Tan cerca y tan lejos a la vez

Vi a un grupo de personas entregarse por completo en un acto de devoción y fe, como si las palabras que salían de sus bocas pudieran desbordar el peso de sus corazones. Se desahogaban en plegarias, pidiendo lo que sus almas necesitaban, confiando en un futuro incierto pero lleno de esperanza. Cada palabra, cada susurro, era una forma de liberar las cargas que llevaban consigo, como si el simple acto de elevar sus voces al cielo les ofreciera un respiro, un alivio momentáneo frente a las pruebas que enfrentaban. La atmósfera estaba impregnada de una sensación profunda de entrega, donde las personas parecían fundirse con lo divino, sin miedo, sin dudas, dispuestas a esperar lo que estaba por llegar. Algunos cerraron los ojos, dejando que la quietud de la oración los envolviera, mientras que en su interior nacían sueños que, aunque inalcanzables, les daban fuerzas para seguir. Vi como se sumergían en un mundo etéreo, donde los sueños se tejían con la misma delicadeza con la que los pensamientos danzan en el aire. Cerraban los ojos, buscando encontrar un refugio en la paz que se les ofrecía a través de esa conexión silenciosa, solo para despertar con renovado vigor, listos para enfrentar una vez más los desafíos del día. Y es que la fe es precisamente eso, una convicción que va más allá de lo tangible, un impulso que se nutre de lo invisible, de lo que aún no se ve, pero que se siente en lo más profundo del ser. En ese instante, vi los ojos brillar con la emoción de la certeza, esa que sólo los que creen pueden experimentar, y vi también aquellos que, en su esperanza, se sumían en la espera, mirando sin prisa, como quien está atento al reloj, pidiendo la hora que aún no llega, pero sabiendo que en el momento preciso todo se cumplirá. La fe, como bien dice la escritura en Hebreos 11:11, es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. Es creer sin ver, esperar sin recibir aún, pero con la seguridad de que la promesa se cumplirá en su tiempo. Vi en esos momentos esa fe viva, latente, tan palpable como el aire que respiraban, esa fe que sostiene, que levanta, que inspira a seguir adelante a pesar de las incertidumbres. La certeza de que, aunque los ojos no puedan percibirlo, el alma lo sabe. Vi a las personas con la esperanza dibujada en sus rostros, aferrándose a una promesa no revelada, pero que les daba la fuerza para seguir adelante. Vi cómo la fe, en su forma más pura, iluminaba cada rincón del alma humana, trascendiendo lo material, lo visible, y entregándose al poder invisible que mueve montañas y cambia destinos. Era impresionante ver cómo la fe se manifestaba en sus gestos, en cada movimiento, en cada suspiro. No necesitaban palabras para comunicar su creencia más profunda, porque estaba impresa en cada poro de su ser, en la forma en que sus manos se levantaban al cielo o en cómo sus cabezas se inclinaban con humildad ante lo divino. En el silencio que envolvía aquel momento, uno podía sentir que la fe no era algo que se pudiera ver con los ojos físicos, pero sí con los ojos del corazón. Era una sensación palpable, una energía que se movía entre ellos, un lazo invisible que los unía en una esperanza común, en una esperanza que, aunque aún no se había materializado, les otorgaba una paz inexplicable. Y fue en esa atmósfera de profunda reflexión y entrega donde comprendí lo que significa realmente la fe: no es solo esperar que algo suceda, sino confiar plenamente en que, aunque el futuro sea incierto, lo que está por venir está más allá de lo que se puede comprender con la mente.
Vi a algunos con el rostro empapado en lágrimas, no de tristeza, sino de un llanto que reflejaba una mezcla de alivio y gratitud, como si al liberar sus emociones se acercaran más a ese sentimiento trascendental de certeza. Y es que la fe no exige pruebas tangibles, ni garantías materiales, sino que se basa en una confianza que trasciende la lógica. Vi en esos ojos brillantes una convicción tan fuerte que incluso ante la duda, la adversidad o la espera eterna, no dejaban de aferrarse a la promesa de algo más grande, algo que sus corazones ya conocían, aunque sus mentes aún no comprendieran. La fe, en su forma más pura, no se deja arrastrar por las circunstancias del momento; es el ancla que sostiene al ser en medio de las tormentas, el faro que guía incluso cuando la oscuridad parece total. Y aunque el camino se oscurezca y la espera se alargue, la fe se mantiene firme, porque es la certeza de lo que no se ve. Vi en sus rostros el reflejo de esta fuerza silenciosa, esa certeza interna que no se ve con los ojos, pero que se siente en lo más profundo del ser. Era como si sus corazones latieran al unísono con algo mucho más grande que ellos, algo eterno, inquebrantable, que no podía ser tocado por el tiempo ni por las vicisitudes de la vida. En la quietud de esos momentos, mientras todos aguardaban con la esperanza de que sus plegarias fueran escuchadas, recordé las palabras de Hebreos 11:11: «La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve». No se trataba de una fe ciega, sino de una fe que ve más allá del velo de la incertidumbre, que alcanza el futuro sin necesidad de pruebas físicas. En el fondo, comprendí que esa fe que observaba en esos ojos brillantes no era algo que se pudiera medir ni juzgar con los parámetros del mundo. Era algo que se sentía, algo que era más grande que todo lo visible, algo que no se podía explicar con palabras, pero que todos allí entendían profundamente. Y así, vi a aquellos soñadores, con los ojos cerrados, mantener su esperanza viva, como si sus sueños se entrelazaran con la fuerza infinita que guía el universo. Vi cómo cada uno, a su manera, tejía una visión de lo que aún no había llegado, pero que, con el poder de su fe, sabían que se manifestaría tarde o temprano. La fe no es solo la espera pasiva de un futuro incierto; es la acción de mantener viva la esperanza, de seguir caminando en la oscuridad con la seguridad de que el sol brillará en su debido momento. Y mientras tanto, mientras esperaban, sus corazones brillaban con una luz interna que era mucho más brillante que cualquier estrella en el firmamento. En ese momento, me di cuenta de que la fe no es solo una fuerza invisible que sostiene el alma humana, sino que también es una fuerza transformadora que convierte las dificultades en oportunidades, las dudas en certezas, y la espera en una vivencia constante de crecimiento espiritual. En esa atmósfera, comprendí que la fe, aunque no siempre sea visible a simple vista, tiene el poder de cambiar todo lo que toca, y que, al final, siempre habrá un cumplimiento, aunque no siempre sea en los términos que uno espera. La fe es la semilla que, aunque parezca pequeña e insignificante, tiene el potencial de transformar el paisaje entero cuando es cultivada con esperanza y paciencia.
Al continuar observando, noté cómo la fe transformaba la atmósfera misma, como un río invisible que fluía entre las personas, renovándolas, calmándolas, purificándolas. Era una corriente silenciosa, sin alardes, pero profundamente efectiva. Aquellos que se encontraban allí, ya sea con la cabeza inclinada en reverencia o con las manos levantadas en súplica, no solo expresaban una necesidad inmediata, sino que estaban invocando algo mucho más grande, algo eterno, un poder que desbordaba las limitaciones del tiempo y del espacio. La fe se estaba manifestando como la sustancia que les permitía sostenerse a pesar de las adversidades, la confianza plena en que la respuesta a sus plegarias no dependía solo de su esfuerzo, sino de un principio superior, un orden que ellos no controlaban, pero que aceptaban con el corazón abierto. La conexión entre los que estaban presentes no se limitaba a las palabras que compartían o las oraciones que decían. Era un vínculo mucho más profundo, algo que se sentía en el aire, en la respiración colectiva de cada uno. Me hizo pensar en cómo, cuando realmente creemos en algo, esa fe tiene el poder de unirnos en una forma inexplicable, a veces incluso más fuerte que las palabras mismas. Vi a personas de distintas edades, diferentes historias y orígenes, encontrar un terreno común en ese acto de creencia, como si sus almas, sin importar su bagaje, estuvieran sincronizadas en un mismo propósito: buscar la paz, la esperanza, el consuelo. Vi cómo la fe creaba una hermandad invisible, una red de apoyo intangible pero poderosa, que transcendía cualquier división humana. Pero al mismo tiempo, también percibí el sufrimiento que la fe no elimina, sino que más bien transforma. La fe no hace desaparecer las dificultades, ni borra las lágrimas de dolor. En muchos rostros veía la lucha interna, la batalla entre la esperanza y la desesperanza, pero también vi la fortaleza que la fe les otorgaba para seguir adelante, a pesar de las noches oscuras y los días de incertidumbre. En cada momento de oración, en cada palabra pronunciada, se percibía la lucha por encontrar sentido en el caos, por creer en la luz cuando todo parecía sombrío. Y sin embargo, esa misma lucha, esa misma tensión, era testimonio de lo que la fe puede hacer: no erradica el sufrimiento, pero lo convierte en algo que puede ser soportado, transformado, y eventualmente vencido. Vi también cómo la fe, en su sentido más profundo, es una llamada constante a la rendición. No se trata solo de pedir algo, sino de aceptar lo que se nos da, incluso cuando no entendemos por qué o cómo. Aquellos que estaban allí, orando con el corazón abierto, no solo buscaban algo para sí mismos, sino que estaban dispuestos a entregar parte de su ser al misterio de la vida, con la certeza de que todo tiene un propósito, aunque a veces sea imposible de comprender en ese momento. Y es que, aunque la fe se basa en la esperanza de que algo mejor vendrá, también es un acto de humildad, un reconocimiento de que no todo depende de nuestra voluntad, y que a veces debemos ceder el control y confiar en que el camino que se nos presenta, por difícil que sea, tiene un propósito más grande.
En la quietud de esos momentos de plegaria, mientras las voces se alzaban al cielo, me di cuenta de que la fe es mucho más que solo una respuesta a las necesidades del momento. Es una fuerza que da forma a nuestra manera de ver el mundo, que nos invita a vivir con una mirada que trasciende lo evidente, que nos permite ver más allá de lo inmediato. Aquellas personas no solo estaban buscando un milagro, estaban buscando vivir con la certeza de que, aunque el mundo fuera incierto, había algo más allá de lo que los ojos podían ver, algo eterno que no se ve, pero se sabe. La fe, en su aspecto más genuino, es un acto de entrega, de rendición, pero también de valentía. Es el coraje de sostener la esperanza, incluso cuando la esperanza parece frágil, el valor de creer cuando las circunstancias invitan a dudar. En cada uno de esos momentos, vi que la fe no era simplemente una respuesta pasiva a las dificultades de la vida, sino una actitud activa, un compromiso de caminar sin ver, pero confiando en que el destino está guiado por algo más grande que nosotros. Vi personas que no se rendían, que continuaban soñando, que seguían esperando, y su fe les daba una fortaleza que nada más podría haberles otorgado. La verdadera fe no depende de lo que recibimos, sino de lo que elegimos creer. Y aunque no se ve, aunque no se puede tocar, es lo que sostiene el alma en sus momentos más oscuros y le da la fuerza para seguir adelante. Vi a aquellos que oraban, no solo buscando respuestas, sino también fortaleciendo su fe en sí mismos y en el misterio que rodea nuestra existencia. Y esa fe, por más pequeña que pareciera, se convertía en el faro que los guiaba, la certeza que les decía: «Sigue, no estás solo. Aunque no veas el final del camino, cada paso que des te acerca un poco más a lo que estás esperando». En ese sentido, la fe no es solo una creencia en lo que se quiere alcanzar, sino un abrazo constante a lo que ya somos, una aceptación plena de nuestra humanidad en todo su fragor, y una certeza de que, al final, todo tiene sentido.

Golpazo a la ilusión. No hay otra manera de definir lo que vivieron las más de 2000 personas que, desafiando toda lógica, todo cansancio y toda incomodidad, decidieron acompañar a Unión un día de semana hasta Mendoza. Esa gente que dejó trabajos, estudios, familias y rutinas, lo hizo con la esperanza de ver al equipo dar un golpe histórico, un batacazo que podía cambiar el ánimo de toda una temporada. Pero, como suele pasar en este bendito deporte, una sola jugada puede borrar todo lo construido con esfuerzo, orden y convicción durante más de 90 minutos. ¿Cuántas veces se van a lamentar por esa última jugada? ¿Cuántas veces van a repasar en su cabeza el remate de Nicolás Palavecino que no entró? El fútbol no suele perdonar, y menos aún cuando las oportunidades son escasas. La frustración se vuelve aún más amarga cuando se entiende que no hubo un dominio claro del rival, que no fue un monólogo futbolístico del otro lado. Todo lo contrario: Unión lo neutralizó, lo incomodó, lo llevó al límite. Pero el destino eligió a otro. Desde lo táctico, fue un partido para subrayar con resaltador. Unión salió con una idea clara y la ejecutó con disciplina. Cada línea del equipo entendió su función y se mantuvo en un bloque compacto que le cerró todos los caminos a un River que, si bien controló la pelota en largos pasajes del partido, jamás pudo encontrar los espacios para lastimar. Unión lo maniató, literalmente. Lo obligó a jugar incómodo, lejos del área, a tomar decisiones apresuradas, a intentar desde lejos. Enfrente estaba un equipo que invierte cifras astronómicas por año, casi 100 millones de dólares, con nombres de jerarquía internacional y un cuerpo técnico consagrado. Y sin embargo, fue Unión el que impuso las condiciones defensivas, el que demostró que el fútbol también se juega desde la táctica, desde la entrega, desde la convicción colectiva de no regalar nada. No hubo lujos, pero sí hubo sacrificio. No se brilló, pero se peleó cada pelota como si fuera la última. Eso también es fútbol. Eso también es respetar la camiseta. Pero claro, lo que termina quedando es el resultado. Y ese saldo, lamentablemente, es negativo. Porque la eliminación duele, por más decente que haya sido la actuación. Porque se terminan las chances de seguir avanzando en la Copa, porque se corta una ilusión que venía creciendo con fuerza, porque hay jugadores que terminaron golpeados físicamente y porque se perdió la oportunidad de hacer historia. En el fútbol, muchas veces, los márgenes son tan finos que una sola decisión, un solo gesto técnico, puede marcar la diferencia entre la gloria y el lamento. Y hoy el hincha de Unión se queda con ese nudo en la garganta, con ese sabor amargo de saber que se estuvo a centímetros de gritar algo enorme. Que se tuvo la última en los pies de Palavecino y no se pudo concretar. Que los penales, una vez más, dictaron sentencia con la crueldad de siempre. A pesar de todo, hay motivos para aplaudir. No todo debe medirse con la vara del resultado. La entrega del equipo fue conmovedora, y el orden con el que se plantó en la cancha frente a un gigante como River fue digno de destacar. Se jugó con el corazón en la mano, pero también con la cabeza fría. Se pensó cada movimiento. Se estudió al rival. Se ejecutó un plan que estuvo cerca de dar frutos. No se improvisó. Y en ese camino, por más que hoy se sufra, hay una identidad que empieza a consolidarse. Sin dudas, este partido dolerá mucho en el corazón del hincha tatengue. Es lógico. Pero si se mira más allá de la coyuntura, si se tiene la templanza para sacar conclusiones con perspectiva, se podrá ver que hay una base desde la cual construir. El desafío ahora es transformar esta frustración en aprendizaje. No conformarse con un partido aceptable. No quedarse con que se estuvo cerca. Porque en el fútbol, como en la vida, hay que animarse siempre a ir por más. Cuando lo tenés K.O. a River y no termina en gol, es muy difícil después. Porque River, incluso en sus noches más apagadas, es ese tipo de rival que si le dejás una hendija, si no lo liquidás en el momento justo, vuelve. No importa cómo esté jugando, no importa si no genera situaciones, si no patea al arco, si sus figuras están ausentes o si el partido parece irse como arena entre los dedos: River siempre encuentra la forma de ponerse de pie. Y cuando se le perdona la vida, cuando se le da una segunda oportunidad, ese gigante dormido se despereza y te castiga sin piedad. Por eso duele tanto esa jugada final, esa posibilidad concreta que tuvo Unión de sellar una historia que hubiera sido inolvidable. Porque no se trataba solo de ganarle a un grande, sino de eliminarlo en un mano a mano, en una instancia decisiva, demostrando carácter, estrategia y valentía. Y lo más doloroso es saber que estuvo al alcance de la mano, que no fue una utopía ni un deseo ingenuo: fue real, palpable, cercano. Pero no entró. Y en el fútbol, como en pocas cosas, la delgada línea entre el éxito y el fracaso se mide por centímetros, por segundos, por decisiones que no se pueden revertir. A partir de ahí, la historia se tiñó de ese tono cruel que tienen los penales. Esa ruleta implacable que no distingue méritos ni justicia. Porque en los 90 minutos, Unión fue superior en muchos aspectos: el equipo jugó con más humildad táctica, con más rigor en la marca, con más cohesión en sus líneas. Incluso desde lo emocional, fue un equipo con nervios de acero, que no se descompuso nunca, que no se achicó ante la camiseta ni ante la presión. Pero en los penales, todo eso se diluye. Lo que queda es un cara o cruz que puede consagrarte o destrozarte en un suspiro. Y ahí, una vez más, faltó ese golpe de suerte, ese instante de inspiración, esa pizca de fortuna que a veces es todo lo que te separa de una hazaña. Se fue la Copa. Se fue una gran oportunidad. Pero no se puede decir que se perdió sin haber dejado el alma. Y eso, aunque no consuela en lo inmediato, será recordado con orgullo en un futuro no tan lejano. Hoy, la tristeza envuelve al pueblo tatengue. Porque se soñó en grande, porque se estuvo a punto, porque se tuvo contra las cuerdas a un rival de peso pesado y no se logró conectarle ese golpe final que lo mandara a la lona. Esos partidos dejan marcas. Marcas profundas. Pero también siembran semillas. Semillas de convicción, de rebeldía, de autoestima. Porque este equipo, con menos recursos, con menos nombres rutilantes, con menos prensa, estuvo ahí. A un penal, a una definición, a una pelota cruzada de escribir una de las páginas más hermosas de su historia reciente. Por eso, más allá del dolor, hay que sostener esta identidad, este espíritu. Porque Unión demostró que puede competir. Que puede plantarse. Que puede soñar. Y aunque hoy la herida esté abierta, mañana será esa herida la que recordará que vale la pena volver a intentarlo. Porque a veces, incluso sin el resultado a favor, hay partidos que te acercan más que nunca a lo que querés ser.

Y si hay algo que quedó claro después de este partido, es que Unión está mucho más cerca de lo que muchos creen. Que esa distancia que parece abismal entre los equipos con presupuestos siderales y aquellos que construyen desde el sacrificio, desde la humildad y el trabajo silencioso, puede achicarse cuando hay un plan, cuando hay convicción, y cuando hay un grupo humano que juega con el corazón y no negocia el esfuerzo. Porque Unión no fue menos. En ningún momento pareció un equipo inferior, ni intimidado, ni resignado a ver cómo pasaban los minutos esperando que lo inevitable suceda. Al contrario: fue Unión el que marcó el ritmo emocional del partido. Fue Unión el que hizo que River se vea incómodo, lento, predecible. Lo obligó a jugar a un ritmo que no le convenía, lo llevó a cometer errores no forzados, a chocarse contra un muro defensivo que no se desordenó jamás. Y eso, aunque no se vea en los titulares de los diarios, aunque no se viralice en redes, habla de un proceso. De una idea. De una construcción colectiva que merece ser valorada, defendida y profundizada. Es cierto, no alcanza solo con competir. No alcanza solo con estar cerca. Porque el fútbol profesional, especialmente en estas instancias, exige resultados, pide que se concreten las oportunidades, que se gane más allá de lo bien que se haya jugado. Pero también es cierto que para ganar primero hay que saber competir, y Unión hoy compitió. De igual a igual. Con dignidad. Con personalidad. Y eso no es poco. Sobre todo cuando del otro lado tenés a un equipo que está acostumbrado a estas noches, a este tipo de presiones, que sabe moverse en estos contextos como pez en el agua. Unión no solo estuvo a la altura, por momentos fue superior. Y eso, aunque hoy duela por lo que se perdió, es un punto de partida. Un mensaje claro para todos: el club está creciendo, está madurando, y puede pelearle de frente a cualquiera. No desde la casualidad, sino desde el convencimiento. Desde una identidad clara. Los jugadores se fueron con rostros desencajados. Algunos con lágrimas en los ojos, otros con la mirada perdida, buscando respuestas en el pasto que no hablaba. Porque saben que dieron todo. Y eso es lo que más duele: haber estado tan cerca y quedarse con las manos vacías. Pero también es eso lo que más enorgullece. Porque cuando se deja el alma en la cancha, cuando se juega con esa entrega, no hay nada que reprochar. Y eso el hincha lo sabe. Por eso aplaudió, por eso acompañó, por eso cantó hasta el final, incluso en la derrota. Porque entendió que ese grupo de jugadores lo representó. Que luchó como se esperaba. Que honró la camiseta. Y eso, en tiempos donde muchas veces se juega sin alma, vale mucho más de lo que se mide en puntos o trofeos. Ahora vendrán días difíciles. De bronca, de análisis, de silencio quizás. Pero también vendrán días de reconstrucción. De mirar lo que se hizo bien, de corregir lo que faltó, de preparar el próximo desafío con la misma seriedad y entrega. Porque si algo dejó claro este partido, es que Unión no necesita cambiar su esencia. Solo necesita seguir creyendo. Y entender que, a veces, los golpes más duros son los que forjan el carácter de los equipos que están destinados a cosas grandes. Porque caer así, con dignidad, con rebeldía, con el escudo en alto, no es retroceder. Es tomar impulso.
Lamentablemente, siempre le faltan cinco para el peso cuando se trata de dar el golpe ante esta clase de rivales. Esa es una realidad que, con el paso de los años, se repite una y otra vez en los enfrentamientos entre Unión y River. Son historias que se repasan con nostalgia y frustración, con ese sabor amargo de haber estado al borde, de haber tenido el partido controlado, pero de no haber podido cerrar la jugada final. Son episodios cargados de anécdotas que siguen siendo recordadas por los hinchas tatengues, que las tienen grabadas a fuego en la memoria colectiva. Goleadas, finales que se perdieron sin perder, decisiones que hoy se ven como errores de cálculo, y transacciones que marcaron un antes y un después en el fútbol argentino. La relación entre estos dos gigantes del fútbol argentino ha estado plagada de momentos históricos que, aunque no siempre se resolvieron a favor de Unión, siguen siendo parte fundamental de la historia del club, como por ejemplo, la final que Unión no perdió. En 1979, Unión llegó a la final del Nacional ante un River que tenía, como base, a jugadores que habían sido campeones del mundo el año anterior. En Santa Fe, una noche en la que los bomberos debían asistir en las tribunas a gente que se desmayaba por el calor y lo apretado que estaban en ese estadio repleto «de bote a bote», abrió la cuenta Carlos Mazzoni y empató el Beto Alonso en el final. En cancha de River, el resultado fue 0 a 0 con aquélla famosa gran jugada del Loco Stelhick, pasando entre dos jugadores en el final del partido y quedando mano a mano con Fillol, quién le tapó en gran forma el disparo que le pudo haber dado el título de campeón a Unión. Un año antes, en 1978 -el año de los 24 partidos invicto de Unión- el Tate cayó con River en las semifinales del Nacional. La mejor actuación de Unión en la Copa Argentina se dio en 2016, cuando el entrenador era Leonardo Madelón. Llegó a cuartos de final y fue eliminado por River, que era dirigido por Gallardo y luego fue campeón. Ese partido se jugó en Mar del Plata y terminó 3 a 0. Anteriormente, Unión había dejado en el camino a Atlético Paraná, Unión Aconquija y Estudiantes de La Plata. La segunda mejor actuación fue cuando llegó a octavos en 2017, también con Madelón, y fue eliminado en Córdoba por Deportivo Morón. Previamente había eliminado a Nueva Chicago y a Lanús. Las dos primeras actuaciones se dieron en el 69 y el 70. En una fue eliminado por Independiente y en la otra por San Lorenzo. El año pasado, dirigido por el Kily González, Unión fue eliminado en primera instancia por Gimnasia y Esgrima de Mendoza en Junín. Ese día, el Kily se fue muy enojado de la cancha de Sarmiento y hubo que convencerlo para que no presente la renuncia, tal cual era su intención. El 24 de julio de 1970, Unión sufrió uno de sus peores golpes en el Monumental: un aplastante 0-6 que dejó a todos sin palabras. Ese partido, que fue televisado a todo el país, marcó el inicio de una campaña floja para el club, que más tarde, en el Reclasificatorio, no pudo evitar el descenso. Pero la verdadera decisión equivocada ocurrió poco después, cuando la dirigencia de Unión tomó la controversial decisión de retirarse de los torneos de AFA para volver a jugar en Primera a través del torneo Nacional. Esa decisión, que muchos años después se reconoció como errónea, marcó una etapa de incertidumbre para el club, que recién pudo regresar a las competiciones oficiales en 1973. A pesar de estos tropiezos, Unión tuvo varios momentos de gloria que siguen vivos en la memoria de sus hinchas. En 1975, en medio de una temporada brillante en la que logró ganar cinco partidos de manera consecutiva, el equipo de Ángel Labruna se vio obligado a enfrentar a Unión en el Monumental. La relación entre los presidentes de ambos clubes estaba en su mejor momento y, antes del partido, el presidente de Unión, Rafael Aragón Cabrera, se encontró con Súper Manuel Corral y le dijo que ya se había colgado el cartel de entradas agotadas. Sin embargo, el partido terminó en una derrota para Unión por 4 a 2, aunque con la satisfacción de haber demostrado que podía competir de igual a igual con uno de los equipos más poderosos del país. Unión, como se dice en el fútbol, «le hizo frente a los grandes», y lo hizo con una personalidad que deslumbró a propios y extraños. Un ejemplo claro fue en junio de 1975, durante el famoso «Rodrigazo», cuando el equipo tatengue dejó una de sus actuaciones más deslumbrantes de esa época. En ese partido, jugado en el estadio de Vélez Sarsfield, Unión venció a River 2 a 0 con goles de Mastrángelo y Luque, y con una intervención clave de Gatti, quien le detuvo un penal a Beto Alonso. Este triunfo es recordado por la audiencia de la época no solo por el resultado, sino por la audacia de la jugada: Unión, lejos de jugar a la defensiva, fue a buscar el partido con todo. A partir de allí, Unión logró una «paternidad» momentánea sobre River. Con una victoria tras otra, el equipo tatengue logró llevarse varios puntos importantes que marcaron la historia del club. El triunfo más resonante de esa racha fue el 1-0 en el Metropolitano de 1976, en el que un golazo de Víctor Marchetti, con un gran remate al ángulo, dio el triunfo a Unión ante River. Ese partido, jugado en la cancha de Colón, demostró que el club de Santa Fe podía plantarse de igual a igual ante los gigantes del fútbol argentino. Los años 70 también marcaron otro hito histórico en la relación entre ambos clubes: el traspaso de Leopoldo Luque a River. En un hecho que se convirtió en un récord nacional en ese momento, Luque fue vendido a River en una cifra astronómica para la época: 780 millones de pesos moneda nacional. Ese pase, que se concretó antes del inicio del Nacional de 1975, fue una de las transacciones más importantes de la historia del fútbol argentino, y selló la relación entre ambos clubes de una manera irreversible. Unión siguió demostrando su capacidad para dar pelea en todos los frentes, y en 2000, en un partido jugado en el Monumental, Juan José Jayo dejó una de las jugadas más recordadas de la historia reciente. El peruano clavó un golazo en el ángulo que dejó a todos los hinchas de River atónitos, y aunque el partido terminó 2-1 a favor de Unión, esa jugada quedó como un símbolo de lo que podía hacer el equipo cuando se lo proponía .Como si fuera un viaje a través del tiempo, la historia de Unión contra River continúa siendo un relato de frustración, pero también de momentos gloriosos, de sacrificio, de lucha constante. Cada uno de estos capítulos, con sus alegrías y tristezas, forma parte de la identidad del club. Unión no siempre ha tenido el golpe final para vencer a los gigantes, pero siempre se ha mostrado digno ante ellos, demostrando que, aunque falten cinco para el peso, nunca faltó el coraje.

En el año 1987, otro capítulo de esta historia de rivalidad y lucha se escribió en la cancha de Colón, un escenario que se había convertido en un «refugio» temporal para Unión, debido a la suspensión de su estadio. Fue en ese contexto que Unión, con una dirección técnica a cargo de Leopoldo Luque, logró una victoria resonante ante River, con un 3-1 que dejó a todos sorprendidos. Los goles de Toresani y dos de Bobadilla (uno de penal y el otro de tiro libre) le dieron el triunfo al conjunto tatengue, mientras que el único tanto de River fue obra de un joven Claudio Caniggia. Este triunfo, ante un River que contaba con jugadores de renombre, como el propio Caniggia, representó no solo un golpe de efecto en la temporada, sino también un símbolo de que, incluso en las situaciones más difíciles, Unión siempre estaba dispuesto a dar batalla. El enfrentamiento de 1987 dejó una marca indeleble en la memoria del hincha tatengue. No solo por la victoria, sino también por el contexto de esa época, en la que el club se encontraba en un proceso de reconstrucción tras haber vivido años difíciles, de esos que ponen a prueba la identidad de cualquier institución. El triunfo ante River representaba más que tres puntos; era un mensaje claro: Unión seguía siendo un rival de peso, capaz de plantarse ante los grandes, aunque la historia reciente estuviera marcada por momentos de sufrimiento. A pesar de esas victorias puntuales, la relación entre Unión y River sigue estando marcada por ese «casi». Como si la historia de este enfrentamiento estuviera escrita bajo un guion que siempre dejara a Unión a un paso de la gloria, pero nunca del todo cerca. Esa fue la sensación al final de 1979, cuando Unión llegó a la final del Nacional ante un River que venía de consagrarse campeón del mundo en 1978. En el primer partido, jugado en Santa Fe, la hinchada tatengue vivió una noche mágica, pero el empate 1-1 con el gol de Carlos Mazzoni y la igualdad en el Monumental, con la jugada de Stelhick que le podría haber dado el título a Unión, dejaron la sensación de que la historia no se había cerrado como se esperaba. Aunque ese empate sin goles en el Monumental fue el resultado que terminó por entregarle el campeonato a River, el hincha tatengue aún recuerda con nostalgia el momento en que se estuvo tan cerca de conseguir un título que nunca se había alcanzado. Lo curioso de estos enfrentamientos es que, a lo largo de los años, la historia no solo ha sido escrita en el campo de juego, sino también en las oficinas y en las negociaciones. La venta de Leopoldo Luque a River en 1975, como mencionábamos antes, fue un hito que marcó un antes y un después no solo para el club de Santa Fe, sino también para el fútbol argentino. Ese pase, que se concretó por una cifra millonaria para la época, cambió el rumbo de ambos clubes. Por un lado, River sumaba a un jugador de gran jerarquía, pero por otro, Unión perdía a uno de sus máximos referentes, en lo que se convirtió en una de las transacciones más importantes en la historia del fútbol nacional. Y como si el destino de estos equipos estuviera sellado por una fuerza invisible que los empujaba siempre a ese equilibrio de victorias y frustraciones, en 2002, el fútbol les ofreció un nuevo capítulo para escribir. Ese año, el estadio Monumental volvió a ser testigo de otra goleada de River por 6-0, el segundo de los dos fatídicos 0-6 que Unión sufrió a lo largo de su historia en el campo de juego de su histórico rival. Aquella vez, con Griguol en el banco, la derrota fue un golpe durísimo que quedó grabado en la memoria de todos los hinchas tatengues, pero también en la de un grupo de jugadores que nunca dejaron de luchar. En esos partidos, cuando el marcador parece dictar el fin de toda esperanza, es cuando el corazón de los hinchas late más fuerte, porque en la derrota también se aprende. Y esa es una de las grandes lecciones que dejó ese 2002: no importa cuán lejos te pongas del objetivo, lo que realmente importa es cómo sigues adelante. A lo largo de las décadas, los enfrentamientos entre Unión y River han sido mucho más que simples partidos de fútbol. Son historias que se entrelazan con la cultura popular, con los recuerdos de generaciones de hinchas que, aunque no hayan visto al equipo de sus amores consagrarse campeón ante el rival de siempre, han vivido con la convicción de que el fútbol es mucho más que una cuestión de victorias y derrotas. Es una cuestión de identidad, de lucha, de honor. Hoy, cuando se repasan estos momentos, uno no puede evitar pensar que, si bien los resultados no siempre fueron los que se esperaban, la grandeza de Unión se mide en la forma en que ha enfrentado a los gigantes del fútbol argentino. Los partidos ante River, más allá de los goles y los puntos, han sido una reafirmación constante de que, en cada enfrentamiento, el espíritu tatengue sigue vivo. Y eso, por más que a veces falten esos cinco para el peso, sigue siendo lo que define a un club grande: la pasión, la entrega, y la perseverancia. Porque Unión ha demostrado que, aunque no siempre haya conseguido el golpe final, su historia es una que merece ser contada y recordada con orgullo, como un club que nunca dejó de soñar, incluso cuando parecía que la victoria se escapaba a lo lejos.
¿El peor River desde la vuelta a Primera?
El otro día, mientras escuchaba con cierta curiosidad la reacción de Flavio Azzaro respecto al agónico empate de River ante Lanús, me encontré con una afirmación suya que, en un primer momento, me pareció una completa exageración: dijo que este es el peor River desde su regreso a Primera División. Y, sinceramente, mi reacción inicial fue de desacuerdo, incluso de cierta incredulidad. Porque, aunque uno pueda estar en desacuerdo con el rendimiento del equipo, esa clase de sentencia suena, de entrada, como una provocación más propia del ambiente mediático que de un análisis serio. Sin embargo, lo cierto es que, con el paso de los días, esa frase empezó a resonar en mi cabeza de forma distinta, casi como una advertencia que, por su contundencia, se negaba a ser ignorada. Y ahí fue cuando decidí detenerme, dejar de mirar los partidos como un simple espectador que consume fútbol por costumbre, y empezar a observar con atención, con ese ojo crítico que uno suele reservar solo para el análisis de los equipos de su propia provincia, como Unión o Colón. Porque, seamos sinceros, a veces creemos seguir a River o a Boca con rigurosidad, pero no siempre nos involucramos con el nivel de profundidad que un verdadero diagnóstico exige. Fue en ese proceso de observación y reflexión donde, inevitablemente, empecé a notar lo que antes pasaba desapercibido o, al menos, lo que uno prefería justificar: River no juega a nada. Esa es, quizás, la frase más dolorosa que se puede decir sobre un equipo con tanta historia, pero también es la más precisa. Lo alarmante no es simplemente el hecho de que River esté jugando mal, sino que lo hace desde un lugar de absoluta desconexión futbolística, sin una idea clara, sin una estructura reconocible, sin un plan que se perciba como coherente o eficaz. Y lo que vuelve esta situación todavía más preocupante es que, incluso sin perder en los últimos dos meses —la última derrota data de hace exactamente 60 días, frente a Inter, en el Mundial de Clubes, por 2 a 0—, el equipo no transmite sensación de crecimiento, de evolución, de solidez. Es como si River estuviera detenido en el tiempo, atrapado en un limbo donde no retrocede ni avanza, donde el empate contra Lanús, lejos de ser una excepción, fue una confirmación de su momento. Porque ese empate agónico, lejos de ser una anécdota de último minuto, se construyó durante todo el partido. Desde el primer tiempo, ya se percibía que River no dominaba, no imponía condiciones, y que cualquier descuido podía costarle caro. Y así fue. El equipo no transmite peligro, no impone respeto, no juega con el peso que su camiseta supone. El segundo ciclo de Marcelo Gallardo, ese que llegó con una expectativa gigantesca después de una primera etapa llena de gloria y títulos, parece hoy una obra inacabada, un proyecto que no termina de cuajar y que se sostiene, más que nada, en el prestigio del pasado. Resulta evidente que Gallardo intenta replicar la esencia de aquel River de 2015 o 2018, ese equipo intenso, ambicioso, dominante, pero lo cierto es que, por más nombres que cambien, por más tácticas que se prueben, lo que no se recupera es el alma de aquel conjunto. River intenta, eso es innegable. Busca ser protagonista, tener la pelota, presionar alto, hacer sentir su jerarquía. Pero esos intentos se quedan en la superficie. Porque el problema no está solo en la forma, sino en el fondo: este equipo no tiene memoria. No hay una continuidad de funcionamiento, no hay una línea de juego consolidada. Y en ese contexto, las lesiones tampoco ayudan. Las ausencias constantes de jugadores clave —Montiel, Paulo Díaz, Martínez Quarta, Driussi, el Pity Martínez, y ahora, de manera particularmente dolorosa, Germán Pezzella, que estará fuera hasta 2026—, rompen cualquier intento de estabilidad. Se podría decir que River vive en una especie de pretemporada eterna, donde todo está en construcción, pero nada se consolida. Y eso genera un desgaste, tanto interno como externo. Porque ver a River jugar entre cinco y seis puntos, sin brillar, sin sobresalir, se vuelve una experiencia frustrante para cualquiera que haya conocido al equipo en su mejor versión. A veces, como ocurrió en la revancha contra Libertad por la Libertadores, el equipo hasta decepciona, y eso ya no puede ser considerado un simple bache, sino un síntoma de algo más profundo. Si hay algo que todavía sostiene a este River es la figura de Franco Armani. El arquero, con su jerarquía intacta, sigue siendo un salvavidas en medio del naufragio. Cada vez que River flaquea, cada vez que el rival se acerca con peligro, ahí está él para evitar la caída. Es curioso que en un equipo dirigido por Gallardo, el gran sostén no sea el juego ofensivo ni el control del medio, sino el rendimiento individual de un arquero que, a esta altura, debería estar más cerca del retiro que de su punto máximo. Y entonces surge la pregunta inevitable: ¿por qué River gana los partidos que gana? Y la respuesta, aunque incómoda para algunos, es bastante directa: porque River tiene mucho más que los demás. Por su infraestructura, su presupuesto, su plantel lleno de nombres importantes y su peso institucional. En los últimos dos mercados de pases, por ejemplo, se gastaron más de 53 millones de dólares, una cifra descomunal si se la compara con la inversión total del primer ciclo de Gallardo. Solo por Kevin Castaño se pagaron 13,8 millones, una muestra clara de que, al menos en el plano económico, no se escatimaron esfuerzos. Pero ese gasto no ha tenido un correlato en el campo de juego. El equipo, en lugar de potenciarse, parece más confundido que nunca. Lejos de encontrar su identidad, se hunde en una crisis futbolística que ya lleva más de un año y medio, y que en este 2025 se ha profundizado de manera evidente. Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, empieza a parecer cierta aquella afirmación que tanto ruido generó: este River, el de hoy, puede ser el peor desde el regreso a Primera en 2012. Lo más preocupante es que, a diferencia de otros momentos de crisis, esta vez el problema no parece tener una solución rápida o evidente. Gallardo, que fue capaz de reinventarse muchas veces en su primera etapa, hoy parece preso de sus propias convicciones. Insiste con futbolistas que no están a la altura, se empecina en esquemas que no funcionan, y sigue apostando a una fórmula que, por ahora, no da resultados. En una entrevista reciente, el propio Gallardo reflexionó sobre la relación entre la inversión y el rendimiento, y dejó en claro que gastar no garantiza el éxito. Fue una autocrítica implícita, pero también una advertencia: no se puede construir un equipo solo con dinero. Se necesita tiempo, trabajo, y sobre todo, una idea clara. Gallardo es un «hombre de época», como lo fueron Bianchi, Zubeldia o Pizzuti. Es, sin dudas, uno de los entrenadores más importantes de la historia del fútbol argentino. Y por eso mismo, muchos están dispuestos a darle más margen. Pero han pasado 14 meses desde su regreso, y en ese tiempo, River no ha mostrado nada realmente consistente. Sí, hay momentos de buen fútbol, chispazos, ráfagas. Pero son eso: momentos. Nunca una actuación completa, nunca un dominio sostenido. Y esa irregularidad, en un equipo grande, siempre es sinónimo de preocupación. El hincha de River, que no es ingenuo y conoce bien la historia de su club, empieza a transitar una especie de dilema interno. Por un lado, hay un sentimiento de gratitud y lealtad hacia Gallardo, el técnico que llevó al club a la cima de América y que marcó una época dorada. Pero, por el otro, también hay una exigencia lógica, propia de una institución que siempre debe apuntar a lo más alto. Y en ese conflicto, lo que aparece es la duda. Porque este River no solo juega mal, sino que ha perdido esa chispa que lo hacía distinto. Ya no intimida, ya no presiona como antes, ya no liquida partidos en veinte minutos. Se ha vuelto un equipo plano, predecible, que depende demasiado de las individualidades y que rara vez logra imponer condiciones. Por eso, más allá de los resultados que puedan maquillar la realidad, lo que preocupa de verdad es la sensación de estancamiento. Una sensación que no solo atraviesa el juego, sino también el alma del equipo. Y es ahí donde Gallardo deberá demostrar, una vez más, si está a la altura del desafío. Porque River necesita mucho más que memoria y prestigio: necesita presente, necesita fútbol, y sobre todo, necesita reencontrarse con su verdadera identidad.
Y lo más desconcertante de todo esto es que, incluso después de haber protagonizado un mercado de pases tan ambicioso como el que vivió recientemente, con incorporaciones de alto perfil como Sebastián Driussi, Lucas Martínez Quarta y Fabricio Bustos —jugadores que en otro contexto hubieran representado una verdadera declaración de intenciones—, River continúa navegando a la deriva, sin una identidad futbolística clara, sin esa impronta reconocible que durante tanto tiempo lo convirtió en un referente del juego bien ejecutado, de la presión coordinada, de la verticalidad letal y de la ambición sostenida. Resulta casi paradójico que, habiendo invertido sumas millonarias en reforzar el plantel con nombres de jerarquía probada y con pasado en la institución, cada nueva ficha parezca no integrarse en un sistema colectivo, sino, por el contrario, sumarse a un mecanismo que cruje, que no fluye, que no termina de consolidarse. Los constantes cambios de nombres, las modificaciones tácticas que no se traducen en mejorías notorias sobre el terreno de juego, la falta de una estructura sólida que ofrezca respaldo a los futbolistas, son todos indicios de un equipo que, más allá de sus individualidades, no encuentra el camino. Y en el fútbol, donde lo colectivo debe prevalecer siempre sobre lo individual, ni el más talentoso puede brillar si el entorno no lo acompaña. A lo largo de los años más exitosos del ciclo Gallardo, River supo tener futbolistas extraordinarios, pero lo que verdaderamente marcó la diferencia fue el andamiaje colectivo, el entramado táctico que potenciaba a esas figuras. Así como Messi brilló en un Barcelona que jugaba de memoria, o como Palermo encontraba el gol en un Boca donde cada jugador sabía a la perfección su rol bajo el mando de Bianchi, los grandes talentos necesitan de un ecosistema ordenado, coherente, que les permita jugar con libertad dentro de un marco conceptual firme. Hoy, eso es exactamente lo que le falta a River. La desorganización es tal, que ni siquiera la calidad de sus figuras logra revertirla. Por más millones que se gasten, por más nombres que se acumulen en una planilla, si no hay una idea de juego definida, el equipo nunca dejará de parecer improvisado. Sin embargo, en medio de esta confusión táctica y emocional, persiste un elemento que, más que un jugador, se ha transformado en una tabla de salvación: Franco Armani. El arquero, con sus reflejos intactos y su temple inalterable, ha sido el sostén silencioso de un River que, de no contar con su solidez bajo los tres palos, habría perdido mucho más de lo que ha perdido. Pero también es cierto que depender tanto de un solo futbolista, incluso de uno tan confiable como Armani, es una señal de alarma. Los equipos grandes, los equipos que aspiran a ser protagonistas en los grandes escenarios, no pueden permitirse que su pilar sea un arquero expuesto constantemente por una defensa vulnerable o por un mediocampo inconexo. Esa sobrecarga de responsabilidad sobre un único jugador no solo es injusta, sino insostenible a largo plazo. Por eso, más allá del respeto que merece Gallardo —uno de los entrenadores más importantes en la historia del fútbol argentino, cuyo prestigio nadie puede discutir—, también debe aceptarse que su segundo ciclo está bajo la lupa, y que la crítica, esa que alguna vez pareció injusta o prematura, ha ganado peso con el correr de los meses. No alcanza con rememorar las glorias pasadas ni con refugiarse en los títulos ganados: el fútbol exige presente, y, en este contexto tan enrarecido, donde el rendimiento del equipo dista mucho de las expectativas y las formas se alejan del estilo que alguna vez lo definió, comienza a emerger una sensación que hasta hace no mucho resultaba impensada: la fatiga del ciclo. Una especie de desgaste que no tiene tanto que ver con los resultados —que, aunque irregulares, no son catastróficos—, sino con el hartazgo de ver a un equipo que no responde, que no emociona, que no construye ni convence. Porque lo que verdaderamente termina hastiando al hincha no es solo empatar con Lanús en el último minuto o no poder ganarle a rivales menores, sino la sensación de que se perdió ese fuego interno, esa convicción innegociable que caracterizó al River de los grandes momentos. Aquel equipo que se sentía capaz de torcer cualquier adversidad, que convertía la presión en combustible, y que salía a cada cancha, propia o ajena, con la certeza de que iba a imponer condiciones. Hoy, en cambio, River parece salir a los partidos con una mezcla de dudas e improvisación, como si no supiera exactamente qué busca ni cómo pretende conseguirlo. Y eso, viniendo de un equipo dirigido por Marcelo Gallardo, no puede dejar de sorprender. Porque si algo supo ofrecer Gallardo en su primera etapa fue claridad de ideas, orden conceptual, liderazgo firme y visión estratégica. Hoy, sin embargo, se lo ve más replegado, más reactivo, atado quizás a un plantel que no responde, o tal vez a su propia exigencia de replicar un modelo que ya no se ajusta a las circunstancias actuales del fútbol sudamericano.
El desarrollo de los primeros 45 minutos
En tono distendido y con una sonrisa cómplice, Leonardo Carol Madelón dejó escapar una frase cargada de ironía que, sin embargo, encierra una verdad futbolística nada menor: “habría que secuestrar a Colidio” para poder jugarle con algo más de chances a este River de ritmo arrollador. Aunque lo dijo en broma, esa frase sintetiza con crudeza lo que muchos entrenadores piensan, incluso si no lo dicen: enfrentarse al River de Gallardo –o al legado que aún perdura de su ciclo– no es simplemente una cuestión de táctica, sino una odisea emocional, un desafío físico y mental que desgasta desde el minuto cero. River no da respiro. No hay partido en el que no salga a imponer condiciones, a tomar la iniciativa, a atacar con determinación desde el inicio. La postura del equipo está clara: dominar, forzar errores, romper estructuras defensivas con movilidad y pases precisos. Su juego podrá tener matices, variantes y evoluciones, pero hay un elemento invariable: su estrategia. River siempre va al frente. No se esconde, no especula, no negocia su identidad. Y es justamente ahí donde radica su previsibilidad: no en las jugadas, sino en la propuesta general. Todos saben que el Millonario no saldrá a esperar ni a cerrarse atrás, pero aun sabiéndolo, no todos logran neutralizarlo, porque hay algo de inercia, de intensidad y de convicción que desborda a quienes intentan resistir.Ahora bien, esa misma convicción ofensiva, que le ha valido elogios y títulos, tiene su contracara. River ataca con tantos hombres, adelanta tanto las líneas y asume tantos riesgos que, cuando pierde la pelota, queda en una situación frágil. No produce del mismo modo para replegarse que para avanzar. Su prioridad es clara: atacar antes que defender. Por eso depende mucho del funcionamiento de la línea defensiva y de que el arquero tenga una noche lúcida. El partido frente a Libertad de Paraguay dejó esto al desnudo. River arrancó como una tromba, sometiendo al rival, generando ocasiones y, como era de esperarse, marcando el primer gol. Sin embargo, esa confianza en su dominio fue traicionera. Libertad, sin hacer demasiado ruido, avisó un par de veces que podía lastimar. Y lo hizo: encontró un hueco, aprovechó un descuido y empató el partido, demostrando que a River, cuando se le corre el velo del ataque, puede vérselo desnudo en defensa. No fue una sorpresa para los que analizan fútbol: es el costo de un estilo que prioriza la belleza, la iniciativa y el protagonismo, incluso por encima de la cautela. En ese marco, el planteo de Unión fue tan ambicioso como consciente de sus limitaciones. Madelón sabía que iba a tener menos la pelota, menos situaciones (tuvo más), y menos control territorial, pero también sabía que debía generar incomodidad, desacomodar a River en sus circuitos habituales. Por eso, en los primeros minutos del partido, se animó a plantarse de igual a igual, con un bloque alto, apostando a la presión y al juego directo. River, con su ya clásica tenencia de balón, intentaba generar desde muy atrás, con Enzo Pérez retrocediendo hasta casi meterse entre los centrales. ¿Qué buscó? Generar superioridad numérica en la salida, pero tuvo un efecto contraproducente. River quedó demasiado atrás para iniciar juego, sin profundidad, sin sorpresas. Los intentos de progresar se ahogaban en la primera línea de presión. Se acumulaban los pases laterales, sin arriesgar, sin saltar líneas, sin filtrar. Unión, por su parte, se mostraba sólido, compacto, con líneas cerradas en un disciplinado 4-4-2 defiendo con orden, sin regalar espacios, plantando una trampa táctica que, al menos durante ese tramo del partido, pareció dar resultados. Los intentos de River por romper ese cerrojo se volvieron repetitivos. En los primeros compases del encuentro, buscó lastimar con pelotazos cruzados, intentando explotar las espaldas de los laterales rivales, sobre todo de Lautaro Vargas. Fue una fórmula que no prosperó demasiado, en parte porque Unión defendía bien, pero también porque River no encontraba sincronización ni sorpresa. Los laterales, generalmente claves en la ofensiva millonaria, no aparecieron como de costumbre. La actividad por las bandas fue escasa. Unión, que depende mucho del aporte ofensivo de sus propios laterales, también se vio contenido. Lautaro Vargas, por ejemplo, estuvo más pendiente de controlar que de proyectarse, enfocándose en cerrar espacios y resistir los embates de su sector. El juego se trababa. River intentó explotar el costado izquierdo, tratando de aprovechar los movimientos al vacío de Salas, con pelotas a la espalda del ex Defensa y Justicia. Pero la mayoría de esos intentos fueron neutralizados por Marcos Acuña, que tuvo una participación muy comprometida desde lo físico, entregándose por completo en cada pelota dividida. Quiso ser profundo con sus subidas, pero el andamiaje defensivo de Unión, bien parado y con ayudas constantes, no le permitió prosperar. Además, sus centros fueron imprecisos, su aporte ofensivo, irregular. En una jugada, incluso, intentó salir gambeteando desde el fondo, arriesgando en una zona sensible y casi comete un error que pudo haberle costado caro. El partido dejaba una radiografía precisa de lo que implica enfrentar a River: un equipo que obliga a jugar al límite, que no permite relajación, que lleva a los rivales a exigirse en cada línea. Pero también dejó al descubierto que ese ímpetu ofensivo puede volverse en su contra si el rival logra sostener el orden, resistir el primer embate y aprovechar los espacios que deja el equipo de Gallardo cuando se lanza con todo hacia adelante. Unión no logró doblegar al gigante, pero lo incomodó, le cerró caminos y, al menos por momentos, le mostró que su estrategia –por más poderosa que sea– no es invulnerable.
Como era previsible, River comenzó a mostrar un crecimiento paulatino pero constante en el desarrollo del juego. La intención del equipo se hizo evidente desde los primeros minutos, buscando explotar los costados del campo como vía de progresión ofensiva. Marcos Acuña, por el sector izquierdo, fue una de las piezas claves para generar amplitud y profundidad, y aunque su participación no siempre tuvo un desenlace lúcido, su entrega fue innegociable. El defensor neutralizó una y otra vez los avances de Unión por su sector, mostrándose sólido en la marca y dispuesto a arriesgar en cada disputa. A pesar de su insistencia en las escaladas por la banda, el conjunto santafesino supo cerrar líneas con disciplina táctica y eficiencia defensiva, impidiéndole al lateral generar ocasiones claras. La irregularidad en los centros y la falta de precisión en las conexiones con Ignacio Fernández limitaron la peligrosidad de River, que, aunque tenía la pelota y la iniciativa, no lograba alterar el ritmo del partido. El juego en el medio se tornaba plano, monótono, carente de aceleración, con pases previsibles y sin profundidad. Nacho, lejos de su mejor versión, parecía más comprometido con los retrocesos y la construcción desde atrás que con la creación de juego ofensivo. La mayoría de sus intervenciones eran al pie y sin sorpresa, lo que lo mantenía alejado del área rival y del desequilibrio que suele aportar cuando encuentra espacios. Pese a las buenas intenciones, no logró culminar con claridad ninguna jugada, lo que alimentaba la sensación de que a River le costaba demasiado traducir su dominio territorial en peligro real. El plan de River se completaba con una presión alta bien coordinada, que tenía como principal objetivo impedir que el fútbol de Unión pasara por los pies de Mauricio Martínez. El mediocampista central era el encargado natural de iniciar las jugadas del Tatengue, pero el asedio constante del conjunto millonario le impidió conectarse con fluidez. Aún así, Caramelo mostró carácter y sacrificio, corriendo de manera incansable detrás de la pelota y tratando de aportar equilibrio en un contexto adverso. Se supo que durante la semana había disputado el partido ante Huracán con algunas líneas de fiebre. Al llegar a Mendoza, dejó en claro que Unión no se sentía menos que su rival: “River tiene un plantelazo, lo respetamos mucho, pero nosotros también tenemos nuestras armas e intentaremos hacerlas valer para superarlo”. Esta declaración no fue un simple acto de cortesía futbolera, sino una expresión de convicción que su equipo intentó llevar a la práctica. Sin embargo, el asedio de River lo forzó a replegarse, y su influencia fue cada vez más difusa. A partir de ahí, el elenco de Núñez optó por un cambio de estrategia ofensiva: dejó de recurrir a los pelotazos largos cruzados a espaldas de los defensores para probar con pases filtrados por el medio, intentando explotar los espacios que empezaban a abrirse por el desgaste físico de Unión y la desconexión entre sus líneas. El propio Mauricio Martínez tuvo un momento destacado al notar que Franco Armani estaba adelantado y se animó con un remate desde mitad de cancha que por poco no se convierte en una genialidad. También estuvo cerca de marcar en el final del primer tiempo con un remate bien direccionado que se fue apenas al lado del caño izquierdo. Tras la lesión de Maizon Rodríguez, que sufrió un golpe en el tobillo derecho, el santotomesino debió reubicarse dentro del campo de juego, abandonando el mediocampo para transformarse en primer marcador central. Desde esa posición, demostró temple y eficacia: recuperó pelotas clave, jugó simple por abajo, y cuando la definición por penales llegó, no falló. Ejecutó con gran precisión, mostrando frialdad y experiencia en un momento de alta tensión. Ya con el partido avanzado, el equipo de Núñez volvió a modificar su forma de atacar: ahora eran los pases entre líneas los que predominaban, tratando de aprovechar cada mínimo espacio que Unión dejaba al intentar salir del fondo. El riesgo era claro: no podían perder la pelota en zonas comprometidas, porque cualquier error podía costar caro. En este contexto, la figura de Maizon Rodríguez se agigantó. El defensor uruguayo completó un partido sobresaliente, marcando una diferencia clara en el mano a mano frente a Maximiliano Salas, quien mostró su habitual potencia y entrega en la primera parte, pero nunca logró imponerse con claridad. El chileno tuvo un par de ocasiones prometedoras, y en una de ellas estuvo muy cerca de convertir, aunque falló en la definición. Luego, su rendimiento se fue diluyendo en el complemento, perdiendo presencia e incidencia. El uruguayo, por su parte, ofreció un primer tiempo soberbio: firme en los duelos individuales, bien ubicado en cada cruce, incluso salvó un mano a mano ante Driussi que podría haber cambiado la historia del partido. Solo perdió un duelo individual en todo el encuentro, cuando Salas le ganó con el cuerpo, pero fue una excepción en una actuación que rayó la perfección. En el tramo final, con el equipo empujando y resistiendo al mismo tiempo, terminó jugando como segundo delantero, una muestra del desgaste físico al que se sometió y de la versatilidad táctica que ofreció en una noche cargada de intensidad, sacrificio y detalles que, como tantas veces en el fútbol, terminan definiendo la suerte de un partido cerrado.
A Leonardo Madelón no le agradaba en absoluto lo que estaba viendo desde su zona técnica. Su fastidio era evidente cada vez que Unión volvía a perder una pelota en la mitad del campo, un sector neurálgico donde River se hacía fuerte a partir del orden posicional y la presión coordinada que imponían sus volantes. Esas pérdidas, repetitivas y dolorosas, no solo interrumpían cualquier intento del Tate por construir juego, sino que también exponían a su equipo a transiciones defensivas peligrosas. Y como si eso fuera poco, cada vez que lograban recuperar el balón, las transiciones ofensivas eran demasiado lentas, carentes de sorpresa, previsibles, y eso permitía que River se acomodara con facilidad en su campo, bloqueando líneas de pase y reduciendo a Unión a avances sin convicción. Flojo partido de Julián Palacios, más aún porque se esperaba que este fuera su partido consagratorio, ese tipo de noche en la que un jugador se termina de afirmar en un equipo y da un salto de calidad en su rendimiento. El ex San Lorenzo intentó aparecer por el costado derecho, buscando liderar algún avance desde allí, pero le faltó transparencia y resolución en los últimos metros. En más de una ocasión, sus intervenciones se diluían al llegar al borde del área, incapaz de encontrar el pase justo o de desequilibrar en el uno contra uno. No obstante, al menos se le reconoció cierta entrega para colaborar en defensa, retrocediendo para asistir a los laterales que padecían las constantes rotaciones y movimientos del frente ofensivo millonario. River, por su parte, manejaba la posesión con aplomo, sobre todo en la primera línea, donde sus centrales se mostraban serenos para distribuir, pero también con cierta monotonía, lo que invitaba a Unión a iniciar la presión recién cuando el balón llegaba a los pies de los mediocampistas. Allí se activaba el intento de presión del equipo santafesino, aunque con efectividad limitada, y sin que lograra cortar el circuito con claridad. Giuliano Galoppo, en particular, fue otro de los jugadores que no logró encontrar su mejor versión. Se mostró sin ubicación definida, intermitente, y por momentos se superpuso en zona con Marcos Acuña en la izquierda, generando confusión más que asociaciones. Su aporte fue más defensivo que ofensivo, funcionando como rueda de auxilio de Kevin Castaño y Enzo Pérez, lo que inevitablemente lo alejó del arco rival. En el complemento, con la salida de Ignacio Fernández, Galoppo tuvo un poco más de libertad y espacio para jugar, pero ya el contexto del partido no le permitió cambiar demasiado el rumbo de su actuación. Mientras tanto, River insistía con una fórmula clara y repetida: los pases filtrados a espaldas de los zagueros centrales, buscando romper el bloque compacto de Unión. Esa vía fue, sin duda, una de las más utilizadas durante el tramo final del encuentro, explotando la falta de coordinación de la última línea visitante y obligando a los defensores a mantenerse en alerta constante.
Uno de los que más tuvo que lidiar con esa amenaza fue Valentín Fascendini, un defensor con historia particular, ya que alguna vez fue considerado una de las grandes promesas de Boca. Desde su llegada al club en 2017, había escalado en las divisiones juveniles hasta alcanzar la Reserva, donde compartió zaga central con Lautaro Di Lollo y fue figura en los equipos que ganaron la Copa Libertadores y la Intercontinental Sub-20 en 2023. Sin embargo, a pesar de haber entrenado con la Primera de Boca bajo las órdenes de Jorge Almirón, nunca llegó a debutar oficialmente. Disconforme con la propuesta de su primer contrato profesional, decidió marcharse libre, y fue entonces que Unión aprovechó la oportunidad para incorporarlo a comienzos de 2024. Desde entonces, no solo se afianzó como titular, sino que ya suma 29 partidos con la camiseta rojiblanca, ganándose el reconocimiento del cuerpo técnico y la confianza de sus compañeros. En este encuentro, mostró nuevamente su perfil agresivo en la marca, particularmente en la recepción de espaldas de los delanteros rivales, a quienes no les permitió girar con comodidad. A pesar de una actuación sólida, quedó marcado por su penal fallado en la definición, lo que no borra su aporte general, pero sí lo pone inevitablemente en el podio de los protagonistas de la derrota tatengue desde los doce pasos. A nivel colectivo, Unión no encontraba variantes para desequilibrar. La falta de sorpresa era evidente, y eso se replicaba en el funcionamiento de sus laterales. Mateo Del Blanco, por el costado izquierdo, padeció los mismos problemas que su compañero Lautaro Vargas por la derecha. El principal recurso ofensivo del equipo —la proyección de los laterales hasta la mitad del campo para generar amplitud y abrir espacios— era algo que ya todos conocían. Los rivales habían hecho los deberes. Gallardo, por ejemplo, diseñó un planteo para anular ese patrón con eficacia: le cerró el camino a Del Blanco con la cobertura de Gonzalo Montiel, quien no solo estuvo impecable en la marca, sin pasar sobresaltos, sino que además se ofreció como una opción ofensiva cada vez que el equipo atacaba. Montiel, como de costumbre, fue una amenaza desde sus subidas, y aunque lastimó en pocas oportunidades, cada una de ellas fue realmente peligrosa. Incluso hubo una jugada clara en la que le cometieron un penal no sancionado, una decisión que encendió la polémica y el fastidio del cuerpo técnico millonario. Unión no supo cómo generar espacios, no logró estirar a la defensa de River ni abrir la cancha con claridad. La falta de sorpresa, la lentitud en los ataques y el desorden en la recuperación terminaron sepultando cualquier intento de heroísmo en un partido que, poco a poco, se les fue escurriendo sin encontrar respuestas ni en lo táctico ni en lo individual.
Unión planteó un dispositivo táctico bastante claro desde el inicio del encuentro: formar un cuadrado posicional en la mitad de la cancha cuyo objetivo principal fue neutralizar la influencia tanto de Kevin Castaño como de Sebastián Driussi, dos jugadores que, por su capacidad para generar juego desde el eje central, son claves en la estructura ofensiva de River. Este cerrojo tuvo como consecuencia directa la reducción del flujo de pases por dentro, forzando a River a buscar alternativas más abiertas o directos que no siempre daban resultado. En el caso de Castaño, el colombiano comenzó con cierta movilidad, mostrando destellos de calidad a través de algunos pases filtrados entre líneas que permitieron avances puntuales en campo rival. Sin embargo, con el correr de los minutos, su protagonismo se diluyó, en gran medida por el buen trabajo de contención del equipo santafesino, que le cerró líneas de pase y lo obligó a retroceder constantemente. A esto se sumó una notoria dificultad en las transiciones defensivas, donde Castaño sufrió en el retroceso cada vez que Unión encontraba espacios para atacar, viéndose obligado a optar por pelotas seguras y previsibles para evitar errores en zonas sensibles. Su actuación fue irregular, alternando momentos de buen criterio con otros de imprecisión, reflejando la desconexión general que sufrió el mediocampo de River. Por su parte, Sebastián Driussi, aunque también bien controlado por la estructura del Tate, mostró una cuota de jerarquía que le permitió mantener cierta gravitación en el desarrollo del juego. A pesar del estrecho margen de maniobra que le concedieron los volantes y defensores rivales, el ex Austin FC logró, mediante movimientos de espaldas al arco, clarificar varias acciones ofensivas. Su capacidad para recibir, girar o simplemente descargar de primera facilitó algunas posesiones limpias en campo rival, incluso en contextos de presión alta o cuando el bloque de Unión se replegaba con rapidez. No obstante, esa claridad en la circulación no se tradujo en peligro concreto. Driussi tuvo una sola oportunidad clara dentro del área, donde resolvió de manera apresurada, quizás condicionado por la falta de confianza o por la ansiedad propia de un equipo que no termina de encontrar respuestas colectivas. A lo largo del encuentro, se movió con constancia y criterio, sin esconderse, pero muchas veces resultó excesivamente generoso, descargando rápido en lugar de buscar desequilibrar individualmente. Finalmente, salió reemplazado en el tramo final, tras un desempeño que si bien no fue negativo, tampoco alcanzó para romper el cerrojo defensivo rival.
Franco Fragapane, en tanto, tuvo un ingreso muy tibio al partido y le costó entrar en sintonía con el ritmo que imponía el encuentro. Durante los primeros pasajes del juego, perdió varias pelotas en zonas comprometidas, errores no forzados que habilitaron peligrosos contraataques por parte de Unión. Si bien compensó esas imprecisiones con una actitud sacrificada, ayudando en el retroceso y aportando en la marca con cierto rigor táctico similar al de Palacios, su rendimiento general se vio empañado por la falta de lucidez en los metros finales, donde su participación fue casi nula. Esta falta de fineza en la elaboración y la finalización volvió más previsible al equipo de Gallardo, que sin conexiones claras en el último tercio, dependía casi exclusivamente del desequilibrio individual, algo que escaseó durante toda la primera mitad. De hecho, si River hubiese logrado ordenar mejor su frente de ataque, presionando en bloque al compás de lo que proponía Salas en intensidad y posicionamiento, probablemente hubiese generado mayores complicaciones para una defensa de Unión que, si bien fue sólida, no estuvo exenta de errores. Del lado de Unión, el planteo fue pragmático pero eficaz. La defensa se mostró ordenada, escalonada y con una clara intención de no conceder espacios a espaldas de los volantes. Sin embargo, cuando lograba recuperar la pelota y salir rápido, muchas veces el arco de Armani quedaba demasiado lejos, situación que les impidió concretar con mayor frecuencia los contraataques que intentaban lanzar. Aun así, su estrategia de ceder la iniciativa, resistir en bloque y esperar el momento justo para atacar fue ejecutada con inteligencia y oficio. River, por su parte, fue un reflejo casi exacto de la desconfiguración que parece atravesar el ciclo de Gallardo en esta etapa: un equipo sin identidad clara, carente de fluidez en la circulación, con un mediocampo partido y sin equilibrio. Las transiciones ofensivas eran lentas, previsibles, y el equipo terminaba recurriendo, casi por defecto, a pelotazos largos sin destino que facilitaban la tarea del rival. A pesar de tener una alta tenencia de balón y dominio territorial en buena parte del primer tiempo, River nunca logró traducir esa superioridad en situaciones claras de gol. Mientras tanto, Unión jugaba con el reloj, administraba los esfuerzos y atacaba solo cuando encontraba espacios francos, priorizando siempre el equilibrio defensivo. Estos primeros 45 minutos dejaron la sensación de que River tenía la pelota, pero no tenía un plan establecido.
El segundo tiempo entre Unión y River
Resultaba evidente, casi una obviedad futbolística, que Leonardo Madelón no modificaría absolutamente nada en su esquema inicial, porque lo expuesto por el conjunto de la Avenida López y Planes desde el arranque fue producto de una planificación minuciosa y ejecutada con precisión. La estructura táctica y el orden posicional mostrados por Unión fueron suficientes para dejar claro que el equipo había internalizado el plan de juego, y no había razones para alterar una fórmula que, por lo menos en los primeros tramos del partido, le estaba funcionando a la perfección. En contraposición, por el lado de River, poco y nada puede destacarse desde el punto de vista del juego colectivo. La propuesta ofensiva del equipo dirigido por Marcelo Gallardo resultó endeble, carente de profundidad real, con una circulación de pelota que, más allá de la tenencia, terminaba por diluirse en envíos largos o derivaciones laterales sin peso ni sorpresa. Se trató de un equipo con más volantes que delanteros, donde la creación se diluía entre intenciones que no se concretaban y un ritmo predecible que facilitaba la tarea defensiva del rival. A diferencia de lo observado durante los primeros 45 minutos, el conjunto santafesino se animó a soltarse más en campo adversario, mostrando un atrevimiento que le permitió pisar con mayor frecuencia el área de Armani y generar algunas situaciones que pudieron haber modificado el rumbo del encuentro. Uno de esos momentos se produjo alrededor del minuto 11 del segundo tiempo, cuando un error insólito del arquero campeón del mundo casi termina costándole caro al Millonario: una pelota sencilla, que parecía bajo control, se le escurrió de las manos a Armani, y Fragapane estuvo muy cerca de aprovechar el fallo, aunque finalmente no logró capitalizar el yerro. Más allá de esa chance clara, había algo que comenzaba a incomodar desde la óptica táctica: el retroceso y la contención defensiva de Unión ya no mostraban la firmeza del primer tiempo. River, sin demasiado orden pero con insistencia, empezaba a encontrar espacios con pelotazos frontales y envíos profundos al corazón del área, muchas veces buscando esa segunda jugada tan característica de los equipos de Gallardo. Fue en ese contexto que, a los 18 minutos, el Muñeco decidió mover el banco y mandar al campo de juego a Juan Fernando Quintero en lugar de Nacho Fernández, una modificación que claramente buscaba algo más que un simple recambio físico: el entrenador apuntaba a inyectar una dosis urgente de fútbol, creatividad y rebeldía en una formación que había entrado en una meseta preocupante en cuanto a movilidad, dinamismo y generación de juego. Y no tardó en verse el impacto del ingreso del colombiano, que, con su zurda exquisita, le otorgó al equipo esa cuota de ingenio que venía faltando. A través de pases filtrados al espacio y toques inteligentes entre líneas, Juanfer logró desarticular en varios tramos a una defensa de Unión que hasta ese momento se había mostrado sólida y ordenada. En este nuevo esquema, River mantenía el 4-3-1-2 como formación base, aunque por momentos esa disposición táctica mutaba a un 4-4-2, o incluso un 4-1-2-1-2 más definido, dependiendo de los movimientos de Quintero y la posición de los mediocampistas interiores. Sin embargo, Unión no se replegó ni se quedó en una postura pasiva. Lejos de eso, el equipo de Madelón intentó responder con carácter, y dentro de esa intención destacaba la figura de Mauro Pittón, quien venía realizando una labor correcta, combativa, metiendo y recuperando en la zona media del campo. Fue justamente él quien se animó a sacar un remate potente desde fuera del área, en una jugada que terminó obligando a Armani a intervenir con una atajada hacia los costados, demostrando que a pesar del error anterior, seguía con reflejos y concentración para responder en momentos clave. Enseguida, se volvió a notar la influencia de Juanfer en el desarrollo del juego: en una de sus primeras intervenciones de calidad, ejecutó un centro preciso hacia el costado izquierdo que cruzó peligrosamente toda el área rival, aunque finalmente nadie logró conectar ese balón que llevaba una clara intención de asistencia. Así, el partido entraba en una fase abierta, de transiciones rápidas y momentos de lucidez individual, donde la diferencia parecía estar más cerca de surgir por una jugada aislada o un destello técnico que por el dominio colectivo de uno u otro equipo.
Por primera vez en mucho tiempo, en Unión se empezaban a vislumbrar cambios importantes en el desarrollo del encuentro, cambios que respondían tanto a lo físico como a lo estratégico. Uno de los primeros movimientos significativos fue la salida de Cristian Tarragona, quien venía realizando un partido interesante desde lo táctico, sobre todo por su capacidad para jugar de espaldas al arco, ser una referencia constante para los volantes y generar espacios a partir de su movilidad por todo el frente de ataque. El delantero se mostró comprometido con el despliegue físico que el partido exigía, realizando un desgaste importante que, naturalmente, lo dejó exhausto con el correr de los minutos. Fue entonces cuando el entrenador decidió darle descanso, cediendo su lugar a Lucas Gamba, el mendocino, que ingresaba con la esperanza de aportar frescura, movilidad y desequilibrio en los metros finales. Sin embargo, su ingreso estuvo lejos de ser positivo: cometió un número elevado de infracciones innecesarias, perdió varios duelos individuales y cayó reiteradas veces en posición adelantada, lo cual terminó por entorpecer las transiciones ofensivas del equipo. La única jugada en la que logró destacarse fue un buen pase que dejó a Palavecino de frente al arco, aunque dicha acción quedó aislada en un contexto general de bajo impacto ofensivo. Para colmo, su actuación quedó aún más opacada cuando falló en la definición desde los doce pasos, en un momento clave que podría haber significado un punto de inflexión. El bajo rendimiento individual terminó por reflejarse en la falta de claridad general del equipo en los últimos metros del campo. Un rato más tarde, el entrenador tatengue decidió introducir una nueva modificación, buscando renovar energías en la mitad de la cancha con el ingreso de Augusto Solari en reemplazo de Julián Palacios. Esta decisión respondía a la necesidad urgente de revitalizar un mediocampo que comenzaba a perder intensidad y dinamismo frente a la presión rival. Por su parte, Marcelo Gallardo, desde el banco de River, también respondía con variantes tácticas: ordenaba el ingreso de Lencina por Galoppo, buscando agregar algo de movilidad y sorpresa al circuito ofensivo del equipo millonario. Si analizamos el rendimiento de los que ingresaron, es inevitable detenernos primero en la figura de Solari. A todas luces, quedó en evidencia que aún no alcanza el ritmo competitivo ideal. Su rendimiento fue pálido: se mostró lento en la transición por el carril derecho, le costó llegar con determinación a los metros finales y, cuando lo hizo, sus acciones carecieron de precisión, como si la pelota le resultara ajena o incómoda en los pies. La falta de velocidad, combinada con esa imprecisión en la conducción, lo tornó irrelevante dentro del campo. En contraposición, Lencina tuvo un ingreso mucho más prometedor. Se lo vio conectado desde el primer momento, con actitud, con energía, y con una clara intención de aportarle un plus de dinámica y electricidad a un equipo que necesitaba volver a acelerarse en los últimos metros. Aunque no fue determinante, su presencia se notó más que la de varios de sus compañeros. El partido vivió un nuevo punto de quiebre cuando, a los 35 minutos del segundo tiempo, se concretaron dos modificaciones que cambiarían sensiblemente la fisonomía del juego: Nicolás Palavecino ingresaba por Franco Fragapane, mientras que Agustín Colazo hacía lo propio por Marcelo Estigarribia. El caso de Chelo guarda similitudes con el de Tarragona: al igual que el exdelantero de Gimnasia y Talleres, jugó mucho de espaldas al arco, supo manejar con criterio los tiempos de cada ataque y no dudó en chocar con los centrales rivales para liberar espacios. Complicó especialmente a Lucas Martínez Quarta, quien tuvo que emplearse a fondo para controlarlo. A pesar de esa presión constante, el primer marcador central de River no cometió errores graves, aunque en varios pasajes volvió a exhibir esa peligrosa tendencia al exceso de confianza que lo ha caracterizado en otros encuentros. En más de una ocasión se vio forzado a recurrir a pelotazos sin sentido, decisiones apresuradas que revelan cierto desorden mental en momentos de presión. Sin embargo, también fue él quien encabezó una contra letal, que por poco no termina en gol de Mauricio Martínez, una jugada que condensó todo lo impredecible y cambiante de un partido que, por momentos, parecía no tener dueño claro.
Nicolás Palavecino tuvo en sus pies la posibilidad de darle la clasificación a Unión tras una serie de rebotes en el área rival. El volante rojiblanco logró capturar la pelota y rematar con fuerza, en una jugada que parecía tener destino de red, pero el balón terminó impactando en un futbolista de River, frustrando lo que pudo haber sido el momento consagratorio del partido. Lo llamativo del caso es que, así como estuvo muy cerca de convertirse en el héroe del Tate, el ex Defensa y Justicia también protagonizó una jugada desafortunada que casi le cuesta caro a su equipo: perdió una pelota en zona alta del campo, lo que derivó en una contra que encontró mal parada a la última línea defensiva rojiblanca. La tensión crecía con el correr de los minutos y, cuando el reloj marcaba los 41 del segundo tiempo, Lencina tuvo una chance clarísima dentro del área chica, pero apareció la figura de Matías Tagliamonte para contener con seguridad un disparo que parecía tener destino inequívoco de gol. Y aquí merece un párrafo especial el arquero de Unión, porque lo suyo fue sencillamente monumental: el equipo santafesino, sin lugar a dudas, encontró arquero para rato. Otra vez, como ya lo había hecho en otras presentaciones clave, Tagliamonte tuvo un partido consagratorio, sobre todo ante un rival de esta jerarquía, demostrando una solidez admirable en todos los aspectos del juego. Fue impecable en el juego aéreo, transmitiendo seguridad cada vez que salió a cortar un centro, y además tuvo atajadas decisivas que sostuvieron el arco en cero cuando el equipo más lo necesitaba. En los primeros minutos del partido, a los 8 exactamente, tapó con firmeza una volea venenosa de Galoppo, y más tarde, en otra jugada de gran peligro, reaccionó con enorme velocidad de piernas cuando Salas quedó mano a mano con él tras una habilitación quirúrgica; allí, el ex Tigre y Gimnasia de Mendoza logró anticiparse al delantero rival, que incluso terminó golpeándolo en la cabeza. Pero lo más impactante llegó en el segundo tiempo, cuando a los 40 minutos, River generó una oportunidad inmejorable: Lencinas recibió una pelota bajada de cabeza por un compañero y le dio un puntazo desde muy cerca, pero Tagliamonte volvió a responder con reflejos felinos, bloqueando el disparo justo delante del arco. Una vez más, Unión respiraba gracias a su arquero, que luego también tapó de forma impresionante un cabezazo de Miguel Borja que parecía gol cantado. El partido tenía un ritmo vertiginoso, y en una contra furiosa, Unión casi lo gana: Palavecino volvió a quedar mano a mano, esta vez con Franco Armani, pero su remate se fue por encima del travesaño, desperdiciando una jugada clara cuando la defensa millonaria había quedado completamente desarticulada.
Finalmente, y tras un empate sin goles en los 90 minutos, la historia se definió desde los doce pasos, y lamentablemente para Tagliamonte, no le tocó atajar ningún penal en la serie de penales. Con el correr de los minutos y ya en tiempo adicionado, una escena preocupante encendió las alarmas en el banco de Unión: Maizon Rodríguez se tiró al suelo, visiblemente dolorido. En un primer momento, tanto los presentes en el estadio como quienes seguían el partido pensaron que se trataba de una molestia muscular, sin embargo, luego se supo que la lesión estaba focalizada en el tobillo derecho. El cuerpo médico del club tiene previsto realizarle estudios apenas el plantel regrese a Santa Fe, ya que Rodríguez, en apenas tres partidos, se convirtió en un pilar fundamental de la zaga central para Madelón, quien lo necesita en óptimas condiciones para el próximo compromiso que será en apenas 48 horas, el domingo en Avellaneda ante Racing. La reconfiguración táctica del equipo tras su salida fue notable: Mauricio Martínez terminó ocupando la posición de marcador central, Augusto Solari pasó a desempeñarse como volante central en doble cinco, y el propio Maizon, antes de salir, se adelantó unos metros para desempeñarse como segundo delantero. Todo parecía indicar que el 0-0 se mantendría hasta el final, pero en el último minuto de descuento, River estuvo a punto de llevárselo: Miguel Borja ganó de cabeza dentro del área chica, y su frentazo tenía dirección de gol, pero una vez más Tagliamonte apareció en todo su esplendor para tapar de manera magistral. Como si el destino quisiera que la historia tuviera un desenlace aún más dramático, en la contra, Lucas Gamba quedó con espacios y condujo con inteligencia, hasta habilitar de frente al arco a Nicolás Palavecino, quien increíblemente volvió a desperdiciar otra chance inmejorable rematando por encima del travesaño, cuando todo el banco de Unión se preparaba para gritar el gol. Fue un cierre electrizante, propio de una película, con emociones extremas en ambos arcos y la sensación de que cualquiera pudo haber ganado. La definición por penales quedó en la memoria de todos, especialmente por cómo se dio la última ejecución.

Como en el Mundial de Qatar 2022, en Mendoza, cada hincha de River en el estadio se sintió Montiel. Esa misma sensación recorrió las tribunas cuando el lateral derecho del equipo millonario se paró frente a la pelota para ejecutar el último penal de la serie, el que terminaría por sellar la clasificación y cerrar una angustiosa tanda en la que el equipo de Núñez dejó en el camino a un duro Unión, tras igualar sin goles en los 90 minutos, para avanzar a los cuartos de final donde ya lo espera Racing. Pero antes de ese momento de gloria para Montiel, la gran figura fue Franco Armani. El arquero de River volvió a ser determinante en una noche crucial, convirtiéndose en el héroe silencioso que tantas veces ha salvado a su equipo en partidos decisivos. El «Pulpo», como lo apodan, atajó dos penales de manera espectacular, con reflejos felinos y una templanza admirable, cambiando por completo la historia de la serie. Ya la semana anterior, en un contexto diferente pero con igual tensión, había sido el gran responsable de que River avanzara en la Copa Libertadores ante Libertad de Paraguay. Anoche, en el estadio Malvinas Argentinas, ratificó ese momento consagratorio: ahora también ataja penales y parece no tener ningún punto débil. Durante mucho tiempo se lo criticó con dureza por su supuesta dificultad para enfrentar definiciones desde los doce pasos, pero en este tramo crucial del año se puso la capa de superhéroe y fue el factor determinante para evitar la eliminación, tanto en la competencia continental como en la Copa Argentina. Armani cerró una actuación inolvidable, y River puede seguir soñando gracias a él.



