Lo más frustrante de todo esto es que, a pesar de las constantes quejas y de las denuncias que surgen a lo largo de cada campeonato, nunca hay un cambio real. La crítica se limita a la prensa, se reduce a una conversación pasajera, a una editorial en un diario deportivo, a un comentario en un programa de televisión. Es como si el fútbol argentino se hubiese acostumbrado a convivir con la trampa, como si el sistema estuviera tan profundamente impregnado de corrupción que ya no tiene remedio. La crítica se convierte en un ruido molesto pero inútil, porque la AFA, que es la que tiene el poder para cambiar las cosas, no tiene ningún incentivo para hacerlo. La lógica de la corrupción, la de los favores políticos y económicos, la de la manipulación de los resultados, sigue vigente porque les conviene a los que tienen el control. Y el poder sigue estando concentrado en manos de unos pocos que lo utilizan a su favor, mientras el resto de los clubes, los jugadores, los hinchas, siguen siendo meros espectadores de una película que no termina. La situación es aún más alarmante cuando se observa que los grandes equipos de la liga, aquellos que históricamente han sido los protagonistas, se ven cada vez más arrastrados por la corriente de este sistema. Incluso clubes con grandes historias y tradiciones se ven obligados a callar, a acatar las reglas no escritas de este juego perverso. El miedo a las represalias, el temor a ser blanco de una sanción arbitraria, o simplemente la falta de poder real para cambiar las cosas, hace que todos se acomoden a la situación, incluso aquellos que deberían ser los primeros en luchar contra ella. Como si fuera una maldición, este ciclo se perpetúa temporada tras temporada. Los equipos de la «A» y los equipos de la «B» conviven en una misma realidad distorsionada, donde no importa cuán bien o mal juegues, lo importante es a quién tienes detrás, a quién favorece el sistema. Y Barracas Central, como el equipo insignia de este fenómeno, se convierte en el símbolo de un fútbol que no se juega con los mismos parámetros para todos, sino con una normativa oculta que pone en desventaja a aquellos que no están alineados con el poder. En este contexto, el sentido de justicia, que es fundamental en cualquier deporte, se diluye. No se trata solo de un equipo que reciba un beneficio, sino de cómo ese beneficio distorsiona por completo la esencia misma del fútbol. Los partidos se vuelven un espectáculo vacío, una farsa, donde la competencia real se ve opacada por las decisiones externas. Las hinchadas de los clubes ya no alientan al equipo solo por su desempeño en la cancha, sino que muchas veces están luchando por algo mucho más grande: la posibilidad de que el fútbol vuelva a ser un espacio donde se respeten las reglas del juego, donde el esfuerzo de los jugadores sea lo único que determine el resultado. Y esa lucha, lamentablemente, parece no tener eco en las esferas de poder, donde los intereses comerciales y políticos prevalecen sobre la justicia deportiva. Es hora de que los verdaderos responsables del fútbol argentino, los que tienen el poder para cambiar las cosas, se den cuenta de que están llevando a este deporte al borde del abismo. La desconfianza no es algo que pueda mantenerse eternamente. En algún momento, todo esto va a estallar. La bomba de tiempo está armada, y lo que hoy parece ser un problema aislado de algunos partidos, una controversia aquí y allá, puede convertirse en una crisis que afecte a todo el sistema. La AFA, al seguir mirando para otro lado y sosteniendo este modelo corrupto, está jugando con fuego. Los hinchas, los jugadores, los clubes y, sobre todo, el fútbol argentino como entidad, están siendo arrastrados a una espiral de desconfianza y decepción de la que, si no se toman medidas, será muy difícil salir. Por eso, la clave está en la acción, en la valentía de aquellos que tienen el poder de decir basta, en la capacidad de los dirigentes, los árbitros y los jugadores de romper el silencio y luchar por un fútbol más justo. No se trata de un problema aislado que afecta a un equipo o a un sector del fútbol argentino, sino de una crisis estructural que pone en juego la esencia misma del deporte. El fútbol argentino debe ser un espejo de la pasión, la competencia y el esfuerzo colectivo. Pero hoy en día, está siendo opacado por un sistema que parece haber olvidado estos valores fundamentales. Ya es hora de que todos los involucrados tomen una postura firme y defiendan lo que el fútbol argentino representa, no solo para los jugadores y los hinchas, sino para toda la sociedad. Si no lo hacen, este cáncer de la desconfianza y la manipulación se terminará comiendo el alma misma del fútbol argentino.

VII

La dirigencia del fútbol argentino, a pesar de los intentos de renovación generacional y de la inclusión de ex futbolistas en los cargos de poder (Juan Román Riquelme), sigue siendo presa de los mismos egoísmos y cobardías que permiten que la conducción de la AFA, encabezada por Claudio Tapia, siga operando con total impunidad. Esto es algo que se ha repetido con el paso de los años, incluso cuando parecía que los nuevos aires podrían traer consigo un cambio de mentalidad o, al menos, un atisbo de justicia dentro de un sistema que parece estar al servicio de unos pocos. Pero la cruda realidad es que, a pesar de los discursos sobre transparencia y renovación, los intereses personales continúan prevaleciendo sobre el bienestar del fútbol argentino. Cada vez que parece que se está gestando una oportunidad para un cambio genuino, aparece un nuevo “azotado de turno”, un nuevo equipo o dirigente que cae bajo la presión de un sistema viciado que no sabe cómo funcionar sin corrupción ni favoritismos. Hace un par de fechas, por ejemplo, le tocó a Estudiantes, el club de la mano de Juan Sebastián Verón, uno de los históricos enemigos del actual sistema. En otra ocasión, la víctima fue Belgrano, la semana pasada le tocó a Boca. Nicolás Lamolina fue suspendido y no dirigirá en la próxima jornada, que arrancó este viernes con tres partidos. El referí de 42 años viene de conducir Barracas Central vs Boca, encuentro en el que expulsó a Iván Tapia, hijo del presidente de la AFA. Llamativamente, Silvio Trucco, quién estuvo a cargo del VAR, fue nominado para sentarse frente a la pantalla de River ante Gimnasia. Y fue tan responsable de las decisiones como el propio Lamolina. A fin de cuentas, no lo convocó a revisar ninguna de las tres jugadas polémicas que se produjeron el lunes en el estadio… Claudio Fabián Tapia. Justamente, la expulsión del capitán de Barracas Central es la única acción en la que se le podría dar la derecha al juez nacido en San Fernando. La primera amarilla tuvo que ver con un par de empujones y protestas entre Tapia y Leandro Paredes, que buscó la amonestación para llegar a la quinta tarjeta, purgar la suspensión contra Estudiantes y no perderse el Superclásico. El partido estaba picado porque un rato antes, a los 2 minutos, Lamolina no expulsó a Rafael Barrios por un puñetazo sin pelota sobre Miguel Merentiel.

La segunda amarilla fue a partir de una falta de Tapia sobre el propio Paredes que no existió. No obstante, el criterio que utilizó el árbitro puede configurarse en la Regla 12 que indica que «dar o intentar dar» una patada es pasible de sanción. Y si bien es cierto que el 11 del Guapo no tocó al volante campeón del mundo, tampoco dio la sensación de que buscará disputar la pelota. Iban 14 minutos del primer tiempo y Barracas Central tuvo que afrontar casi todo el partido con diez hombres. La tercera situación que ameritaba una revisión tuvo que ver con el planchazo de atrás de Javier Ruiz a Milton Delgado, a los 2 minutos del segundo tiempo. Para Lamolina, solo correspondió una amonestación. Sin dudas, debió echar al extremo del conjunto local. «Ya que no me preguntó nadie por el arbitraje, quería decir que el árbitro dirigió muy bien», dijo Rubén Darío Insua en la conferencia de prensa. Pareció una ironía, más allá de que el ex técnico de San Lorenzo tomó una postura poco crítica desde que dirige Barracas Central. Lamolina había dirigido al equipo de Tapia en la 1ª fecha, cuando el Guapo venció a Racing en Avellaneda. En aquella oportunidad, el VAR lo convocó para revisar una infracción de Maravilla Martínez sobre Facundo Bruera en el inicio de una jugada que terminó en gol del propio «9» celeste y blanco. En el VAR estaba José Carreras, uno de los jueces que hizo carrera -y no es un juego de palabras- con arbitrajes polémicos. El referí que lleva el silbato en la sangre -es hijo de Pancho, mundialista en Estados Unidos ’94- también falló en San Lorenzo contra Gimnasia. Agustín Ladstatter encaró de la derecha hacia adentro, sacó el bombazo y la pelota pegó de lleno en el brazo izquierdo de Pedro Silva Torrejón. Lamolina dijo «siga, siga» como su padre y desde el VAR, Salomé Di Iorio avaló la decisión. Según los audios que se difundieron, los jueces observaron que la pelota pegó primero en la pierna del lateral, algo que no se advirtió en las diferentes repeticiones. A Lamolina también se le puede adjudicar un error en Boca vs Banfield, cuando cometió una infracción de Merentiel sobre Alexis Maldonado previo al gol del uruguayo. Casualmente, su compañero en el VAR fue Trucco, igual que el lunes en la cancha de Luna y Olavarría. Toda la vida fue favorecido Barracas, pero que le vienen dando una mano en Primera, desde febrero a esta parte, son numerosas las cantidad de fallos a su favor. Comencemos: En 2025, las polémicas alrededor del Guapo comenzaron en febrero, por la segunda fecha del Torneo Apertura. Barracas derrotó a Banfield 1 a 0 en el estadio de Arsenal, donde hizo de local durante la primera parte del año. El único tanto del partido lo marcó Kevin Jappert y llegó tras una jugada con una clara posición adelantada. Sin embargo, ni el árbitro Luis Lobo Medina, ni el VAR, bajo la mirada de Fabrizio Llobet, señalaron el evidente offside. Además, el Taladro reclamó un penal no cobrado por una falta sobre Tomás Nasif, lo que incrementó las quejas de la dirigencia de Banfield, que fechas más tarde manifestó su malestar con el arbitraje a través de su presidente Matías Mariotto: “Evidentemente, esa amenaza que recibió el socio y la socia de Banfield está siendo ejercida”, disparó Mariotto, refiriéndose a los comentarios de Pablo Toviggino, actual tesorero de la Asociación del Fútbol Argentino y mano derecha de Tapia, tras las críticas de la dirigencia del Taladro. “Estamos necesitando esa suerte que nos avisaron que íbamos a necesitar”, agregó, tras un partido que Banfield cayó ante Estudiantes días más tarde. Las controversias no demoraron en aparecer otra vez en favor del equipo presidido por Matías Tapia, hijo de Chiqui. El 15 de febrero, el Guapo visitó a Defensa y Justicia por la sexta fecha. En ese partido, el árbitro Darío Herrera sancionó un penal a favor del visitante en tiempo adicional por una caída de Gonzalo Morales en el área. La jugada no parecía tener la intensidad suficiente para una infracción, pero la intervención del VAR, comandado por Héctor Paletta, resultó determinante. El Halcón, que había hecho méritos para llevarse los tres puntos, se vio perjudicado por una decisión difícil de justificar. Una fecha más tarde, Barracas recibió a Newell ‘s, el 24 de febrero. Aquella tarde de verano, en el triunfo del local por 2 a 0, hubo al menos, cuatro polémicas en contra de la Lepra. Con la presencia de Chiqui Tapia en un palco del estadio de Arsenal, el árbitro Pablo Echavarría, primero, no sancionó un claro penal por mano de Yonatthan Rak en el área de Barracas, cuando el partido estaba solo 1-0. Luego, hubo otro penal no sancionado, por una infracción de Kevin Jappert sobre Luciano Herrera, cuando ingresó al área. El defensor de Barracas le pegó con su rodilla a su rival, que cayó al piso con gestos de dolor. Sin embargo, ni Echavarría ni el VAR advirtieron una falta de penal. En otra acción de ese duelo, Nicolás Demartini sólo recibió tarjeta amarilla tras un codazo violento, en una jugada que claramente merecía la expulsión directa. El VAR, manejado por Hernán Mastrángelo, tampoco intervino. El partido lo cerró Barracas con un golazo marcado por Manuel Duarte sobre la hora, pero en la acción previa al gol, todos los futbolistas de Newell ‘s pidieron una infracción de Rafael Barrios sobre Éver Banega. Esa acción pareció lícita, pero sí hubo otra –inmediatamente anterior–: el defensor le fue con el codo a la altura de la garganta de Alejo Tabares. Sin embargo, el juez principal nunca advirtió el golpe. Ya en el Clausura, la primera gran polémica se dio en la cuarta fecha del Torneo Clausura 2025. Barracas le ganó en su estadio a Aldosivi por 3 a 1. Aquella tarde del 10 de agosto, el Guapo empezó ganando con un tanto en el que un futbolista de Barracas se ubicaba en una posición dudosa. Y las líneas que trazó el VAR para demostrar luego que estaba habilitado aportaron más confusión. Tras la celebración, el juez del partido, Darío Herrera, detuvo las acciones para aguardar el chequeo del VAR. Gerardo Lencina, asistente número dos, no levantó la bandera, y Luis Lobo Medina, quien estaba a cargo del VAR en ese duelo, le confirmó desde Ezeiza que el gol había sido lícito. Desde el banco de Aldosivi, tras observar la jugada en sus pantallas, protestaron al entender que el autor del gol estaba en posición adelantada. Y la lista sigue. En la fecha 10 del Clausura, Barracas recibió a Belgrano y el partido terminó 1 a 1. Los locales ganaron el partido y cuando se jugaban los 43 de la primera etapa llegó la jugada que generó la reacción de los cordobeses. Franco Jara aprovechó un desentendimiento defensivo entre Yonatthan Rak y Nicolás Demartini, que rechazó con cierta incomodidad hacia donde pudo. En ese momento, llegó Jara para meter la pierna y trabar la pelota. Mientras todo Belgrano festejaba, Andrés Gariano, el árbitro principal, fue advertido por Adrián Franklin, encargado del VAR. De inmediato, se dirigió a ver la jugada en el monitor y tras algunos instantes de observar cambió su fallo y expresó: “Luego de la revisión en campo, veo falta en APP (Attacking Possession Phase o fase de ataque con posesión del balón) del número 29 celeste en contra del 15 blanco. Decisión final, tiro libre directo”. Este tipo de fallos, que se repiten siempre a favor del mismo equipo, son los que mantienen al club en el centro de la polémica. En este escenario, jugadores, entrenadores y dirigentes tratan de eludir el tema para no quedar en el ojo de la tormenta. Sin ir más lejos, dos entrenadores hablaron sobre los árbitros este domingo, pero con las precauciones del caso. El primero fue Eduardo Domínguez, que sólo remarcó su tristeza por lo sucedido: “Se lo dije al árbitro, si él estaba tranquilo después de lo que pasó, y si iba a poder dormir tranquilo. Estoy triste y me voy muy mal”. También, agregó: “No es normal como terminó el estadio, pero no lo digo solamente por Estudiantes, sino sea el equipo que sea. Está mal normalizar esta situaciones”. Luego de la derrota contra Central, Gallardo también se refirió al tema y habló de “adaptarse al sistema”. “No voy a hablar puntualmente del arbitraje de esta noche, no voy a ser yo el único que hable porque te quedás muy solo en todo esto, prefiero ser cauto con el tema, sobre todo hay que adaptarse al sistema, porque nos pasa a todos. Muchos se callan, unos levantan la voz, pero el sistema es así. Hay que adaptarse, callarse, porque el que habla a veces es sancionado”, expresó.

VIII

Y así, uno tras otro, los clubes van cayendo en desgracia, expuestos a las arbitrariedades de un sistema que se alimenta de ellos. Lo peor es que esto no es algo aislado, sino un patrón que se repite semana tras semana, torneo tras torneo. Nadie se atreve a desafiar al sistema de Tapia. Nadie se rebela con la fuerza necesaria para romper esta inercia de complicidad que ha invadido todos los rincones del fútbol argentino. Este silencio cómplice no es solo de los clubes más pequeños o los más débiles; incluso aquellos que alguna vez se mostraron dispuestos a combatirlo, terminan cediendo ante el poder de la AFA. Un claro ejemplo de esto es Andrés Fassi, el presidente de Talleres de Córdoba, quien en su momento fue uno de los principales detractores del modelo impuesto por Tapia. Fassi representaba una voz disonante, un dirigente que intentaba proponer un modelo de fútbol diferente, alejado de la politización y la manipulación que hoy parecen ser moneda corriente. Sin embargo, hoy Fassi se ha rendido. Y no lo ha hecho solo de manera simbólica; ha caído en la misma trampa que otros antes que él: ha convertido a Talleres en un club dócil ante la AFA, un club que se ha puesto al servicio de la misma maquinaria que, en algún momento, trató de desafiar. Este giro de 180 grados es un reflejo de lo que sucede con la gran mayoría de los dirigentes, quienes, en lugar de oponerse al sistema, terminan abrazándolo por miedo, por conveniencia o por pura supervivencia. Como un cachorro dócil ante su dueño, se someten al poder sin cuestionarlo, dejando atrás sus promesas de cambio y sus discursos de oposición. Es un ciclo vicioso que ha transformado a la AFA en un ente intocable, al que parece que nadie se atreve a desafiar, aún sabiendo que lo que está ocurriendo no tiene nada de legítimo. Este fenómeno, que se repite hasta el hartazgo, pone en evidencia la falta de voluntad para crear un dique de contención contra el abuso. Mientras los medios de comunicación se quejan, mientras los hinchas se irritan y se manifiestan en las redes sociales, los verdaderos actores del fútbol, aquellos que tienen el poder real para cambiar las cosas, permanecen en silencio. Este silencio es lo que más molesta y lo que más decepciona. Los protagonistas del fútbol argentino se muestran conformistas, resignados ante la cruda realidad de un sistema que favorece a unos pocos y margina a todos los demás. Los jugadores, los dirigentes y hasta los propios hinchas parecen haber aceptado la idea de que el fútbol argentino ya no es un espacio donde el mérito deportivo sea lo único que cuente, sino donde la política, los intereses y los favores son los que marcan la diferencia. La crítica de la prensa, por más vigorosa que sea, nunca alcanza para cambiar la dinámica porque la AFA ha logrado salpicar a todos. Ya no existen voces libres, no hay dirigentes dispuestos a arriesgarse a desafiar el poder. Cada actor que se queda en silencio carga con la culpa de la complicidad. La crítica no tiene efectos cuando el sistema ya acepta como natural lo inadmisible. Y este conformismo no es más que un caldo de cultivo para la impunidad. Los árbitros, que deberían ser los encargados de garantizar la justicia en el campo de juego, terminan siendo parte de este entramado de complicidad. Los casos de favoritismo, de decisiones erróneas o directamente arbitrarias, ya no son una rareza, sino que forman parte de la rutina del fútbol argentino. Uno de los ejemplos más flagrantes de esta situación ocurrió recientemente, cuando se conoció que el árbitro Darío Herrera, uno de los más cuestionados del fútbol argentino, fue candidato a «Mejor Árbitro del Mundo». Este tipo de distinciones solo deja en evidencia lo lejos que estamos de tener un sistema de arbitraje imparcial y justo. Cuando se permite que figuras como Fernando Espinoza, por dar un ejemplo, sigan dirigiendo, a pesar de sus evidentes sesgos y errores, es claro que el sistema está roto. Lo mismo ocurre con figuras como Herrera, que no es la primera vez que perjudica al Club Atlético Unión. Hace casi 9 años atrás, cobró un penal inexistente a favor de Colón en el Clásico Santafesino que finalizó 1-1 en el Barrio Centenario. El año pasado, ante Central Córdoba (otro de los equipos del poder), no le cobró una mano que amplió volumen a un jugador del Ferroviario, que, luego, terminaría en gol para el elenco santiagueño. Ayer por la noche, no expulsó a Rafael Barrios por una entrada violenta sobre Valentín Fascendini. Lo que hace aún más desconcertante esta situación es que el VAR, esa herramienta que supuestamente debería corregir los errores más evidentes, también falló en este caso. La conclusión es clara: el sistema está podrido hasta la raíz, y las decisiones arbitrales, lejos de garantizar la justicia, siguen estando al servicio de un poder que se mueve en las sombras. Los árbitros y el VAR, en lugar de ser una garantía de equidad, son piezas clave en un engranaje que mantiene el statu quo, un statu quo que favorece a ciertos equipos y perjudica a otros. Y esto es algo que no puede seguir así. El fútbol argentino está en una encrucijada: o se lucha por recuperar la transparencia, la justicia y la equidad, o se acepta la perpetuación de un sistema corrupto que destruye la esencia misma del deporte. Y esa lucha no solo corresponde a los medios o a los hinchas, sino a los verdaderos actores del fútbol: los dirigentes, los jugadores y, por supuesto, los árbitros, quienes tienen la última palabra en cuanto a la justicia dentro del campo de juego. Pero hasta ahora, parece que todos están demasiado cómodos en su silencio cómplice.

XI

Después de esta introducción bastante extensa, vamos a hablar de fútbol. Y lo que menos hubo en estos primeros 45 minutos fue eso: fútbol. A esta altura del año, pienso que lo mejor sería que Unión, casi virtualmente clasificado a los octavos de final, lo mejor sería que definiera en condición de visitante, un recinto en el cual le fue bien en la segunda mitad del año. Sumó más puntos (14) que de local (11). No pudo imprimirle ritmo al partido, demostrando una vez más que le cuesta y mucho, cuando los rivales, en este caso Barracas lo espera en su propio campo para salir rápido de contraataque. A bordo del 5-3-2, el Guapo se plantó con una línea de 3, en el momento que disponía de la tenencia de la pelota. Tenía orden. No presionaban alto, sino que individualmente, al poseedor del balón. En esa primera mitad, Unión fue el mismo equipo de siempre. Cuando recuperó la pelota le faltó un cambio más de ritmo. Le faltaba subir la velocidad de la pelota para desacomodar el bloque bajo que propuso el ex DT de San Lorenzo de Almagro. Había una buena recuperación tras la pérdida de los volantes visitantes. A todo esto, el partido transcurría como si fuera una partida de ajedrez. No se sacaban ventajas desde lo táctico. Unión, cuando no tenía la pelota, era un equipo compacto, reduciendo espacios. Rubén Darío Insúa, con su característico planteamiento táctico, mostró una gran capacidad de análisis y toma de decisiones en el desarrollo del partido, colocando a Rafael Barrios en una posición clave para frenar el avance de Mateo Del Blanco. El estratega comprendió la importancia de frenar al rival más peligroso y, con una lectura precisa del juego, le asignó a Barrios la tarea de marcarlo de cerca, ubicándose a sus espaldas en un intento claro por contener su influencia en el ataque. Al principio, el plan de Insúa parecía dar frutos, pues, Mateo Del Blanco estuvo bastante contenido, limitado en sus opciones y sin poder generar el impacto esperado durante la primera mitad del encuentro. La marcación férrea de Barrios parecía sofocar los intentos ofensivos del jugador, anulando su presencia en el campo y restringiendo su capacidad para avanzar con fluidez. Sin embargo, a medida que avanzaba el segundo tiempo, Del Blanco empezó a demostrar porqué es considerado uno de los jugadores más prometedores. Su reacción fue clara: no se conformó con la contención inicial y, al contrario, supo adaptarse a la presión y comenzó a buscar los espacios donde podía marcar la diferencia. El jugador, habiendo sufrido la vigilancia de Barrios en la primera mitad, entendió que debía cambiar su enfoque y pasó a la ofensiva, adoptando una postura más agresiva en los últimos metros de la cancha. Fue en ese instante cuando su capacidad para cambiar el ritmo del partido se hizo evidente. En cuanto recibió la pelota, comenzó a acelerar, buscando desbordar la presión defensiva y llevar el balón a zonas más peligrosas del campo, intentando desequilibrar el juego con su velocidad y agilidad.

X

Se vio  cierta imprecisión de Unión con la pelota en los pies. Le faltó mayor resolución en los últimos 20 metros. Y acá volvemos al mismo análisis de todos los partidos. Unión no tiene juego. Entretiene la pelota pero no lastima. No hay una jugada que rompa el molde y lastime al rival. Sigue sin tener jugadas con pelota en movimiento. Lo siento por los que piensan en estos términos pero yo no soy tan optimista o no estoy dispuesto a acompañar con tanto entusiasmo a un proyecto en el que no estoy de acuerdo como juega. Puede que en esa decisión me traicionen mis prejuicios, mis años, pero puede también que alguna verdad me asista a la hora de criticar a la actual gestión, y criticarla no por un acierto o un error. Que tenga 24 puntos en el campeonato es, sin exagerar, un verdadero milagro de la naturaleza. Los resultados no reflejan la realidad del juego. Es un equipo que, partido tras partido, demuestra una alarmante falta de recursos, una carencia de ideas colectivas y una notoria incapacidad para sostener una identidad dentro del campo. Mirar sus encuentros se convierte en un ejercicio de paciencia, porque lo que se ve en el desarrollo del juego es un dolor de ojos. Un equipo lento, sin chispa, que parece arrastrarse en cada avance y que depende únicamente de algún chispazo individual o de un error rival para encontrar algo de aire. Transmitió una apatía contagiosa que se percibió desde el primer minuto. Y no es nuevo lo que le está sucediendo. Ante Defensa y Justicia había jugado el mismo primer tiempo, pero luego, ganó 3-0, entonces, como lo único que importa es el resultado, nadie se acuerda que ese primer tiempo, el Tate había sido un espanto. La falta de generación de fútbol es evidente, y lo más preocupante es que no existe un juego interno que permita tejer asociaciones o triangular con criterio en la mitad de la cancha. Todo parece suceder de manera previsible, como si cada jugada estuviera escrita de antemano y los rivales ya supieran cómo desactivarlas sin demasiado esfuerzo. Discreto lo de Mauricio Martínez. Cuando pudo intentó jugar y asociarse, pero a veces trasladó de más y no fue claro con la pelota en los pies. Por otra parte, Nicolas Palavecino alternó buenas y malas. En el primer tiempo, el partido careció de atractivos. No hubo una sola jugada clara de peligro y la única que tuvo Unión a su favor (una pelota que le bajó Colazo a Palavecino y el remate del volante tatengue fue a parar a las manos de Miño), fue anulada por posición adelantada previa de Colazo. Es decir, tampoco se puede contabilizar, por lo que ese primer tiempo redondeó un 0 a 0 que calificó de manera clara y contundente lo muy poco que se vio de fútbol y de acciones de peligro. Así y todo, fue el único que trató de hacerse cargo de la pelota y empezar a eludir a los futbolistas visitantes. Sin embargo, perdió muchísimas pelotas tanto en ataque como en defensa, desorganizando a toda la defensa tatengue. No pudo desequilibrar en el pie a pie y lo que intentó no le salió. Fue reemplazado en el segundo tiempo, mostrando un flojo rendimiento.
El partido, que desde el principio ya se perfilaba como una verdadera decepción, terminó por ofrecer muy poco en términos de espectáculo y emociones. Las jugadas de peligro fueron escasas, y los disparos al arco parecían un bien escaso, casi inexistente. La situación se complicó aún más cuando, durante una de las jugadas, el defensor Tobio sufrió un derrame ocular que detuvo momentáneamente el juego, lo que dejó aún más patente la falta de ritmo y dinamismo en la acción en el campo. La interrupción, aunque comprensible por el malestar físico del jugador, contribuyó al desgano general del encuentro. Sin embargo, mientras los jugadores intentaban reponerse de esta interrupción, el entrenador de Unión, Madelón, se veía preocupado por lo que estaba sucediendo en el terreno de juego. Su equipo, que habitualmente apuesta por un juego más ordenado y con una estructura definida, no estaba logrando imponer las condiciones que él esperaba. El plan inicial de Madelón no estaba dando frutos, y la presión de Barracas Central, que apostaba por un juego directo, comenzaba a ser una constante preocupación. El conjunto rival, con su estrategia simple pero efectiva, estaba ganando las divididas, los balones divididos se les escapaban constantemente, y, además, encontraba demasiados espacios a espaldas del doble cinco, lo que complicaba la estructura defensiva de Unión. La reacción de Madelón ante esta situación fue clara: necesitaba ajustar su equipo para hacer frente a la presión constante de Barracas, por lo que le pidió a sus jugadores que adoptaran una postura más compacta y más corta, con la intención de evitar que el rival explotara esos vacíos y espacios que tanto daño estaban haciendo. Sin embargo, mientras se intentaba corregir ese desajuste, entró en escena una figura que, de alguna manera, estaba influyendo en el curso del partido: el árbitro Darío Herrera. Si bien no se puede señalar únicamente al árbitro como responsable del pobre desarrollo del juego, es innegable que en algunos pasajes del encuentro su falta de personalidad para manejar las riendas del partido contribuyó a la sensación de descontrol. En varias ocasiones, la falta de decisiones claras y la permisividad en ciertas jugadas crearon un ambiente de incertidumbre, que terminó por afectar aún más la fluidez del juego. Sin un manejo adecuado de las situaciones conflictivas, el partido se fue tornando más entrecortado, interrumpido por faltas, errores y decisiones cuestionables, lo que contribuyó a que el ritmo se disipara aún más. Mientras tanto, en el lado de Unión, la falta de claridad en el juego era más que evidente. Se podía ver a los jugadores intentando imponer un ritmo, pero todo parecía forzado, carente de la frescura y la fluidez necesarias para generar peligro real en el área rival. Este equipo, bajo la dirección de Madelón, ha mostrado algunas intenciones positivas, pero esas intenciones, lamentablemente, no se traducen en un estilo de juego efectivo y consistente. Cuando se le pregunta a un hincha o a un observador del fútbol: «¿a qué juega Unión de Madelón?», la respuesta suele ser la misma, casi un eco repetido, lo que revela una falta de evolución táctica y de alternativas. La respuesta es vaga, porque no existe una identidad clara, y lo que se ve en el campo es un equipo que intenta seguir un plan, pero carece de opciones si ese plan no le sale bien. Esto se nota particularmente cuando Unión juega en casa. Como local, se espera que el equipo imponga condiciones, que domine el juego, que sea protagonista, pero la realidad es otra. El equipo tiene enormes dificultades para hacerlo, y lo que en teoría debería ser su fortaleza, se convierte en un lastre. Se ve que hay buenas intenciones, ciertos destellos de calidad en momentos aislados, pero el equipo se ve incapaz de mantener una propuesta clara y efectiva durante el transcurso del partido. Frente a equipos más modestos, como Barracas, Riestra, Sarmiento o Platense, se notan aún más las carencias, porque cuando tiene que tomar la iniciativa y liderar el juego, Unión no sabe cómo hacerlo. Este análisis no es una crítica al desempeño global del equipo en la temporada. Nadie duda de que, en términos generales, la campaña de Unión no ha sido mala, pero lo que realmente se cuestiona, lo que deja una sensación amarga en los hinchas y en quienes siguen al equipo, es la falta de fútbol. No se trata de una cuestión de resultados, sino de cómo esos resultados se consiguen y de qué forma se juega al fútbol. El problema no radica en la obtención de puntos, sino en que, a menudo, el equipo de Madelón se muestra predecible, sin alternativas, y carente de recursos futbolísticos que lo conviertan en un equipo atractivo y contundente. El hincha de Unión, por más que esté satisfecho con los puntos obtenidos, sabe que el equipo adolece de una falta de identidad futbolística que lo limita en su crecimiento y que, de seguir por este camino, le costará mucho más cuando enfrente desafíos mayores.

Madelón

XI

¿Qué fue lo que dejó el primer tiempo? Que Unión no tiene sorpresa. No tiene variantes y no tiene profundidad. Todo fue forzado, que se diluyó antes de nacer. La única zona del campo donde se vislumbra un atisbo de peligro era sobre la banda derecha. Con solidez y confianza, Lautaro Vargas participó con criterio y se involucró con pases en pos de prolongar la posesión cuando el partido se recostó sobre la derecha del ataque argentino. Trató de armar una buena sociedad por esa vía de ataque con Palacios, atacando con pases filtrados al vacío, mientras que el volante por derecha marcaba las diagonales. Estuvo impecable haciendo los relevos. Cada vez que fue al piso, ganó limpiamente. Sobre el final del partido, llegó a la quinta amarilla y no podrá jugar ante Belgrano en la última fecha de la fase regular de la Copa de la Liga. Julián Palacios fue el jugador de Unión que más intentó con algunas corridas que generaron algo de peligro. Unión intentó desniveles a partir de la sociedad por la derecha de Lautaro Vargas y Julián Palacios pero le faltó finalización. Los centros terminaron siendo despejados por el bloque defensivo del Guapo, que se defendió con mucha gente y una línea de cinco defensores. Los delanteros de Unión fueron bien controlados pero además, Marcelo Estigarribia se mostró demasiado estático. Sufrió el desgaste y fue reemplazado. Pero esa limitada sociedad ofensiva no alcanzaba para compensar las múltiples diferencias colectivas de un equipo que no conseguía articular una idea coherente de juego. Su funcionamiento es tan pobre y monótono que, más allá de los resultados circunstanciales, lo verdaderamente sorprendente es que haya logrado acumular 24 puntos, porque lo que exhibe en la cancha difícilmente justificaría semejante cosecha

Julián Palacios. En el primer tiempo fue el jugador de Unión que más intentó con algunas corridas que generaron algo de peligro. Unión intentó desniveles a partir de la sociedad por la derecha de Lautaro Vargas y Julián Palacios pero le faltó finalización. Los centros terminaron siendo despejados por el bloque defensivo del Guapo, que se defendió con mucha gente y una línea de cinco defensores. Los delanteros de Unión fueron bien controlados pero además, Marcelo Estigarribia se mostró demasiado estático. Sufrió el desgaste y fue reemplazado.

XIII

Increíblemente el segundo tiempo comenzó con un penal no sancionado de Darío Herrera tras una sujeción de Rak a Agustín Colazo, que venía de marcar tres goles en tres partidos y esta vez estuvo lejos del arco, pero aportó movilidad y sacrificio. Fue reemplazado en el segundo tiempo. Madelón continuaba disconforme. Le pedía a Mauricio Martínez que se adelante y haga jugar al equipo. Hasta que, nuevamente, la polémica se instaló en Santa Fe: como se manifestó en el comienzo del análisis, es imposible jugar contra Barracas. Darío Herrera debió expulsar a Rafael Barrios por una plancha ante Valentín Fascendini. ¿Qué fue lo que sancionó? Apenas una tarjeta amarilla. De esta manera, explotó el banco tatengue. En ese sentido, hubo un correcto desempeño de los dos marcadores centrales. En primer lugar, Maizon Rodríguez se mostró constantemente atento y concentrado, a pesar de tener que enfrentarse a un adversario complicado como Bruera, quien no dudó en imponer un juego físico y demandante. El uruguayo permitió que la intensidad del partido lo desbordara, y, en cambio, se mantuvo firme y con la mente clara en todo momento. Fue sereno y ordenado a lo largo de los 90 minutos. Ganó más duelos de lo que perdió. Se impuso en situaciones de presión e inteligencia táctica. En varias ocasiones, logró anticipar los movimientos de su rival y cerrar espacios con eficacia. Su trabajo defensivo, sin ser espectacular, fue sólido y fiable, destacándose principalmente por la serenidad con la que enfrentó los momentos de mayor tensión. Su compañero de zaga, el ex Boca, se vio obligado a disputar un partido de una gran exigencia física, en el que el rival, al igual que en el caso de Rodríguez, no dudó en imponer un juego de lucha constante. No solo estuvo a la altura de la situación, sino que también se mostró especialmente combativo, demostrando una fiereza y un temperamento notables a lo largo de todo el encuentro. En varios momentos, cuando la batalla en el mediocampo parecía perder intensidad, fue quien elevó el nivel de presión, no solo disputando con garra cada balón, sino también asegurándose de que el equipo no perdiera el control de la situación. Su capacidad para recuperar balones de manera rápida y eficiente se convirtió en un factor clave para neutralizar las posibles llegadas del rival. Además, mostró una actitud expeditiva en la toma de decisiones, buscando siempre la opción más efectiva para reordenar al equipo y asegurar la posesión del balón. Si bien no siempre fue el jugador más vistoso, su aporte al equipo fue invaluable, y su entrega en cada duelo fue ejemplar.

Mauricio Martínez y un partido discreto. Cuando pudo intentó jugar y asociarse, pero a veces traslado de más y no fue claro con la pelota en los pies.

XIV

Al ratito, Rubén Darío Insúa quiso ir a buscar el partido. Lo mandó a Nahuel Barrios por Iván Tapia para tener mayor desequilibrio por la banda izquierda. El hijo del presidente de la Asociación del Fútbol Argentino pasó desapercibido durante todo el encuentro. Y Jonathan Candia por Javier Ruíz para tener mayor presencia ofensiva en los últimos metros. Madelón tomó nota de los movimientos de su amigo en el banco de suplentes, y realizó tres modificaciones. Ingresó Augusto Solari por Julián Palacios, Nicolas Palavecino por Franco Fragapane y Cristian Tarragona por Marcelo Estigarribia. El que mejor entró de los tres fue Solari. Por segunda vez, le dio vitalidad a las bandas. La primera vez había sido ante Racing en la victoria por 3-2 en Avellaneda. Volvió a jugar después de un desgarro y apenas ingresó remató de media distancia y la pelota pegó en el caño derecho. Minutos después, Insúa le terminó tapando un remate que iba al arco. Sobre la hora, salvó una pelota en la línea. Hizo todo bien. Mientras que Cristian Tarragona entró con mucha movilidad jugando de espaldas y ofreciéndose como descarga. No fue titular al no estar en óptimas condiciones físicas. Por su lado, Franco Fragapane, al igual que Tarragona y Solari, su ingreso generó una energía positiva. Se estacionó por izquierda para asociarse con Del Blanco y por momentos lo logró. A los 31 minutos volvió a llegar el Tate, con un centro de Mateo Del Blanco que Solari recibió dentro del área, paró el balón con el pecho y remató al arco. Justo Rodrigo Insúa mete un cruce salvador para tirar la pelota hacia un costado. A los 35′, Unión casi convierte luego de que Mauro Pittón remata de zurda desde afuera del área y Miño volara para mandar la pelota al tiro de esquina. El volante tatengue fue la gran figura de Unión. Hizo todo bien: recuperó varios balones, relevó a todos sus compañeros, se movió por toda la zona media y casi marca un gol de media distancia. Fue el equilibrio del equipo y el técnico dentro de la cancha. Fueron 10 minutos de dominio por parte Tatengue. Recién en el final, las casi 30 mil personas que asistieron al 15 de Abril descubrieron que en el arco de Unión había uno que vestía de verde, en homenaje a Nery Alberto Pumpido. Estamos hablando de Matías Tagliamonte. Hasta entonces, las intervenciones habían sido con los pies para ofrecerse como opción de pase, sacar desde su propio arco o para favorecer la circulación. Un disparo de Insúa que con muchas complicaciones la mandó al tiro de esquina. Ese fue el único tiro al arco que tuvo el Guapo en Santa Fe. Faltando poco para el final, Madelón buscó liquidar el partido con la entrada de Gamba (homenajeado antes del partido por haber llegado a los 200 con la camiseta del Tate) en lugar de Colazo. Y cerca estuvo de marcar cuando no pudo llegar a empujar un centro bajo que le tiraron desde la derecha. Ya a esta altura, Unión acumulaba méritos y era, de los dos, el único que hacía el gasto y ambicionaba otra cosa que ese 0 a 0 difícil de cambiar en muchos pasajes del juego. No hubo tiempo para más, salvo para un remate desviado de Insúa. El partido se consumió dentro de un contexto de extrema mediocridad. Un empate que le sirve a los dos, en un partido que será rápidamente olvidado. Para Unión el punto le sirve en función del rival que tuvo enfrente y todo lo que implica jugar contra Barracas Central y para cosechar siete puntos sobre los últimos nueve. De allí el aplauso final de los finales, reconociendo el esfuerzo hecho por el equipo que lo deja puntero de la Zona A, con 24 puntos, y clasificado a los playoffs.

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