El final de una era que nunca olvidaremos

Jamás estaremos preparados. No importa cuánto tiempo pase, cuántas veces nos digamos que el final es parte inevitable del camino, ni cuántas señales nos anuncien que el adiós se aproxima. Porque hay figuras que trascienden lo cronológico, lo físico, lo estrictamente deportivo. Hay personas que, con el solo hecho de existir, logran torcer el curso de la historia y redefinir lo que significa ser grande. Y usted, Lionel, está más allá de cualquier preparación emocional. ¿Cómo se prepara un pueblo para dejar ir a su ídolo máximo, al que le regaló sueños imposibles, al que transformó la tristeza en júbilo, al que convirtió el fútbol en una forma de arte? Simplemente, no se puede. Porque no se trata solo de perder al jugador; se trata de aceptar que un pedazo enorme de nuestras vidas, de nuestra infancia, de nuestra pasión más visceral, está entrando en sus últimos capítulos. Pero, aunque la nostalgia nos gane por momentos, aunque el nudo en la garganta se haga presente cada vez que vistió la celeste y blanca con ese caminar sereno y esa zurda mágica, algo es seguro: siempre reviviremos tu historia gloriosa. Cada gambeta será recordada como una epopeya, cada gol como una obra maestra, cada lágrima tuya como un reflejo de las nuestras. Reviviremos tus inicios en Rosario, tus primeras apariciones con el Barcelona, tus hazañas en los mundiales, las finales sufridas, las conquistas eternas. Estarás en las anécdotas de padres a hijos, en los murales de cada barrio, en los cánticos que retumban en cada estadio, en las camisetas que cruzan generaciones. Tu historia no es solo un relato deportivo, es una narrativa cultural, emocional y casi mística que define a un país entero. Porque cuando jugás, no sos uno: sos millones que corren con vos, que sufren con vos, que se levantan con vos. Tu pueblo te ama, Messi. Te ama de una forma que no requiere explicaciones ni justificaciones. Te ama por lo que diste, pero sobre todo por cómo lo diste: con humildad, con perseverancia, con un compromiso tan inquebrantable como tu talento. Te ama porque fuiste nuestra alegría en los momentos más oscuros, nuestro estandarte en tiempos de incertidumbre, nuestra bandera en cada rincón del planeta. No es una idolatría vacía ni un fanatismo ciego; es un amor genuino, profundo, que nace del agradecimiento eterno por habernos permitido vivir en tu era. Y por eso, hoy, una vez más —sí, por enésima vez— te vamos a homenajear. Lo haremos con la emoción a flor de piel, con las gargantas quebradas, con los ojos brillosos, sabiendo que cada homenaje es también una despedida anticipada, un intento torpe de aferrarnos a lo que no queremos soltar. Porque sabemos, aunque nos cueste admitirlo, que el final está cerca. Cada vez que pisás una cancha con la Selección, sentimos ese vértigo de lo efímero. Pero incluso cuando el retiro llegue, cuando la pelota ya no corra más bajo tu botín zurdo, cuando el estadio se quede sin tus asistencias imposibles, tu legado durará eternamente. No habrá olvido posible para alguien que marcó a fuego el alma de un país. No habrá reemplazo, ni comparación, ni olvido. Porque vos no solo jugaste al fútbol: vos encarnaste un sueño colectivo. Y los sueños, cuando son tan inmensos, no terminan… se transforman en leyenda.

Hubo un día, uno que parecía no tener ninguna diferencia aparente con los anteriores, en el que el mundo —sin saberlo en el momento exacto— fue testigo de algo irreversible: Lionel Messi jugó por última vez con la camiseta celeste y blanca. No hubo estruendos que sacudieran el cielo, ni cataclismos que partieran la tierra en dos, ni fuegos artificiales iluminando el horizonte como si fuera una final ganada, y sin embargo, ese instante marcó un quiebre definitivo, una grieta silenciosa pero profunda en la historia del fútbol argentino y, por extensión, en la memoria emocional de millones de personas. Porque hay despedidas que no necesitan megáfonos ni pancartas, que no se anuncian con épicas ceremonias ni se rubrican con discursos pomposos, sino que simplemente suceden, se instalan como un murmullo compartido, como un secreto a voces que todos comprenden, pero nadie quiere verbalizar. Hay miradas que se cruzan en las tribunas, en los bares, en las casas de familia, y que dicen más que mil palabras: miradas que comprenden que una era ha llegado a su fin, y no una era cualquiera, sino la más luminosa, la más esperada, la más sufrida y celebrada. Se va el capitán de todos los tiempos, el niño eterno de Rosario que soñó con una pelota entre los pies y terminó siendo un faro para generaciones enteras. El que, sin buscarlo, se convirtió en bandera de humildad, en emblema de constancia, en símbolo de lo imposible hecho carne. Se despide Lionel Andrés Messi, el chico en el cual Newells no le quiso pagar el tratamiento, cargó durante dos décadas con el peso insoportable de las comparaciones, con la exigencia de los que creen que ganar es una obligación y no un milagro, con la presión de representar a un país que vive el fútbol como una extensión de su identidad. Se va con los brazos colmados de trofeos, con la frente en alto y el alma desgastada por tanto amor dado, por tantas veces en que fue faro en la tormenta, ancla en la derrota, guía en el triunfo. Y ahora que la historia ha dicho basta, que el telón comienza a caer sin estridencias, lo que queda es un vacío inexplicable, una nostalgia que duele incluso antes de concretarse del todo, como si ya extrañáramos lo que, en el fondo, aún no estamos preparados para soltar. Quizás nunca podamos, ni siquiera con el paso de los años, dimensionar por completo lo que significó ver a Messi enfundado en la camiseta de la selección. Porque su legado no puede medirse en goles anotados, en asistencias milimétricas ni en récords rotos, aunque todos esos logros estén grabados en piedra y sean imposibles de igualar. Lo suyo fue algo más etéreo, más íntimo, más difícil de encapsular con estadísticas o rankings. Fue verlo ahí, parado en la mitad del campo con los ojos cerrados mientras sonaba el himno, con la cinta de capitán marcándole el brazo como una extensión de su carácter, con esa forma suya tan singular de caminar el césped, como si conociera cada rincón, cada secreto de ese terreno sagrado. Fue acompañarlo en las caídas más dolorosas, en aquellas finales que parecían guionadas por la tragedia, en ese penal que voló por encima del travesaño en 2016 y que lo quebró tanto que nos anunció un adiós que, por fortuna, no llegó a concretarse. Fue verlo crecer, madurar, transformarse en el líder que nadie imaginaba, pero todos necesitábamos, llevar en sus hombros el peso emocional de un país hambriento de gloria, sabiendo que cada pase suyo era una chispa de esperanza para millones. Y luego, después de tanta frustración, de tantos «casi», de tanto dolor contenido, verlo romper la maldición, primero con la Copa América ganada en el mismísimo Maracaná, después con la Copa del Mundo alzándose en Qatar, verlo llorar arrodillado sobre el pasto como si ese niño de Rosario al fin hubiera recibido la caricia que tanto había buscado. Verlo triunfar con la albiceleste fue asistir al final feliz de una epopeya escrita a fuego, una redención colectiva que cerró un círculo emocional que parecía inalcanzable. Y ahora que ese círculo se cierra para siempre, lo único que cabe es agradecer. Agradecer con el alma en la garganta, con los ojos empañados, con la certeza de que fuimos testigos de algo irrepetible. Porque Messi no fue solo el mejor jugador del mundo. Fue, en lo más profundo, una representación viviente de lo que aspiramos a ser. Fue un espejo noble en el que pudimos vernos reflejados sin miedo, un modelo de conducta en un universo repleto de egos inflados y gestos vacíos. Su forma de enfrentar cada desafío con humildad, sin estridencias, sin buscar el foco ni la portada fácil, nos enseñó que la verdadera grandeza no hace ruido, que los gigantes de verdad caminan entre nosotros sin pisotear a nadie. Fue un líder atípico, que no alzó la voz para imponerse, sino que dejó que sus acciones hablaran por él, que construyó respeto sin exigirlo, que unió sin dividir. En un tiempo donde la arrogancia es moneda corriente, Messi fue una anomalía luminosa, una lección de humanidad en cada pase, en cada gesto hacia sus compañeros, en cada lágrima compartida con su gente. Por eso su partida duele tanto. Porque no se trata solamente de la despedida de un futbolista: se trata del final de un ritual, del cierre de una rutina emocional que nos acompañó durante más de dos décadas, de un capítulo esencial de lo que significaba ser argentino cada vez que la selección salía a la cancha. Con él se va el último trazo de una historia escrita con tinta de oro, una narrativa épica que se construyó partido a partido, con esfuerzo genuino y lágrimas verdaderas. Y aunque el tiempo avance y nuevas promesas asomen en el horizonte, aunque otros nombres ocupen su lugar en la cancha, sabemos —desde ya— que nadie podrá ocupar su lugar en el corazón. Y ahora, cuando lo veamos a la distancia, tal vez sentado en la tribuna, abrazando a sus hijos, sonriendo con serenidad mientras escucha el himno sin estar en la cancha, sabremos que algo irremediablemente falta. Que ese número 10 no volverá a recorrer el césped como antes, que ya no habrá esas pausas cargadas de intención, ni esos arranques que burlaban las leyes de la física, ni esos pases filtrados que desafiaban toda lógica conocida. Pero también sabremos, con una certeza que ya no admite discusión, que lo dejó todo. Que cada gota de sudor, cada segundo en el campo, cada lágrima y cada sonrisa fueron genuinos, fueron por nosotros. Que resistió más de lo que cualquiera hubiera soportado, que luchó contra fantasmas que le inventaron y contra los que él mismo debió exorcizar. Que eligió quedarse cuando muchos le pedían irse, que creyó cuando nadie más creía, que se convirtió —a fuerza de insistir— en el héroe que la historia le debía a esta camiseta. Y por eso, más allá del dolor inevitable de la despedida, queda algo mucho más fuerte: la certeza del legado. El de un hombre que cambió para siempre la forma de amar al fútbol argentino, que nos enseñó que los sueños, cuando se viven con amor y entrega, pueden hacerse realidad. Porque Messi ya no juega, pero nunca se va. Vive en cada potrero donde un chico sueña con ser como él, en cada grito de gol que lleve su nombre, en cada corazón que alguna vez vibró con su magia. Vive, eternamente, en la camiseta que honró como nadie.
Y es que el fenómeno Messi trasciende incluso el marco de lo deportivo. No estamos hablando únicamente de un futbolista que supo dominar todos los registros del juego, sino de un ser humano que, sin pretenderlo, se convirtió en un vínculo emocional entre generaciones, en una referencia compartida entre padres e hijos, abuelos y nietos, entre los que crecieron viendo a Maradona y los que aprendieron a amar el fútbol cuando lo vieron a él. Lionel Messi no fue solo un jugador que pasó por la selección: fue una constante, una certeza, una especie de refugio emocional en medio de un país lleno de incertidumbres. Mientras todo cambiaba —gobiernos, precios, tecnologías, costumbres, valores— él estaba ahí, domingo tras domingo, fecha tras fecha, defendiendo nuestros colores con la misma pasión, con la misma entrega, con la misma serenidad estoica de quien no juega para sí mismo sino para todos. Y ese todos incluye a quienes lo amaron desde siempre, a quienes dudaron de él en algún momento, e incluso a quienes lo criticaron con dureza, sin saber que estaban hiriendo a alguien que siempre se entregó entero. Porque Messi no pidió idolatría, ni reclamó fidelidades ciegas: solo pidió tiempo, comprensión, y la oportunidad de demostrar que el amor por la selección no se mide por las medallas colgadas al cuello, sino por la constancia en el intento. Y lo demostró. Una y otra vez. En cada regreso después de una caída, en cada convocatoria a la que nunca dijo “no”, en cada lágrima contenida mientras los himnos ajenos sonaban más fuertes que el nuestro, en cada noche en que no pudo dormir después de perder, en cada festejo medido tras ganar. Su vínculo con la celeste y blanca fue tan profundo, tan genuino, que es imposible entenderlo sin sentirlo. Y ahora, en esta despedida que no tuvo fecha ni acto oficial, en esta salida por la puerta del alma y no por la de los flashes, lo único que queda es el eco de un gracias inmenso que no cabe en ninguna cancha. Y qué decir del lugar que ocupará en la memoria de quienes crecieron viéndolo. Porque cada generación tiene sus mitos, sus héroes, sus referentes. Pero pocos tienen la suerte de coincidir en el tiempo con alguien que no solo es el mejor en lo suyo, sino que además es noble, transparente, humilde, humano. Los niños que crecieron en la era Messi no solo aprendieron a amar el fútbol desde la magia, sino también desde los valores. Vieron que se puede ganar sin burlarse del rival, que se puede liderar sin humillar, que se puede ser el mejor del mundo y seguir saludando con respeto a quien limpia el vestuario o carga los bolsos del equipo. Vieron que se puede llorar sin que eso sea debilidad, que se puede fallar sin que eso borre todo lo hecho antes, que se puede empezar de nuevo las veces que haga falta. ¿Qué otro legado puede ser más valioso que ese? Verlo jugar fue una clase de fútbol, sí, pero también una lección de vida. Y por eso su adiós deja una huella tan profunda, porque no estamos solo despidiendo a un genio: estamos despidiendo a un compañero de ruta, a alguien que estuvo presente en los momentos más importantes de nuestras vidas, alguien que, sin conocernos, nos hizo sentir acompañados. Porque mientras él estaba en la cancha, todo parecía posible. Porque su mera presencia nos daba una excusa para reunirnos, para emocionarnos, para gritar, para llorar, para abrazarnos sin importar si éramos extraños. Y cuando una figura logra eso —trascender lo individual, lo deportivo, lo concreto— entonces ya no pertenece solo al fútbol, sino al imaginario colectivo. Se convierte en un símbolo, en un lenguaje compartido, en parte del ADN cultural de un país. Y así será Messi por siempre. Incluso el futuro, que suele ser implacable con la nostalgia, difícilmente logre borrar la marca que dejó. Vendrán nuevas figuras, nuevas promesas, nuevas ilusiones. Se hablará de jóvenes cracks, de jugadores con “el ADN Messi”, de herederos del trono. Pero todos, inevitablemente, serán comparados con él. No por capricho ni por mezquindad, sino porque lo que él hizo redefinió el estándar, reescribió la vara con la que medimos el talento, la entrega y la trascendencia. Y eso no es algo que se supere fácilmente. Porque Messi fue, es y será el parámetro absoluto de lo que puede significar vestir la camiseta de la selección con amor, con sacrificio, con compromiso y con una capacidad de superación que roza lo sobrenatural. Incluso cuando sus piernas ya no recorran los estadios, su nombre seguirá siendo invocado en cada charla de fútbol, en cada partido de potrero, en cada noche de Mundial. Estará ahí, flotando en el aire como un eco sagrado, como un faro al que mirar cuando las cosas no salgan, como un recuerdo imborrable que nos recuerde que, durante más de dos décadas, fuimos testigos de lo imposible. Que lo vimos hacer cosas que no se podían explicar, pero que todos entendíamos. Que nos emocionamos con cada gol, pero también con cada gesto, cada mirada, cada abrazo con sus compañeros. Porque Messi no era solo un artista del fútbol: era un generador de emociones, un constructor de momentos inolvidables, un arquitecto de la alegría colectiva. Y cuando el tiempo pase, cuando los títulos queden como fechas en una enciclopedia y los videos de sus jugadas se vuelvan reliquias digitales en las redes sociales del mañana, habrá algo que persistirá con más fuerza que cualquier trofeo: el amor. Porque más allá de lo que ganó, lo que realmente conquistó fue el corazón de millones. Y eso no se mide con estadísticas, sino con la memoria afectiva de un pueblo que encontró en él un consuelo, una alegría, un sentido. Por eso, aunque Messi ya no esté en la cancha, nunca dejará de estar presente. En cada nene que patea una pelota descalzo en un baldío soñando con ser como él. En cada abrazo apretado después de un gol que nos recuerda los abrazos que dimos viéndolo a él. En cada canción, en cada bandera, en cada lágrima que caiga cuando alguien diga su nombre. Porque Messi no se va. Messi se queda. En nosotros, para siempre.

Y entre tanto fervor colectivo, entre tantas emociones desbordadas que unieron generaciones, clases sociales y rincones del país en un mismo grito sagrado, entre la épica compartida por millones de almas que se sintieron parte de algo más grande que ellas mismas, también hay, en ese entramado de celebraciones y lágrimas, un lugar silencioso, íntimo, casi invisible, donde se esconde lo que duele, lo que no se grita, lo que no sale en las fotos ni en los festejos multitudinarios. Porque si bien todos sentimos, con razón, que fuimos parte de esta era gloriosa, que de alguna manera estuvimos en cada gesta, en cada noche histórica, en cada gol que rompió redes y también corazones, hay pequeñas heridas personales que no se curan con títulos ni con trofeos, espinas diminutas pero persistentes que se clavan en ese rincón solitario de la memoria donde habita lo no vivido. Y yo, en lo personal, me voy a quedar con una espina que puede parecer menor, anecdótica o incluso irrelevante en comparación con todo lo que él nos dio, pero que para mí tiene el peso de una cuenta pendiente imborrable: nunca lo vi jugar en vivo. Nunca estuve en una tribuna, en una platea, en un estadio cualquiera, sintiendo ese cosquilleo que recorre el cuerpo cuando uno sabe que está por presenciar algo único, algo que no se repite, algo que será recordado por siempre. Nunca escuché con mis propios oídos ese murmullo expectante que recorría el estadio segundo antes de que tocara la pelota, esa especie de silencio sagrado que solo provocan los genios, ese preludio de la magia que uno no puede explicar, pero sí percibir en el aire. Nunca tuve el privilegio de decir “yo estuve ahí, lo vi con mis propios ojos, lo respiré de cerca”. Y por más que parezca un detalle menor en medio de la inmensidad de lo que representó Messi en nuestras vidas, lo cierto es que duele. Porque para mí, Messi no fue solo un jugador extraordinario: fue una figura casi mitológica, un símbolo personal, una referencia emocional tan fuerte que me atravesó desde la infancia. Yo crecí con él, lo vi aparecer tímidamente en la televisión cuando todavía era un adolescente que apenas hablaba, y lo vi transformarse, año tras año, en ese coloso del fútbol mundial que parecía no tener techo. Lo vi brillar, lo vi caer, lo vi llorar, lo vi levantarse, lo vi ser cuestionado de forma cruel e injusta, y aun así, jamás dudé de él. Lo seguí en cada paso, en cada derrota dolorosa, en cada final perdida, en cada momento en el que parecía que el mundo se le venía encima. Y no solo lo seguí: lo defendí. A capa y espada, contra todo y contra todos. Literalmente. Me peleé en el colegio, discutí con amigos, aguanté cargadas y hasta insultos por mantenerme firme en mi convicción: Messi era más que un futbolista, era una verdad interna, algo que necesitaba cuidar como si al defenderlo a él estuviera defendiendo también una parte esencial de mí mismo. Y por eso, cuando lo vi levantar la Copa del Mundo en Qatar, cuando lo vi besar ese trofeo dorado con las manos temblorosas y los ojos anegados de lágrimas, sentí una emoción tan desbordante, tan visceral, tan profunda, que me resulta difícil ponerla en palabras. Fue una mezcla de alivio, justicia, redención y felicidad pura. No solo por mí —aunque debo admitir que ver a la Selección en lo más alto del mundo era una herida abierta desde siempre, una cicatriz que todos los argentinos llevábamos, aunque no lo dijéramos—, sino por él. Por lo que significa, por lo que resistió, por todo lo que soportó para llegar a ese momento. Porque nadie, absolutamente nadie, fue más señalado, más exigido, más sometido al juicio despiadado de la opinión pública que Lionel Messi. Y, aun así, nunca se desvió de su camino, nunca dejó de intentar, nunca respondió con odio ni con resentimiento. Simplemente, siguió. Persistió. Y cuando finalmente alcanzó la gloria máxima, lo hizo con una humildad y una grandeza que conmovieron al planeta entero. Porque no fue una victoria egoísta, no fue un trofeo levantado con soberbia o con rencor. Fue una victoria compartida, generosa, profundamente humana. Fue su consagración definitiva, sí, pero también fue un regalo para todos nosotros, los que lo bancamos en las malas, los que creímos incluso cuando parecía más fácil dejar de creer. Fue una victoria que tuvo gusto a justicia poética, a recompensa merecida, a sueño cumplido. Y lo más hermoso de todo fue comprobar que no lo ganó solo por él. Lo ganó por nosotros, por sus compañeros, por cada pibe que alguna vez soñó con ser como él, por cada familia que se abrazó frente a una pantalla, por cada lágrima derramada a lo largo de todos estos años. Porque en esta Selección que se volvió familia, en este grupo humano que contagió esperanza y amor, no hubo una sola voz que no dijera lo mismo: “Queremos ganar esta Copa por Leo”. Y lo hicieron. Todos. Desde el primero hasta el último. Desde los titulares hasta el último suplente. Desde los kinesiólogos hasta los utileros. Todos querían que esta fuera la Copa del capitán. Y lo fue. Y lo es. Y lo será. Para siempre. Y ahora que ya pasó el temblor, que el vértigo de la competencia quedó atrás, que el polvo del festejo empieza a asentarse lentamente sobre los recuerdos, queda algo aún más fuerte que la euforia inmediata: la certeza. La certeza de haber sido testigos de una era irrepetible, de haber vivido el ciclo completo de una leyenda, de haber acompañado desde el primer día a ese chico de Rosario que llegó con cara de nene asustado y se fue —o está por irse— convertido en el símbolo más puro del fútbol argentino. Lo vimos llegar, lo vimos tropezar, lo vimos resistir, lo vimos brillar, lo vimos cargar con una cruz que no era solo deportiva, lo vimos madurar, lo vimos ganar. Y lo veremos partir. No de golpe, no con escándalo, no con el dramatismo de una retirada ampulosa. Se irá como vino: en silencio, con la mirada baja, con esa mezcla de timidez y entereza que siempre lo definió. Pero, aunque ya no esté en la cancha, Messi seguirá estando. En las historias que contemos, en las comparaciones inevitables, en los sueños de los chicos que recién empiezan a patear una pelota y que escucharán su nombre como si fuera el de un héroe de otro tiempo. Porque su legado no se reduce a estadísticas, títulos o récords. Su legado más poderoso es lo que nos hizo sentir. La emoción, la inspiración, el orgullo, la conexión profunda con algo que parecía más grande que el fútbol mismo. Y eso —eso sí— es eterno. Y es que hay momentos en la vida que no necesitan repetirse para volverse eternos. Hay instantes —únicos, fugaces, casi efímeros— que, sin saber cómo, se incrustan en la historia personal y colectiva como si hubieran estado ahí desde siempre. La imagen de Messi con la Copa, elevado en brazos, rodeado de un mar de camisetas celestes y blancas, no es solo una fotografía: es una síntesis perfecta de un anhelo nacional, de una deuda saldada, de un deseo cumplido después de tanto desvelo. Porque no era solo ganar un Mundial. No era solamente volver a lo más alto después de casi cuatro décadas. Era, en lo más profundo, hacer justicia con una figura que lo había dado todo. Y que, aun así, durante años, había sido cuestionada como si su genialidad natural debiera, además, someterse constantemente al examen de la legitimación. Como si no bastara con su talento inigualable, con sus récords imposibles, con su entrega constante. Como si fuera necesario obligarlo a ganar para merecer ser amado. Y, sin embargo, ahí estaba él. Con esa sonrisa que parecía la de un nene que por fin había conseguido lo que tanto soñó. Con esos ojos húmedos que hablaban de un alivio que ni siquiera el oro del trofeo podía representar del todo. Era mucho más. Era un grito callado, una lágrima contenida durante años, una respuesta silenciosa a cada uno de los que lo habían subestimado. Pero sin rencor. Sin venganza. Con amor. Con paz. Y ahora que el tiempo avanza, como siempre avanza, nos enfrentamos a una sensación difícil de explicar: la mezcla entre la gratitud y la nostalgia. Gratitud por haberlo tenido, por haber coincidido en el tiempo con alguien tan único. Nostalgia porque sabemos, aunque no queramos admitirlo, que su final se acerca. Que ese número diez ya no estará mucho más tiempo corriendo por el césped, regalándonos esos destellos de otra galaxia. Y cuesta asumirlo. Cuesta pensar en un fútbol sin Messi. Cuesta imaginar la Selección sin ese capitán silencioso, que no necesitaba hablar demasiado para que todos supieran que él estaba al mando. Cuesta soltar. Porque no es solo un adiós a un jugador. Es el cierre de un ciclo emocional. Es dejar atrás una etapa de la vida. Es reconocer que todo lo que vivimos junto a él también forma parte de nuestro propio crecimiento. De nuestras derrotas personales. De nuestras pequeñas victorias cotidianas. Porque Messi no solo nos representó en la cancha: fue un reflejo emocional de todo un país. De cómo resistimos. De cómo sufrimos. De cómo, incluso en medio del dolor, seguimos creyendo. Por eso duele tanto imaginar su retiro. Porque no se va solo él. Se va también una parte de nosotros. La parte que se ilusionaba cada vez que agarraba la pelota y pensaba: “Ahora sí. Esta vez sí”. Y, aun así, qué privilegio tan inmenso fue haberlo acompañado en este viaje. Qué suerte haber tenido a alguien que nos enseñara, sin discursos, que la grandeza no siempre viene con estridencias, que el talento no necesita gritar para hacerse notar, que se puede ser el mejor sin dejar de ser humano. Messi nos enseñó, como pocos, el valor de la constancia, la belleza del esfuerzo silencioso, la fuerza de no rendirse nunca. Y por eso su legado trasciende el fútbol. Porque va más allá de las camisetas, de los estadios, de los goles. Está en los gestos, en los valores, en la forma en que enfrentó las adversidades. Y eso va a quedar. Eso va a durar. En los murales, en las canciones, en las anécdotas que contaremos una y otra vez, con los ojos brillosos y la voz quebrada, como quien recuerda a un viejo amigo que ya no está, pero que siempre vivirá en el recuerdo. Y así será. Porque no importa cuándo juegue su último partido. No importa en qué cancha sea, ni contra quién. Cuando Messi diga adiós, el mundo se va a quedar un poco más quieto. Un poco más vacío. Pero también más lleno de todo lo que él nos dejó. Porque hay nombres que no se apagan. Hay figuras que no se despiden. Hay personas que, aunque se vayan, se quedan para siempre. En nosotros. En lo que somos. En lo que sentimos. Y Messi, sin ninguna duda, es una de ellas. Para siempre.
Hasta no hace mucho tiempo, la Selección vivía con el corazón en la mano. La clasificación a un Mundial no era una certeza, sino una pesadilla recurrente que se estiraba hasta la última fecha, con la calculadora en la mano, con el oído pegado a las radios, con los ojos saltando entre partidos ajenos y propios. Era común ver al hincha argentino repasando la tabla de posiciones con una ansiedad demencial, haciendo cuentas, rezando por empates improbables o derrotas convenientes de selecciones rivales. Se cortaban alambres, se mascaba tensión. Las Eliminatorias no eran una etapa de disfrute ni de consolidación futbolística, sino una travesía cargada de angustia, donde cada punto perdido parecía una condena y cada victoria una bocanada de oxígeno precario. Los jugadores, incluso los más talentosos, parecían arrastrar el peso de la camiseta como si llevaran encima la presión de décadas sin títulos, sin gloria. Y mientras tanto, un país entero oscilaba entre la fe ciega y la resignación, entre el «ahora sí» y el «otra vez no», como si el fútbol fuese la única tabla de salvación emocional en medio del caos cotidiano. Pero hoy el prente pinta con otros colores. La realidad es diametralmente distinta. La Selección Argentina no solo dejó atrás esos fantasmas, sino que se erige con una autoridad inapelable en lo más alto de la tabla. No hay que mirar hacia atrás para encontrar certezas: basta con ver los diez puntos que le sacó al segundo. Una diferencia abrumadora que no deja espacio para dudas, que habla de una estructura consolidada, de un grupo humano fortalecido, de una generación que aprendió a convivir con la presión y a convertirla en motor. No se trata solamente de resultados: hay un cambio profundo en la identidad del equipo, en la serenidad con la que enfrenta cada compromiso, en la madurez colectiva que trasciende nombres propios. Hoy Argentina no juega para clasificar. Clasifica mientras juega. Y lo hace con solvencia, con autoridad, con un sentido de pertenencia que emociona y con una capacidad de adaptación que asombra. Es, sin dudas, un tiempo de tranquilidad, de esos que se saborean lento, que se disfrutan a pleno porque se sabe —por experiencia— que no son eternos. Esa misma calma, esa misma sensación de tener el deber cumplido, fue la que permitió que esta vez el resultado fuera casi anecdótico. Y no porque no importe ganar, sino porque hay partidos que trascienden el marcador, que son especiales por lo que representan, por lo que significan más allá de los tres puntos. Esta vez, el foco no estuvo en la tabla ni en los goles, sino en un nombre propio que lo atraviesa todo: Lionel Messi. El último partido del ’10’ en una cancha de Eliminatorias, el adiós a una etapa gloriosa que quedará grabada en la historia grande del fútbol argentino. Un momento cargado de simbolismo, de emoción contenida, de recuerdos que se agolpan y de gratitud infinita hacia quien, durante tantos años, llevó sobre sus hombros las esperanzas de un pueblo. Que el equipo haya podido permitirse vivir ese momento sin urgencias, sin dramatismos, es también una conquista. Porque solo desde la tranquilidad se puede rendir homenaje con plenitud. Y porque si hay algo que se merecía Messi —después de todo lo que dio— era despedirse de esta etapa con paz, rodeado de afecto, sin necesidad de salvar a nadie, simplemente siendo parte de un equipo que ya se salvó solo. El peor pecado, en cualquier caso, no será la derrota en una noche fría o la imposibilidad de sellar una clasificación con holgura, ni siquiera los errores de los que viven de acertar poco, sino que el verdadero pecado radicará en que el hincha empiece a sentir una opresión en el pecho que no tenga que ver con el marcador ni con la tabla, sino con un vacío más grande, casi existencial, por la posibilidad —cada vez más concreta— de que ya no haya bises en este show que lleva veinte años encendiendo corazones. Porque esa idea, apenas insinuada, insinúa también una renuncia dolorosa: la de privarse de todo lo otro, de aquello que va más allá del fútbol y se instala en la memoria emocional, en el ADN pasional del hincha. Porque más allá de los goles, los títulos y los récords, lo que Messi generó en sus 71 partidos en Eliminatorias —y esta noche serán 72, cuando pise el césped una vez más y alcance a Iván Hurtado como el futbolista con más presencias en procesos clasificatorios— es una conexión profunda con millones que aprendieron a ilusionarse otra vez, a amar la camiseta sin importar los resultados, a sentir orgullo por la manera de jugar y por el símbolo que llevó el brazalete. Imaginar que ese capítulo se acerca al final, que podría no haber nuevas funciones en este espectáculo de entrega y genialidad, es una idea que cala hondo. Pero si han de venir las lágrimas, que no sean de tristeza ni de nostalgia anticipada, sino que vengan como resultado inevitable de recordar el incalculable número de gestas heroicas y postales inolvidables que Leo firmó a lo largo de estas dos décadas imborrables ¿Y cómo olvidar, si de recordar se trata, aquella vez en que convirtió un simple festejo en un mensaje al mundo entero, cuando metió la pelota bajo su camiseta número 10 para anunciar, con la timidez de los gestos grandes, que Thiaguito ya estaba en camino? O aquel tiro libre contra Uruguay que atravesó la barrera por debajo y no solo sumó un gol más al marcador, sino que inauguró una nueva táctica defensiva, la del “cocodrilo” acostado detrás de los demás, como si hasta las formas de defenderse del rival tuvieran que adaptarse a su genialidad. ¿Quién puede sacar de su memoria el regreso con barba y estilo platinado, ese Messi distinto por fuera pero igual de profundo por dentro, que volvió para marcarle a ese mismo rival eterno, luego de haber sentido que la Selección ya no era su lugar? Aquella renuncia, motivada por una frustración tan humana como legítima, esa que brota del dolor de haber perdido tres finales consecutivas y sentir que tal vez el amor no era correspondido, fue tal vez uno de los momentos más tristes para el hincha argentino. Pero por suerte —por suerte para todos nosotros—, se arrepintió. Volvió. Y en su regreso encontró algo más que una revancha: encontró un equipo, un respaldo, un pueblo entero dispuesto a acompañarlo, incluso en los silencios, incluso en los tropiezos. Porque después, Messi hizo (de) todo para desmentir a los detractores que lo señalaban desde la comodidad del sillón. Y lo hizo con la mejor respuesta posible: con hazañas deportivas que aún hoy parecen irreales. Como aquella noche en la altura de Quito, cuando todo parecía perdido, cuando el fantasma de la eliminación ya escribía titulares, y él decidió que ese no era el final: tres goles suyos, uno tras otro, para clasificar a la Argentina al Mundial de Rusia 2018. Una actuación de esas que no necesitan adjetivos porque ya pertenecen al relato mítico, a esa zona del fútbol que se cuenta como leyenda, como cuento de abuelo. Y aunque aquella aventura mundialista terminaría abruptamente en Kazán ante Francia, el despegue ya estaba en marcha. Era el prólogo de un renacimiento. Un Messi distinto, sí, pero no menos voraz. Uno que no solo jugaba, sino que lideraba. Que no solo aparecía con su zurda letal, sino con su ejemplo silencioso, con su entrega, con su vínculo cada vez más profundo con un grupo humano que encontró su propia identidad. Y en ese nuevo capítulo aparece el factor Scaloni, que no es menor ni accesorio, sino vital. Porque llegó un técnico que supo arropar a Messi, pero no con elogios vacíos ni discursos grandilocuentes, sino con un proyecto, con un equipo, con una estructura que lo incluía sin depender exclusivamente de él. Y ese refresh se convirtió en una Scaloneta ganadora, insaciable, vigente, capaz de transformar el “Muchachos” en himno nacional no oficial, de reconciliar generaciones enteras con la Selección y de convertir en título todo lo que se les puso enfrente: la Copa América, el Mundial, la Finalíssima. Una gesta que no solo saldó cuentas pendientes con Leo, sino que sanó al fútbol argentino. Porque ese Messi que hoy acaricia el final de su camino con la camiseta celeste y blanca, no es el mismo que debutó en el país bajo la mirada atenta de José Pekerman, ni el que no pudo explotar del todo con Alfio Basile, ni siquiera el que deslumbró con Sergio Batista. Es el Messi que maduró con Alejandro Sabella, que sufrió con Gerardo Martino, que volvió con Edgardo Bauza, que cargó a Jorge Sampaoli sobre los hombros, y que ahora se permite disfrutar, al fin, en un equipo que también lo abraza a él. Y así será esta noche, cuando el estadio —aunque limitado en capacidad, jamás en emoción— le ofrezca un abrazo colectivo, silencioso, y al mismo tiempo ensordecedor, a ese Messi que es ídolo, símbolo y hasta, por momentos, una reencarnación maradoneana que combina la magia con la humildad, la gloria con el trabajo, la épica con la constancia. Un Messi que algún día dirá adiós a estas tierras, que en algún momento colgará los botines en este rincón del planeta que lo vio niño, lo vio héroe, y lo vio leyenda. Pero ese día no es hoy. Aunque sepamos, con la certeza que da la realidad, que llegará, es mejor no pensar en eso todavía. Hoy, simplemente, toca disfrutarlo como Diez manda.
Después de estas líneas, el primer tiempo
Después de estas líneas que marcan el pulso emocional del encuentro, resulta complejo abordar con frialdad el análisis de un partido en el que, pese a la aparente claridad del resultado final —un contundente 3-0—, Argentina experimentó dificultades reales para abrir el marcador y romper el bloque compacto de una Venezuela que no sólo venía con hambre de puntos, sino con una convicción estructural que la hizo competir de igual a igual durante un largo tramo del encuentro. ¿Cómo es posible que un equipo que terminó ganando con una diferencia tan abultada haya atravesado momentos de incertidumbre para destrabar el partido? La respuesta está en la lectura táctica, en los detalles del desarrollo y en la tensión latente que impuso una Vinotinto decidida a jugarse la clasificación en suelo ajeno, con la presión y el desafío de enfrentar al campeón del mundo. Desde los primeros instantes del partido, quedó claro que la visita no venía a resignarse: bastaron apenas diez segundos desde el saque del medio para que Nahuel Ferraresi enviara un pelotazo largo y Jefferson Savarino estuviera cerca de quedar mano a mano con Emiliano «Dibu» Martínez. Si bien el control del delantero no fue el ideal y la defensa albiceleste logró contener el avance, esa jugada temprana sirvió como un aviso claro de que Venezuela iba a aprovechar cada espacio, cada posibilidad de dañar, sin necesidad de tener un dominio prolongado del balón. Tácticamente, lo planteado por el conjunto dirigido por Fernando Batista fue de una solidez admirable. Con una línea de cinco defensores bien marcada, equilibrada y compacta, logró neutralizar durante largos pasajes del primer tiempo la vocación ofensiva de una Argentina que proponía un juego basado en la tenencia, la movilidad y la constante participación de sus laterales, quienes se proyectaban con la intensidad de extremos. El cerrojo defensivo venezolano no era solo numérico, sino también posicional: con un esquema inicial de 4-2-3-1 que, en el retroceso, se transformaba en un 5-4-1, el equipo visitante se organizaba en un bloque bajo que dificultaba enormemente la circulación interior de la Albiceleste. Argentina, a pesar de tener el control territorial y porcentual del balón, se topaba una y otra vez con la falta de espacios entre líneas, la imposibilidad de filtrar pases claros y la escasa eficacia de los desbordes por las bandas, especialmente en los primeros minutos, cuando Nahuel Molina (6) aparecía contenido y limitado por la acumulación de camisetas vinotinto en su sector. Esos primeros minutos evidenciaron que Venezuela no necesitaba sostener la posesión para generar peligro: cada recuperación o balón largo representaba una amenaza latente, y por momentos daba la sensación de que el gol podía venir de cualquiera de las dos áreas. A medida que avanzaban los minutos y se abría el segundo tiempo, la postura de Argentina comenzaba a mutar sutilmente, no tanto en su estructura, sino en su determinación para ocupar con mayor agresividad los últimos metros del campo rival. Molina, finalmente liberado de algunas ataduras, logró llegar al fondo por su sector, y uno de sus centros cruzados terminó sin ser conectado por nadie, pero marcó un punto de inflexión en la profundidad ofensiva. La Selección de Scaloni mantenía su esencia: atacaba con casi todos sus futbolistas por delante de la línea del mediocampo, pero el gran problema residía en la falta de sorpresa y desequilibrio en los últimos metros. Por segunda vez en el partido, el equipo nacional intentaba romper con pelotas largas, una variante poco habitual en su repertorio habitual, que habla más de la falta de caminos convencionales que de una decisión táctica premeditada. Sin embargo, lo destacable, más allá de la ineficacia momentánea para concretar en el área, es que Argentina no dejaba de ser un equipo solidario, que recuperaba rápido tras cada pérdida, y que mostraba una convicción sostenida en su forma de jugar, incluso cuando los espacios no abundaban. Esa paciencia, que a veces aburre al espectador por la excesiva circulación de izquierda a derecha, era también una forma de esperar el momento justo, de desgastar al rival hasta encontrar encontrar la grieta. No es menor señalar que, a pesar de esa posesión abrumadora y de la multiplicidad de intérpretes ofensivos, la claridad en los últimos 15 metros era una cuenta pendiente que comenzaba a desesperar a algunos. La voluntad de acelerar se chocaba de frente con la resistencia de un equipo venezolano que, lejos de refugiarse ciegamente, ejecutaba un plan defensivo con inteligencia y compromiso colectivo. Cada intento argentino que terminaba en retroceso no era un signo de debilidad, sino el reconocimiento tácito de que el adversario estaba haciendo un buen trabajo. Venezuela no regalaba espacios, y obligaba a Argentina a empezar una y otra vez, como si el partido se reiniciara constantemente. Y en ese reinicio permanente, la Albiceleste fue construyendo, sin desesperación pero con firmeza, las bases de un triunfo que llegaría después, pero que durante mucho tiempo estuvo lejos de ser inevitable.
La novedad más resonante del encuentro —por peso simbólico, proyección y contexto— fue, sin lugar a dudas, el debut como titular de Franco Mastantuono (6), un joven volante que empieza a perfilarse como una de las grandes promesas del fútbol mundial, sumando minutos como titular en el Real Madrid que dirige Xabi Alonso. Su estreno desde el arranque no fue un detalle menor, especialmente si se considera la carga emocional y futbolística que envolvía al partido: el mismo día en que Lionel Messi se despidió oficialmente jugando en suelo argentino, en lo que probablemente será su última función como local con la camiseta albiceleste, se abrió paso una nueva figura que, de a poco, comienza a hacer ruido en el horizonte del recambio generacional. Mastantuono, ubicado de entrada sobre el costado derecho del mediocampo, asumió su rol con una madurez llamativa para su edad. En los primeros compases del juego, se lo notó sumamente participativo, con una tendencia clara a soltar el balón rápido, jugando de primera, buscando asociaciones y encontrando líneas de pase con naturalidad. Lejos de mostrarse ansioso o atado a una función estrictamente posicional, supo leer con inteligencia cada movimiento, apareciendo bien recostado sobre su sector, pero siempre con la intención de enganchar hacia adentro y pisar zonas centrales, algo que también facilitaba la distribución del equipo y le daba opciones adicionales a la circulación ofensiva. Era interesante remarcar cómo su presencia en esa zona del campo dialogaba con la figura de Messi, que históricamente ha utilizado ese mismo carril para construir juego, pero con un estilo único y omnipresente. En este caso, con el capitán moviéndose más libremente y dosificando esfuerzos, el ex River aprovechó ese margen para soltarse y ofrecerse como una vía creativa por derecha, combinando buen control, criterio en la entrega y una correcta lectura de los espacios. En una de las jugadas más destacadas de la primera mitad, el joven mediocampista fue quien envió un centro envenenado al área rival, que encontró la cabeza de Cristian Romero. El defensor central conectó con potencia y precisión para mandar la pelota al fondo del arco, pero la jugada fue rápidamente invalidada por una posición adelantada clara, lo que anuló el tanto. Aun así, la acción sirvió para confirmar que Mastantuono no solo estaba bien posicionado, sino también implicado activamente en las jugadas decisivas del equipo, animándose a ser vertical cuando el partido lo pedía y demostrando que su inclusión en el once inicial no fue un simple gesto simbólico, sino una apuesta real por parte del cuerpo técnico. En cuanto al desarrollo general del partido, Argentina mantuvo como suele ser habitual bajo el ciclo de Lionel Scaloni el control absoluto de la posesión, asumiendo el protagonismo con naturalidad y dominando territorialmente el trámite. El conjunto albiceleste monopolizó la pelota durante extensos tramos, circulando con paciencia, abriendo la cancha con sus laterales y buscando generar desequilibrio a partir del movimiento constante de sus mediocampistas ofensivos. Sin embargo, el control no siempre se tradujo en profundidad: el equipo chocó reiteradamente contra el bloque defensivo de una Venezuela bien plantada, que no sólo mostró firmeza en su última línea, sino también claridad en su plan de juego, apostando por un repliegue ordenado y salidas rápidas de contraataque. A pesar de que el dominio argentino era claro e innegociable, la dificultad pasaba por romper esa estructura cerrada, encontrar fisuras y acelerar en los últimos metros con lucidez. En ese contexto, Franco Mastantouno volvió a aparecer como un intérprete útil, no sólo por lo que generaba en ataque, sino también por su compromiso para sumarse al circuito de recuperación tras pérdida, un rasgo cada vez más importante en el modelo de juego de la selección. Su actuación, más allá de los números, dejó una impresión positiva en un partido que, mientras marca el cierre de una era con Messi en cancha ante su gente, también empieza a mostrar los primeros capítulos del futuro que se viene. El enganche no murió. Lo que murió, en todo caso, es la forma tradicional de entender su posición en la cancha, ese lugar clásico detrás del nueve, entre los volantes y los delanteros, donde antes existía un tiempo distinto, un respiro para el pase filtrado, para la pausa, para el cambio de ritmo. Hoy, esa zona está asfixiada por la presión, por la intensidad, por la dinámica vertiginosa del fútbol moderno que rara vez concede segundos de contemplación. Sin embargo, el espíritu del enganche —esa esencia creativa, intuitiva, talentosa— está más vivo que nunca, aunque repartido, reinventado, diseminado en distintas funciones dentro del campo. Y si hay una prueba irrefutable de esta mutación positiva, de esta reencarnación del enganche en múltiples cuerpos, es la Selección Argentina actual. En el mismo equipo coincidieron futbolistas como Leandro Paredes, Rodrigo De Paul, Thiago Almada, Franco Mastantuono y Lionel Messi. Todos, en mayor o menor medida, jugadores con alma de enganche. Todos con la capacidad de pensar el juego, de organizar, de asistir, de pausar y acelerar con inteligencia. Ya no hace falta que el «10 clásico» juegue como en los 90 para entender que esa magia sigue presente, adaptada a nuevos mapas de calor y a otras exigencias físicas. Hoy, el enganche se desdobla: presiona, corre, se sacrifica, pero nunca deja de imaginar el pase imposible. Lo que antes era un rol único, ahora es un rasgo distribuido en varios intérpretes que entienden el fútbol como un arte colectivo. En ese sentido, cuesta imaginar que volvamos a tener una selección que, durante tanto tiempo, mantenga un nivel tan elevado, tan competitivo, tan armonioso. No se trata solo de resultados —aunque los títulos y las victorias marcan la historia—, sino de una identidad consolidada, de una filosofía compartida, de una armonía entre talento individual y funcionamiento colectivo que no se consigue fácilmente ni se sostiene por casualidad. Esta generación, que combina a veteranos como Messi con jóvenes emergentes como Mastantuono, es testimonio de una transición virtuosa, donde la renovación no implica ruptura, sino continuidad. Y aunque el fútbol es cíclico y Argentina volverá a tener grandes equipos, difícilmente se repita, al menos en el corto plazo, una etapa tan rica y sostenida en el tiempo, con una conexión tan profunda entre el equipo y su gente, entre la propuesta futbolística y la emoción. Por eso, lo más sensato y lo más justo es disfrutar. Disfrutar sin pedir explicaciones, sin esperar que esto se vuelva rutina, porque no lo es, y no debería serlo. Disfrutemos a los jugadores, al juego, al cuerpo técnico, al momento. Disfrutemos a Messi mientras esté, y también a los que vienen detrás, cargando con el legado pero caminando con su propio estilo. Este presente no es una norma: es un privilegio, una excepción gloriosa que vale la pena abrazar con los ojos bien abiertos.
En esta ocasión, Leandro Paredes (8) demostró una vez más que tiene la capacidad de ser el motor del mediocampo argentino, aunque no sin atravesar ciertos altibajos durante el encuentro. En los primeros minutos del partido, se notó que le costaba imponerse en la zona media del campo. A pesar de que la Selección Argentina dominaba la posesión y tenía el balón de manera casi exclusiva, el juego de Paredes no fue tan vertical como se espera de él. En lugar de ser ese pivote que filtra pases precisos entre líneas o que rompe líneas con la pelota, se dedicó, en gran medida, a lateralizar el juego, moviendo la pelota de un lado a otro sin arriesgar lo suficiente en búsqueda de un pase que rompiera las líneas defensivas de Venezuela. Su función en ese primer tiempo, si bien no fue negativa, no alcanzó el nivel de despliegue creativo al que el público argentino está acostumbrado cuando Paredes toma la batuta. A pesar de su excelente visión, esa tendencia a lateralizar el balón impedía que el equipo se acelerara lo suficiente como para romper las estructuras defensivas del rival, que se mantenían bien compactas y organizadas. Sin embargo, la historia cambió completamente en el segundo tiempo. A medida que el partido se fue desarrollando, Paredes pareció crecer en confianza y ajustar su rol dentro del campo. Su capacidad de liderazgo se manifestó con claridad, y se convirtió en el eje fundamental desde el que Argentina comenzó a dominar el partido con más fluidez y profundidad. A medida que la segunda mitad avanzaba, el ex volante de Juventus empezó a sentirse más cómodo, recuperando esa versión autoritaria que se espera de un volante central de su calibre. Desde esa posición privilegiada, comenzó a organizar y dirigir a sus compañeros, siendo el nexo perfecto entre la defensa y el ataque. Paredes asumió con naturalidad la responsabilidad de tomar el mando del mediocampo, y su influencia sobre el juego fue mucho más notoria. Fue el primero en dar el pase que desencadenó el primer gol de Lionel Messi: una habilitación precisa a Julián Álvarez, quien con su astucia se deshizo de la marca y permitió que el capitán argentino sacara a relucir todo su talento para anotar. A medida que el partido avanzaba, Paredes también mostró una faceta más profunda de su juego, y esto se reflejó en cómo se posicionaba en la cancha. Cuando Argentina tenía el balón y dominaba la posesión, no dudó en sumarse al juego defensivo de manera más activa. En esos momentos en los que el equipo necesitaba asegurar la posesión y meter presión a Venezuela, el volante argentino se metió entre los centrales, adoptando una postura más flexible y permitiendo que la pelota pasara por él para iniciar jugadas desde atrás. Una decisión que le permitió no solo recuperar el control del juego, sino también asfixiar a un conjunto venezolano que, pese a la resistencia inicial, empezaba a sentirse arrinconado. Los toques cortos, seguros y certeros de Paredes fueron claves en ese monólogo del segundo tiempo, donde Argentina se mostró mucho más contundente en todas las líneas, cerrando espacios y sometiendo a Venezuela con un juego de alta presión que acabó por desgastar a los rivales. Paredes se erigió, entonces, como el gran conductor del mediocampo argentino, y no solo porque tuviera el balón en su poder, sino porque lo hizo con criterio y calidad, guiando a sus compañeros, dándoles el tempo adecuado y liderando de manera silenciosa, pero efectiva. Esa transición de ser un jugador que no lograba conectar con la dinámica del primer tiempo, a convertirse en el eje fundamental de la segunda mitad, habla de su capacidad de adaptación y de su carácter como líder del mediocampo. Sin lugar a dudas, el Paredes de la segunda parte dejó una sensación de solidez y madurez que va más allá de su rol de contención. Su desempeño fue clave para que Argentina lograra lo que parecía una victoria inevitable, pero que en ese primer tiempo no estaba tan clara. En definitiva, Leandro Paredes reafirmó que, incluso en los momentos más difíciles, tiene la capacidad para liderar el ritmo de su equipo y transformar un partido.
Muchos lo van a ubicar a Rodrigo de Paul (6) dentro del grupo de los más destacados del encuentro, y seguramente habrá argumentos que respalden esa visión, pero personalmente no lo comparto del todo. Su actuación, al menos en la primera parte, careció de esa gravitación que lo suele volver un motor inagotable en la mitad de la cancha, porque ni se lo notó tan preciso en la distribución ni mostró esa intensidad permanente para ser opción constante y conectar líneas. Fue un comienzo más bien contenido, casi contenido en exceso, donde se limitó a cumplir funciones básicas de orden y ocupación de espacios, sin imponer esa huella característica que lo transforma en una pieza fundamental del equipo. Esa falta de presencia, que no es lo mismo que una falta de compromiso, dejó la sensación de que le costaba meterse en partido, como si estuviera aguardando el momento oportuno para explotar. Ya en el segundo tiempo, la película se transformó de manera notoria. Allí sí apareció ese De Paul reconocible, con un despliegue más acorde a su identidad, sobre todo cargando su influencia hacia el costado derecho, donde encontró terreno fértil para ir y venir con constancia. Exhibió sacrificio y personalidad para ser parte de las jugadas ofensivas, pero también supo retroceder varios metros con rapidez y compromiso para colaborar en la recuperación, aportando equilibrio y dinamismo. Su labor fue más completa, con mayor incidencia en el ritmo del equipo, y de esa manera terminó redondeando una participación más convincente que la del inicio. La jugada que derivó en el 3-0, con ese pase hacia Thiago Almada que luego desembocó en el centro atrás y la definición final del 10, es un buen ejemplo de cómo su aporte, incluso desde la simplicidad, puede ser determinante. Sin llegar a brillar como otros compañeros, dejó su marca en un tramo decisivo y reafirmó su rol de engranaje clave, aunque con un rendimiento que, por momentos, quedó lejos de lo que muchos le reconocen como habitual. El orden defensivo de Venezuela se sostuvo con disciplina y concentración durante 38 minutos, hasta que irrumpió la figura de siempre, el mejor de todos los tiempos, capaz de quebrar cualquier resistencia con apenas un instante de lucidez. Hasta ese momento, Leo Messi (9) no había tenido un primer tiempo brillante, aunque sí mostró destellos de su categoría inagotable. Intentó asociarse por distintos sectores del campo, primero buscando conexiones con Franco Mastantuono sobre la derecha y luego con Thiago Almada en la izquierda, apostando al toque de primera para darle fluidez a la circulación. Sin embargo, le faltaba claridad en los últimos metros, esa puntada final que marca la diferencia en partidos cerrados, y por momentos se lo notó impreciso en la toma de decisiones, como si estuviera aguardando el instante justo para golpear. A pesar de esa irregularidad en el arranque, bastó con que encendiera la lamparita para cambiar por completo el desarrollo del encuentro. Ya desde el momento de los himnos había dejado entrever un costado emocional muy profundo, acompañado por sus tres hijos en una postal que conmovió tanto como la expectativa de lo que estaba por venir. Los venezolanos, conscientes de su peligrosidad, diseñaron un cerco defensivo eficaz, rodeándolo con acierto para impedir que pudiera encarar en velocidad y reducir su margen de maniobra. No obstante, ese plan, que había funcionado durante buena parte del partido, se derrumbó cuando sus marcadores se distrajeron apenas un segundo: Messi apareció por el centro del área con su instinto letal y definió con un toque suave ante la salida del arquero para marcar su gol número 113 con la camiseta de la Selección. La faena no quedó allí, porque la noche tenía reservado un cierre perfecto. En los últimos diez minutos volvió a hacerse presente en el marcador, anotando otro tanto que no solo sirvió para redondear la goleada, sino también para sellar una despedida oficial a la altura de su leyenda. Con esa mezcla de talento, eficacia y emotividad, Messi transformó un partido trabado en una celebración inolvidable, reafirmando, una vez más, por qué su nombre ocupa un lugar inigualable en la historia del fútbol.
Tras el gol que abrió el marcador, Argentina se potenció desde lo anímico y futbolístico, mientras que Venezuela, golpeada por ese impacto, perdió la solidez inicial y empezó a dejar espacios que antes controlaba con orden. El equipo de Scaloni no resignó su vocación ofensiva y, en ese contexto, se destacó la figura de Thiago Almada (7), quien de a poco va consolidándose como una opción cada vez más confiable dentro del once titular. En el primer tiempo, la ubicación táctica lo condicionó: arrancó recostado sobre la izquierda, demasiado pegado a la línea de cal, lo que limitó su radio de acción y le restó influencia en la generación de juego, porque quedaba aislado y con escasas posibilidades de asociarse con fluidez en zonas centrales, donde suele desplegar mejor su talento y visión. La participación, en esos primeros minutos, se redujo más a intentos individuales o a recepciones incómodas que a un protagonismo sostenido. Sin embargo, en la segunda parte, cuando Argentina trasladó su foco de ataque hacia el sector izquierdo y empezó a encontrar superioridad numérica, Almada se mostró mucho más participativo y activo. Supo aprovechar los espacios que se abrieron, manejó la pelota con mayor decisión y exhibió esa claridad para elegir la jugada adecuada, combinando aceleración con pausa. La entrada de Nicolás González modificó el reparto de posiciones y obligó al ex Vélez a trasladarse hacia la derecha, donde lejos de diluirse, volvió a aparecer con determinación. En una de esas intervenciones, generó la acción que terminó siendo clave: cedió la pelota a Messi, quien definió para sellar el 3-0 y darle al partido un cierre definitivo. Ese aporte, más allá de su influencia intermitente, lo reafirma como un futbolista en crecimiento dentro de la estructura del equipo, capaz de adaptarse a distintos roles y de aportar en momentos decisivos, lo cual no es un detalle menor para un jugador que todavía busca asentarse plenamente en la Selección.
Monólogo de Argentina el segundo tiempo
Al igual que en la primera etapa, Argentina arrancó el complemento con algunas desatenciones en el fondo que le dieron a Venezuela la chance de ilusionarse con lastimar. El recurso fue siempre el mismo: la pelota larga a Salomón Rondón, que a pesar de estar lejos de su mejor nivel, generó cierto peligro y obligó a la zaga central a mantenerse alerta. En ese contexto, el Cuti Romero (6) ofreció un rendimiento irregular, lejos de su versión más sólida, porque alternó aciertos con fallas. El principal objetivo fue impedirle a Rondón que girara y quedara de frente al arco, y para eso lo siguió por todo el frente de ataque, con éxito en la mayoría de los duelos, aunque con algunos pasajes en los que se lo notó incómodo. El ingreso de Joseph Martínez no le modificó demasiado el panorama, ya que también lo mantuvo controlado, especialmente cuando se recostó hacia la derecha, cumpliendo en ese aspecto su labor sin mayores sobresaltos. Nicolás Otamendi (6), por su parte, mostró un perfil más cauteloso, sin arriesgarse demasiado a cortar alto en la mitad de la cancha. Se ocupó de marcar a Savarino y lo neutralizó sin demasiados problemas, apoyado en su experiencia y en la buena complementación que viene consolidando con Romero, lo que le permitió ejercer el mando en la zaga con naturalidad. Aun así, Venezuela intentó dar un paso adelante, consciente de que necesitaba sumar algo de ese partido. Y fue justamente a partir del minuto 11 del segundo tiempo cuando, a mi entender, se produjo el error más grande de Fernando Batista: desarmar la línea de cinco defensores que tan buenos dividendos le había dado durante más de 40 minutos. El ingreso de Soteldo y Martínez llevó al equipo a rearmarse con una línea de cuatro, lo que a la larga abrió grietas que Argentina supo aprovechar con inteligencia. Mientras los minutos avanzaban, la Selección mantuvo la misma intensidad ofensiva, regulando esfuerzos pero con un grado de participación colectiva muy alto, sobre todo en el tramo medio hacia adelante, donde todos los futbolistas se mostraban involucrados. Fue en ese pasaje cuando Messi empezó a brillar de verdad: tuvo un mano a mano clarísimo frente a Romo tras un cabezazo de Julián Álvarez, remató fuerte y el arquero respondió con una atajada soberbia, ratificando su gran noche. A los 18 minutos ingresó Nicolás González (6) en lugar de Franco Mastantuono, y su entrada fue positiva, aportando movilidad y desborde, aunque volvió a quedar en evidencia esa dificultad para concretar en el área rival. Incluso recibió un gran pase filtrado de Messi, picando por izquierda, pero otra vez Romo se agigantó para tapar el mano a mano. Un minuto más tarde, Thiago Almada desperdició una chance increíble, con el arco vacío, en lo que fue quizá el momento de mayor dominio de Venezuela en todo el partido, ya que se había animado a quitarle la pelota a la Selección y a jugar un poco más en campo rival. González, a pesar de no convertir, cumplió un rol táctico importante, retrocediendo varios metros y funcionando casi como un “3 bis” para reforzar la recuperación. Por eso, a los 28 minutos, Scaloni mandó a la cancha a Exequiel Palacios en lugar de Leandro Paredes: el mediocampista se paró en el centro de la línea media con la intención de replicar la función del 5 titular, dándole equilibrio a la zona. En esa misma ventana de cambios entró Lautaro Martínez (7) por Julián Álvarez, quien había cumplido una tarea sacrificada, arrastrando marcas y evitando que los defensores venezolanos pudieran sentirse cómodos. En la primera pelota que tocó, la mandó a guardar. Otro pase al vacío de Lionel Messi para Nicolas González, el centro atrás y el cabezazo del Toro para el 2-0. Al instante, Lionel Scaloni mandó a la cancha a Giuliano Simeone, quien ingresó en los últimos instantes y se movió del centro hacia la derecha del ataque, y a Nico Paz, quien tiene un buen presente en el fútbol italiano. La función de enlace es la que mejor le ocupa. Se asoció en algunas ocasiones con Messi para que Argentina avanzara en el campo. Llegó el 3-0 con un pase profundo de Rodrigo de Paul para Thiago Almada, el centro atrás que nunca falla, repitiendo esa fórmula que tantas veces lo (nos) hizo felices en Barcelona y el rosarino definió sin arquero. A los 43′, casi se lleva la pelota, porque marcaba una joya. De Paul lo habilitó desde lejos y definió de emboquillada. Era el tercero, pero estaba en offside. A Venezuela, ni el tiro del final le salió. Tuvo un tiro libre en la puerta del área, pero el disparo de Soteldo dio en la barrera. Esta vez, Emiliano Martínez (5) volvió a tener una participación escasa por el poco poder ofensivo que ofreció Venezuela. No se complicó cuando tuvo que participar con los pies, y ordenó en varias ocasiones a los defensores con sus indicaciones.
“Gracias por todo, mi capitán”, se lee en una bandera extendida en la popular Sívori, como un testamento escrito por miles de gargantas que no necesitan tinta para dejar huella. Ese trapo blanco, con letras rojas, flamea como si fuera parte misma del cielo nocturno que enmarca la fiesta, un cielo que pronto se ilumina con fuegos artificiales mientras el árbitro decreta el final del partido y, con él, la apertura de un ritual colectivo. El estadio entero se transforma en un coro que no descansa, en un canto que vibra en las estructuras de hormigón y que parece romper la barrera de lo humano: “¡Que de la mano de Leo Messi todos la vuelta vamos a dar!”, brama el pueblo, y en ese eco hay algo más que entusiasmo: hay promesa, hay juramento, hay agradecimiento puro. En el campo, los jugadores se abrazan, saltan como chicos en la popular, se pierden en la marea de la emoción; pero ninguno deja de mirar hacia él, hacia ese hombre al que llaman capitán, que se deja escoltar como un emperador romano con su guardia pretoriana, aunque la única armadura que llevan sea la camiseta transpirada y el corazón expuesto. Messi ríe, se emociona, levanta la mano una y otra vez, como si necesitara responder a cada voz que lo invoca desde la tribuna, y a la vez como si buscara retener ese instante que se le escapa entre los dedos. El viaje que lo trajo hasta acá no empezó hoy, ni siquiera en Qatar, aunque ese Mundial se haya convertido en el faro definitivo que iluminó el camino. Arrancó hace más de quince años, cuando todavía era un adolescente que cargaba sobre los hombros el peso de ser el elegido, y atravesó derrotas crueles, finales que parecían condenas, críticas despiadadas que lo despojaban de humanidad. Ese trayecto, tantas veces cuesta arriba, encuentra ahora un punto de reposo, un sitio donde por fin puede mirarse en el espejo y reconocerse no como un perseguido por la gloria, sino como su dueño legítimo. Y sin embargo, la historia no termina acá. Los fuegos artificiales que estallan sobre Núñez no marcan un cierre, sino una encrucijada. Porque Messi, con la serenidad de quien aprendió a no hipotecar el presente, dice con calma que no hay decisiones tomadas, que está ilusionado, que tiene ganas, pero que va paso a paso. Sus palabras abren una puerta y, al mismo tiempo, la cierran. Hablan de deseo, pero también de cautela. Y sus compañeros, que lo rodean con la lealtad de escuderos de un rey sabio, saben que su misión es convencerlo con hechos, con cariño, con la simple compañía de estar ahí cuando él duda. Ellos entienden que lo que hoy vive Messi no es un regalo del destino sino el fruto de una siembra interminable. Quince años de persistencia, de resiliencia, de poner el cuerpo y el alma cuando las críticas arreciaban y el viento soplaba en contra. Ahora, cada título levantado, cada festejo compartido, cada bandera que lleva su nombre es un grano de esa cosecha inmensa que le pertenece por derecho propio. El tiempo, que a todos devora sin piedad, parece detenerse cuando él sonríe en medio del campo. Sin embargo, hasta él sabe que no es eterno. Lo percibe en el silencio que lo acompaña cuando los focos se apagan, en esa nostalgia anticipada que se filtra entre la alegría desbordante. Esta “Primera Última Noche”, como podría llamarse este festejo, es también un espejo donde se asoma una pregunta que duele: qué será de Messi cuando ya no esté ahí, cuando el fútbol tenga que aprender a caminar sin su sombra? Tal vez por eso, sus declaraciones resuenan como un anticipo de despedida. La sensación es que no quiere prolongar la historia hasta el próximo Mundial, que su decisión íntima —aunque no la pronuncie con todas las letras— es la de retirarse en la cima, con la imagen perfecta de Qatar grabada como el último fotograma de una película que ya no necesita más escenas. Es lógico, y hasta justo, porque nada ni nadie puede exigirle más. El fútbol ya le pertenece, la gloria ya le pertenece, la eternidad ya lo abrazó. Presionarlo sería una injusticia, un acto de egoísmo colectivo que no entiende que hay veces en que la grandeza consiste en saber cuándo bajar el telón. Messi ya no le debe nada a nadie. Ni al hincha, ni a la crítica, ni a la historia. Todo lo que quedaba por ganar ya lo ganó. Y todo lo que quedaba por demostrar ya lo demostró. Lo que venga de ahora en adelante será apenas un regalo, un bonus track para quienes todavía quieren verlo jugar. Pero la última palabra, como siempre, la tendrá él.
Messi confirmó que no irá a Ecuador
Lionel Messi confirmó que no formará parte de la delegación de la Selección Argentina que viajará a Ecuador para cerrar la doble fecha de Eliminatorias, decisión que se da apenas horas después de haber protagonizado un partido histórico en el Monumental, el que ya quedó marcado como su última función oficial en el país con la camiseta albiceleste. Fue una noche soñada, con un marco imponente, en la que el capitán brilló con un doblete en el triunfo por 3-0 frente a Venezuela, y en la que cada movimiento suyo, desde el primer toque hasta la última ovación, tuvo un sabor a despedida contenida. Aun así, su ausencia en Guayaquil no responde a un capricho ni a un gesto de distanciamiento, sino a la necesidad de dosificar energías después de una lesión que lo tuvo a maltraer en las últimas semanas y que lo obligó a bajar un cambio en un calendario siempre exigente. “Leo (Scaloni) decidió que descanse porque vengo de una lesión. Estoy bien, pero preferimos evitar que viaje para descansar porque nos jugamos la MLS con Inter Miami y la queremos ganar. En octubre tenemos amistosos y nos volveremos a encontrar”, explicó el propio Messi con la serenidad de quien entiende que cuidar el cuerpo en este tramo de su carrera es tan importante como cuidar la pelota en los minutos finales de un partido decisivo.
En la zona mixta, el capitán volvió a dejar en claro lo que había insinuado minutos después del pitazo final: su futuro en el Mundial 2026 está lejos de estar asegurado, y sus palabras, entre la emoción y la prudencia, dejaron a todos los hinchas con la sensación de que la cuenta regresiva ya empezó, aunque nadie quiera admitirlo. “Lo más lógico es que no llegue, pero estoy ilusionado”, había dicho con crudeza y ternura, como quien admite una verdad que duele, pero sin cerrar del todo la puerta. Y enseguida, casi como una confesión íntima lanzada al aire, agregó: “Me encanta esto, me encanta jugar y no quiero que se termine nunca. Pero el momento se acerca, soy consciente. Se dará cuando se tenga que dar. Tengo que ir paso a paso, ir encontrando sensaciones día a día. La lesión me cortó el ritmo 15 días, después volví y no me sentí cómodo. Después me recuperé y pude jugar tres partidos seguidos. Espero tener una buena pretemporada”. La sinceridad con la que habla de su físico y de sus sensaciones emocionales refleja a un Messi más humano que nunca, consciente de sus límites pero al mismo tiempo aferrado a su pasión como si fuera la última cuerda que lo conecta con un juego que se niega a abandonar.
Lo que ocurrió en el Monumental quedará grabado en la memoria colectiva como una de esas postales eternas que se repiten sin envejecer. No fue solo el doblete, ni el resultado, ni siquiera la certeza de que estaba jugando su último partido oficial en el país con la camiseta argentina. Fue todo lo que rodeó al encuentro: el himno cantado con el corazón en la mano, las miradas al cielo, los abrazos a su familia, la presencia de sus hijos en la tribuna, las lágrimas contenidas en cada rostro que lo observaba sabiendo que lo que vivían era irrepetible. “El himno siempre lo vivo de manera diferente y se me pasaron muchas cosas por la cabeza. Fue un día muy lindo, muy especial, porque estaba mi familia y mis hijos. Pudimos hacer un partido muy lindo”, confesó Messi con esa mezcla de emoción y simpleza que lo caracteriza, como si la noche más intensa de todas pudiera resumirse en unas pocas palabras. El cierre de esos días en Buenos Aires, intensos y agitados como pocas veces en su vida reciente, también encontró a Messi en un lugar distinto: rodeado de amigos de toda la vida, compartiendo tiempo con familiares que no siempre pueden estar cerca, disfrutando de un entorno que para él suele ser un lujo entre tantas obligaciones profesionales. “Fueron días muy intensos y agitados, me reencontré con muchos amigos, no paré, no tuve tiempo de ponerme a pensar. Estuve con gran parte de mi familia, que no siempre se da y nunca se había dado en Buenos Aires”, explicó con una sonrisa que dejaba entrever gratitud y también alivio. En esa mezcla de rutinas interrumpidas, de reencuentros y de despedidas veladas, se percibe el peso simbólico de este último baile en casa: Messi no solo jugó al fútbol en su tierra, sino que también se permitió vivirla, sentirla y disfrutarla como hacía tiempo no podía.



