Argentina le ganó a Chile en un primer tiempo para gozar y otro para sufrir
Qué mal nos han acostumbrado estos jugadores. Es una frase que puede sonar contradictoria, pero en el fondo encierra una verdad que solo puede entenderse desde la experiencia de seguir partido tras partido a esta generación de futbolistas. Argentina logró una trabajada victoria 1-0 ante Chile en el Estadio Nacional de Santiago gracias al único gol de Julián Álvarez. Se han encargado, con su rendimiento sostenido y su competitividad feroz, de fijar un estándar tan alto que incluso cuando el equipo no brilla, cuando no domina con claridad o incluso cuando juega mal, como ocurrió en el segundo tiempo contra Chile, termina imponiéndose en el marcador. Esa costumbre de ganar, de resolver con eficacia aunque el funcionamiento no sea el óptimo, ha generado una expectativa casi irreal: la de que siempre, sin importar el contexto ni el rival, deben salir victoriosos. Es notable cómo, en la mayoría de los encuentros, esta selección juega bien, y cuando lo hace, gana. Hay también ocasiones —pocas, muy pocas— en las que el nivel mostrado es regular, algo apagado, sin el brillo al que nos tienen acostumbrados; sin embargo, aun en esos momentos más discretos, el resultado suele seguir siendo favorable. Y lo más sorprendente, casi injusto para los rivales, es que incluso cuando juega mal, cuando todo parece indicar que el desenlace no será feliz, logra sacar adelante los partidos. Lo de Chile en el segundo tiempo fue una muestra clara de eso: un equipo desdibujado, con errores poco habituales y sin la claridad acostumbrada, pero que aún así encontró la manera de ganar. Este fenómeno, que a veces roza lo milagroso, no se construye solo con talento. Es fruto de una mentalidad ganadora, de un proceso largo y de una confianza que se ha consolidado con cada triunfo, con cada campeonato, con cada adversidad superada. Y es por eso que decimos, casi con un suspiro de resignación y orgullo mezclados, que qué mal nos acostumbraron estos jugadores. Porque ahora, cuando no ganan con soltura o cuando el rendimiento no es superlativo, lo vivimos casi como una anomalía. Han elevado tanto el listón que lo extraordinario se ha vuelto lo habitual, y lo habitual, por momentos, ya no nos basta. Y en esa paradoja radica justamente el dilema del hincha contemporáneo. ¿Cómo se mide hoy la actuación de un equipo que ya lo ha ganado todo, que ha tocado el cielo con las manos y que, sin embargo, sigue mostrando hambre de gloria? El juicio se vuelve más severo, casi implacable. Cada pase errado, cada desacierto táctico o cada falta de precisión frente al arco es observado con lupa, como si fuera una traición al legado que ellos mismos construyeron. Porque cuando se acostumbra a lo sublime, lo simplemente bueno ya no parece suficiente. Es un precio alto el que se paga por el éxito sostenido: la pérdida del asombro. No es que la crítica no sea válida. Todo equipo necesita evaluación, evolución, corrección. Pero quizás nos olvidamos —en medio de tantas victorias— de que el fútbol es también irregularidad, que el juego imperfecto es parte de la naturaleza del deporte, y que incluso los más grandes tienen partidos grises. Lo curioso es que estos jugadores, aún en esas noches apagadas, encuentran la forma de ganar. Y eso es lo que los diferencia. Esa capacidad para sobrevivir a sus propios errores, para resistir sin brillar y aún así imponerse, es la marca de un equipo grande. No solo por lo que juega, sino por cómo compite. Entonces, sí, nos han malacostumbrado. Nos llevaron a creer que cada partido debía ser una exhibición, cada jugada una postal, cada victoria, rotunda. Y cuando eso no sucede, cuando el equipo gana pero sin espectáculo, sentimos que falta algo. Pero quizás lo que falta es perspectiva. Porque incluso en la imperfección, en el desgaste, en los partidos donde nada parece fluir, este grupo sigue entregando resultados. Y eso, aunque menos vistoso, es profundamente admirable. Al final, lo que estos jugadores han construido va más allá de un estilo o una racha. Han forjado una identidad, un compromiso con la camiseta y una relación con la gente que trasciende los 90 minutos. Nos enseñaron a esperar lo mejor, sí, pero también a confiar incluso cuando lo mejor no aparece. Y eso, aunque parezca contradictorio, es otra forma de grandeza.
Argentina, la selección contracultural que rompió las lógicas del fútbol moderno
Desde su génesis, esta selección argentina decidió caminar al margen de los manuales consagrados, desatendiendo las fórmulas tradicionales, desoyendo las voces del sentido común futbolístico que tantas veces naufragaron en frustraciones. Con un cuerpo técnico que surgió casi por accidente, con jugadores que no siempre fueron estrellas en sus clubes, pero que sí se convirtieron en titanes bajo la camiseta celeste y blanca, el equipo se constituyó como una rareza que desconcertó al mundo y reescribió lo posible. El ciclo que comenzó con Lionel Scaloni al frente, lejos de responder a una lógica estructurada, creció desde la humildad, la autocrítica y la memoria del fracaso, para finalmente consolidarse como un colectivo que no solo ganó, sino que aprendió a convivir con el vértigo de haber ganado todo. Después de alzar la Copa del Mundo en Qatar, el mayor desafío no era conquistar más títulos, sino conservar el hambre. Porque hay una máxima no escrita que pesa sobre los campeones: luego de tocar el cielo, cómo seguir corriendo con la misma furia por la tierra? Sostener el apetito competitivo cuando ya se habita el olimpo de los consagrados no es sencillo. Sin embargo, esta Argentina lo hizo. Desde una fibra íntima, alimentada no por la gloria obtenida, sino por el recuerdo del dolor. Porque detrás de cada sonrisa de hoy, hay un ayer de lágrimas que forjó el carácter del presente.
Scaloni, con una lucidez que no necesita artificios ni poses, lo advirtió sin rodeos: “Ojalá dure mucho, pero algún día se va a torcer”. No es pesimismo, es el realismo de quien sabe que el fútbol, por naturaleza, es traicionero y caprichoso. Lo dijo tras golear a Brasil por 4-1 en el Monumental, mientras el país entero celebraba una de las noches más sublimes del ciclo. Y sin embargo, allí, en medio de los fuegos artificiales, el entrenador ponía sobre la mesa una verdad incómoda: todo lo construido puede tambalear en un segundo, y la única manera de postergar esa caída es mantenerse incómodos, inconformes, alerta. Es esa conciencia del abismo la que impide la relajación, y convierte al equipo en una máquina insaciable. El plantel lo entiende así. El mensaje se transmitió de generación en generación dentro del mismo vestuario. Los futbolistas actuales, aquellos que hoy son ídolos populares, crecieron viendo las cicatrices de quienes fracasaron antes. No las padecieron en carne propia, pero las conocieron de cerca. Aprendieron del silencio de Mascherano tras perder otra final, del dolor de Higuaín en soledad, del llanto contenido de Di María, del vacío en los ojos de Messi antes de ser el campeón eterno. Vieron cómo la derrota repetida marcó a Aimar, Ayala, Samuel y al propio Scaloni. Y entendieron, entonces, que su rol era vengar esa historia, no con resentimiento, sino con entrega absoluta. En ese ecosistema, cada jugador que entra se somete a una regla tácita: nadie puede relajarse. Scaloni no garantiza titularidades —salvo a Messi—, y lo dice sin rodeos. Esa exigencia permanente es lo que ha mantenido al grupo activo, competitivo, alerta. Es lo que permite que figuras como Dibu Martínez se obsesionen con estadísticas, que Otamendi acepte con hidalguía perder el puesto en un torneo y luego lo recupere sin dramas. La competencia interna es feroz, pero sana. Y cuando llegan los jóvenes —como Nicolás Paz, Giuliano Simeone o Thiago Almada— no lo hacen como relleno, sino con la posibilidad real de ganarse un lugar. Aquí, ser campeón del mundo no otorga inmunidad: hay que ratificar la pertenencia todos los días. Hay algo singular que atraviesa a este equipo: su identidad emocional. Se quieren de verdad. Se cuidan. Se admiran. Y eso no es común en el fútbol de elite. Es un grupo que se despoja del ego para potenciar al compañero. Lo dijo Tagliafico con simpleza pero con verdad: “Coincidir con gente que deja de lado los egos te da más chances de ganar”. Hay códigos de hermandad en este seleccionado que explican su solidez. Y hay, también, un motivo que une a todos en un deseo común: Lionel Messi. Hace tiempo que ya no lo idolatran desde la distancia. Lo han descolgado del póster para acompañarlo como compañero, para sostenerlo como capitán, para devolverle algo de todo lo que les dio. Juegan por él. Porque saben que su tiempo es finito. Porque lo vieron llorar como nunca antes tras la final de la Copa América 2024. Porque si hay alguna chance de que el 10 llegue al Mundial de 2026, es gracias a ellos y a su deseo inquebrantable de seguir siendo un equipo de época. Y cuando uno se pregunta qué más podía hacer esta selección luego de Qatar, la respuesta es tan sencilla como contundente: seguir siendo. Seguir quemando manuales. Seguir desafiando la lógica. Seguir ganando sin creérsela. Porque esa es la esencia de esta Argentina: jamás se duerme. La actitud no se negocia, y el fútbol tampoco. A Brasil, el gran rival de siempre, se lo venció con autoridad, controlando el mediocampo, imponiendo una fórmula que históricamente les pertenecía a ellos. Todos corren, todos juegan, todos presionan. Es una selección moderna con alma antigua. Con oficio, con picardía, con orgullo nacional. La genética del fútbol argentino, ese ADN que no se entrena, está viva en este equipo.
Los números respaldan el relato. Desde la conquista en Doha, la selección ha disputado 29 encuentros, con un saldo abrumador: 24 triunfos, apenas dos empates y solo tres derrotas. Marcó 60 goles y recibió apenas 11. En todos los partidos, salvo uno —la caída 0-2 ante Uruguay en la Bombonera—, logró anotar. Se clasificó a la Copa del Mundo 2026 con cuatro fechas de anticipación y jamás abandonó el primer puesto del ranking FIFA. Ni en la era posterior a 1978, ni luego del título en 1986, Argentina logró sostener este nivel de excelencia sostenida. Hoy, entonces, no se trata solamente de un grupo que gana. Se trata de una selección que construyó una identidad poderosa, empática, feroz y creativa. Que asume los desafíos desde la humildad pero también con la confianza de quien sabe lo que vale. Que entiende que el encanto será efímero, pero hace todo lo posible por prolongarlo. Y que, sobre todo, jamás olvida lo que costó llegar hasta aquí. Por eso sigue. Por eso pelea. Porque aún después de comer, todavía tiene hambre. Pero lo más asombroso de esta selección no es solamente su rendimiento estadístico o su constancia competitiva, sino la forma en que logró reconciliar a todo un país con su camiseta. Durante muchos años, vestir los colores de Argentina fue sinónimo de peso, de angustia, de una exigencia que aplastaba más de lo que motivaba. El equipo parecía estar en deuda constante con su gente. Y la gente, cansada de tantas derrotas en finales, devolvía el gesto con frustración, críticas crueles o desapego emocional. Esa brecha, que durante décadas parecía irreversible, fue cerrada por este grupo que no prometió nada y lo dio todo. Que nunca habló más de la cuenta, pero se expresó mejor que nadie dentro del campo. Que no pidió amor, pero lo ganó.
El Mundial de Qatar fue la consagración más visible, pero no la más significativa. La verdadera transformación comenzó en Brasil 2021, en la Copa América que quebró el estigma de 28 años sin títulos. Aquel abrazo entre Messi y Neymar en el Maracaná fue más que una postal: fue el instante en que Argentina volvió a creer. Desde entonces, todo cambió. El equipo se convirtió en símbolo de identidad, en reflejo de una manera de ser que no se negocia: pasional, comprometida, desobediente, con esa mezcla argentina tan única de talento e irreverencia. Esa identidad no se sostiene con discursos, sino con hechos. Y los hechos son rotundos. Porque mientras otros campeones se disuelven lentamente tras el clímax, Argentina construyó su fortaleza post-Mundial con la misma determinación con la que se coronó. La victoria ya no es el punto de llegada: es parte del camino. Un camino que se transita con dolor físico, con alertas mentales, con entrenamientos invisibles, con liderazgo compartido y con una conciencia clara de que nada —ni siquiera la gloria— dura para siempre. Messi, símbolo mayor de esta generación, ya no necesita justificar su lugar en la historia. Pero sigue. Y sigue porque lo rodea un equipo que todavía cree. Que todavía lo sueña con ellos. Que lo cuida. Que lo necesita. Su presencia, incluso cuando no brilla o no juega, es un faro moral. Un recordatorio de que lo imposible es una categoría provisional. Quizás ese sea el mayor mérito de esta selección: no solo ganar, sino hacerlo con un código ético interno, con una estética emocional y una rebeldía contagiosa que trasciende el campo de juego. Argentina no juega únicamente por los puntos: juega por un legado. Y no lo dice. Lo vive. Hoy, mientras espera una nueva Copa América para revalidar su hegemonía, y mientras proyecta el Mundial 2026 como una utopía posible, la selección de Scaloni sabe que el margen de error se achica, que la cima es inestable, que el juicio internacional será cada vez más severo. Pero también sabe algo que pesa más: que ha construido una forma de competir que no depende exclusivamente del resultado, sino de una mentalidad colectiva que no tolera la indiferencia, que huye del ego, que transforma la presión en energía. Y si mañana llega la derrota —porque llegará— no será una tragedia. Porque este equipo ya dejó una marca que no borra ni el tiempo ni la crítica: devolvió la dignidad de vestir la camiseta argentina. Y lo hizo con una mezcla de humildad y fuego que lo vuelve inolvidable. Al final del día, esa es la mayor victoria: haber convertido a un grupo de buenos jugadores en un equipo extraordinario. Y haber transformado a una nación escéptica en un pueblo enamorado de nuevo. Argentina ya ganó. Y sigue ganando. Y sin embargo, aun con todo ganado, siguen adelante. No por codicia, no por obsesión, sino por algo mucho más visceral: el deseo de pertenecer a algo más grande que ellos mismos. La camiseta de Argentina, esa que durante tanto tiempo fue armadura y condena, volvió a sentirse como un hogar. Hoy la visten con orgullo, con responsabilidad, pero también con alegría. Como si entendieran que ser parte de este equipo es un privilegio irrepetible, un lugar que no se hereda ni se compra: se gana cada día, en la entrega, en la mirada al compañero, en el esfuerzo sin aplausos. Quizás por eso se cuidan tanto entre ellos. Porque saben que no hay segundas oportunidades para vivir algo así. Porque reconocen que están atravesando un capítulo único de la historia del fútbol argentino. Y porque, aunque el fútbol es imprevisible y cruel, este grupo ha escrito su relato con una tinta que no se borra con derrotas. Por momentos, da la sensación de que ya no juegan solo para ganar, sino para dejar huella. Para que el chico que se cuelga de un alambrado en Salta o en Florencio Varela o en Comodoro Rivadavia vea en ellos algo más que ídolos: vea una forma de ser argentino. Orgulloso, comprometido, rebelde y talentoso. Con errores, con broncas, con miedos. Pero de pie. Siempre de pie. Y ahí, en el fondo de todo, está Messi. No ya como el superhéroe inalcanzable, sino como el corazón de una idea que se volvió colectiva. Messi, que aprendió a ganar rodeado de los que alguna vez fueron niños que lo veían perder. Messi, que ahora llora de alegría, no por él, sino por ellos. Porque sabe —y lo saben todos— que este tiempo no volverá. Lo dijo Scaloni alguna vez, sin buscar épica: “El fútbol te devuelve lo que das”. Esta selección, entonces, no está donde está por casualidad. Está acá porque lo dio todo. Y porque entendió algo que los libros no enseñan: que para cambiar la historia no hace falta tener los mejores nombres, sino las mejores intenciones. Ganaron. Pero no por magia. Ganaron porque se animaron a no ser iguales a los demás. Porque abrazaron el miedo, lo convirtieron en impulso, y eligieron hacer de la adversidad su combustible. Y si mañana no ganan más, nadie podrá arrebatarles lo esencial: haber sido un equipo inolvidable.
Un primer tiempo para gozar
En un fútbol de selecciones cada vez más marcado por la intermitencia de las grandes actuaciones y la volubilidad de las formas —donde el calendario comprimido y la desnaturalización de las fechas FIFA muchas veces conspiran contra la continuidad y la identidad de juego—, la Argentina campeona del mundo continúa aferrada a una premisa que excede largamente el resultado y que define, en su sustancia más profunda, una manera de concebir el deporte: la de encarar cada compromiso con la sobriedad de los que no negocian la actitud, incluso cuando el entorno, la coyuntura o la tabla de posiciones sugieren lo contrario. Porque si bien el duelo ante Chile no presentaba, al menos en los papeles, una urgencia clasificatoria o una tensión dramática como las que suelen caracterizar los choques sudamericanos, lo cierto es que subyacía en el ambiente una doble motivación que dotaba al encuentro de una gravitación especial: por un lado, la posibilidad de asegurarse el primer puesto del grupo, algo que no se lograba en una Copa del Mundo desde la edición de Corea-Japón 2002; por el otro, la chance de revalidar una hegemonía regional frente a un adversario que, por obra y gracia de dos finales ganadas en fila —y con una fuerte carga simbólica— durante las Copas América de 2015 y 2016, había osado cuestionar el orden histórico en el Cono Sur. Desde el primer minuto, el equipo dirigido por Lionel Scaloni se mostró decidido a imponer condiciones a través de un libreto ya conocido, pero no por ello menos efectivo: presión alta tras pérdida, circulación corta en mitad de cancha con la intervención de dos actores principales: uno de ellos fue Rodrigo de Paul (7). Gran punto alto que tuvo la Selección en el Estadio Nacional de Santiago de Chile. En el comienzo del partido, se ubicó como interno por la izquierda en el 4-4-2. Tuvo un duelo particular, durante gran parte de la primera mitad con Arturo Vidal, un Vidal que habla más afuera de la cancha que con la pelota en los pies. Desde hace tiempo, Scaloni viene trabajando con un mediocampo flexible, donde los internos pueden intercambiar posiciones para confundir al rival, el cambio de perfil desorienta las marcas. Dar sorpresa en el ataque: tiene buen pase largo ,remate y llegada, y cambiarlo de banda puede abrirle nuevos ángulos. Por momentos, retrocedió como un tercer central para iniciar las jugadas y ser apoyo de los zagueros centrales. Después, pasó a la mitad de la cancha. Se paró como 5 y le dio juego. Sostuvo el mediocampo con mayor intensidad, ganó marca y presión alta, y ordenó mejor el equipo. El otro fue Giovanni Simeone (8): la rompió toda en el primer tiempo. Uno de los patrones que tuvo Argentina fue atacar con pelotazos profundos a la espaldas de Suazo con los desbordes constantes de Simeone. En todo momento, armó una gran asociación por la derecha de Argentina, Paz lo vio a Simeone por la derecha, llegó hasta el fondo y mandó el centro atrás. De Paul no le pegó bien y la mandó alto. Luego, intercambió posiciones y se estacionó por la izquierda. Siguió siendo lo mejor del elenco de la Selección. Desequilibrio, gambeta, cambios de ritmo. Volvió a ganar por la derecha, contra la línea, llegó hasta el fondo dejando a Maripán. Envió el centro atrás pero ninguno de sus compañeros llegaron para rematar al arco. Los últimos quince minutos fueron notables: una gran asociación ofensiva entre varios jugadores de la Argentina, terminó con el hijo de Diego Simeone, definiendo ante Cortés. El arquero se lo tapó, pero la jugada se anuló por posición adelantada. Luego, corrió con la pelota al píe, metió el centro atrás y llegó Almada, que le pegó al arco potente, pero tapó Cortés. En el segundo tiempo, Argentina se replegó y no tuvo la misma intensidad que la primera etapa. Sintió el desgaste y no fue el mismo. No negoció el sacrificio. Erró un gol increíble tras un pase filtrado, entre líneas de Messi. El futbolista le ganó en velocidad a Sierralta, pero le erró al arco y le pegó a la red del lado de afuera.

En contrapartida, el conjunto dirigido por Ricardo Gareca —todavía en proceso de asimilación de su nueva propuesta— adoptó una postura más reactiva, replegando líneas y apostando por el orden defensivo, en una suerte de bloque medio-bajo que, sin embargo, nunca logró bloquear del todo las conexiones interiores del mediocampo argentino. Y tal vez, en última instancia, ésa sea la herencia más perdurable del ciclo Scaloni: la de haber reconstruido un sentido colectivo, no sólo en términos futbolísticos sino también culturales, donde el triunfo no se celebra como una excepción sino que se entiende como una consecuencia lógica del trabajo, la coherencia y el respeto por la camiseta. En una selección que ha sabido reinventarse después del dolor —y que ha aprendido, quizás como nunca antes, a ganar con humildad y perder con entereza—, cada victoria, por mínima que parezca, se convierte en una pieza más de un relato que ya se inscribe entre los más memorables de la historia reciente del fútbol mundial. Sin embargo, no todo fue color de rosas, porque la primera situación del partido fue para Chile. Se equivocó Nahuel Molina (5); quien fue de menor a mayor. Tuvo una pérdida de pelota inoportuna que derivó en un remate peligroso de Sánchez. Luego se acomodó. Pasó al ataque con asiduidad. No tuvo ningún inconveniente en la marca, más allá de Suazo mandó un gran centro atrás al segundo palo y Cepeda entró por ese sector. Su remate se fue por encima del travesaño. No se ofreció mucho como salida por el costado derecho. Escasa proyección ofensiva. Para ganar cosas, necesitás un arquero ganador, y Argentina lo tiene. Ya no caben adjetivos para calificar el paso del Dibu Martínez (8) como arquero de la Selección. Tapó tres pelotas fundamentales. Entre Molina y Palacios fallaron en la salida, la pelota la recuperó alto el local, le quedó a Alexis Sánchez que remató potente y el arquero argentino salvó lo que pudo ser el primer tanto del partido. En el segundo tiempo, continuó con el show de atajadas: Cepeda le pegó desde lejos, apuntó al segundo palo y el arquero argentino se estiró para sacarla de manera impresionante. Marcelino Núñez le pegó al arco desde una posición con poco ángulo y el arquero la atajó en el primer palo. Además, en la acción siguiente fue amonestado Cristian Romero. Volvió a mantener la valla invicta, como en el casi 80% de los partidos. Imbatible
Durante el primer tiempo del encuentro, la Selección Argentina mostró un rendimiento sólido, destacándose especialmente por las transiciones rápidas y efectivas que logró articular por el sector derecho de l campo. Estas jugadas le permitieron al equipo nacional avanzar con mayor peligrosidad. La capacidad para conectar líneas entre defensa, mediocampo y ataque por ese costado fue uno de los puntos más altos del equipo en esa primera mitad, relevando un trabajo táctico bien planificado y ejecutado. Sin embargo, no fue todo positivo en esos primeros cuarenta y cinco minutos. A pesar del dominio territorial y la clara superioridad en varios tramos del juego, Argentina incurrió en algunos errores no forzados, especialmente en la entrega del balón. Estos fallos en los pases, en situaciones sin presión evidente de Chile, provocaron ciertas interrupciones en la fluidez del juego y le permitió que recuperara la posesión en zonas sensibles. Si bien no fueron errores que comprometieran gravemente el resultado, si mostraron una faceta vulnerable que, en partidos de mayor exigencia, podría tener consecuencias más serias. Afortunadamente, el cuerpo técnico liderado por Lionel Scaloni supo identificar rápidamente estos desajustes y realizó los ajustes necesarios para mejorar el funcionamiento colectivo del equipo. Ya desde los últimos minutos del primer tiempo, y con mayor claridad en la segunda mitad, se evidenció una mejora sustancial en la circulación del balón. Los volantes comenzaron a mostrarse con mayor determinación, ofrecieron líneas de pase constantes y contribuyeron activamente a darle mayor movilidad al equipo. Esa dinámica en el mediocampo permitió que Argentina retomara el control del juego, redujera al mínimo los errores no forzados y estableciera una superioridad que terminó siendo determinante para el desarrollo del partido.
En todas las escuelas de fútbol, cuando algún entrenador se disponga a explicar el concepto de contraataque, debería tener como recurso audiovisual obligatorio el gol que convirtió la Selección Argentina en su más reciente presentación. Esa jugada, pura y precisa, es la representación exacta de lo que significa contraatacar con inteligencia, velocidad y coordinación. Fue una obra colectiva de una selección que, bajo la conducción de Lionel Scaloni, ha alcanzado un nivel de sincronía tan alto que bien podría compararse con una orquesta filarmónica. En este conjunto, cada futbolista ejecuta su papel con precisión y entrega, contribuyendo a una sinfonía futbolística donde todos se lucen sin opacar al otro. La jugada comenzó desde el fondo, con Leonardo Balerdi —el defensor que tuvo su segunda titularidad bajo el mando de Scaloni— como el inesperado director inicial de la secuencia. Su actuación fue no solo correcta, sino verdaderamente formidable, mostrando personalidad, lectura de juego y una calidad técnica que pocas veces se espera de un central. En ese instante clave, Balerdi no eligió el pase lateral ni la salida segura: decidió romper líneas con un pase rasante y firme, una entrega que atravesó la zona de volantes y puso a correr a Thiago Almada, con su característico dinamismo y visión de juego, recibió la pelota en carrera y apenas necesitó dos toques para encarar a una defensa rival que había quedado desarmada. Su aceleración y control fueron impecables, pero lo más notable fue su capacidad para ver el movimiento de Julián Álvarez. Con perfecta sincronización, le sirvió un pase medido al delantero del Atlético Madrid, que atacó el espacio con astucia. La defensa local, sorprendida y desorganizada, no pudo reaccionar a tiempo. Ante la salida desesperada del arquero Cortés, Álvarez definió con la categoría que lo caracteriza: un toque sutil, preciso, que selló una jugada que merece ser repasada una y otra vez.
Simplemente fútbol. Porque este equipo argentino no solo gana partidos, sino que los gana con ideas, con ejecución colectiva y con una convicción que se transmite desde cada pase, cada movimiento sin balón y cada decisión tomada en fracciones de segundo. Scaloni ha logrado consolidar un estilo que combina orden, valentía y creatividad. Y cuando todo eso se alinea, ocurren cosas como esta: una obra de arte en forma de contraataque. Argentina es como Carlos Monzón: serena, poderosa, y demoledora cuando decide atacar. Como el campeón santafesino en sus mejores noches, la Selección de Scaloni no necesita hacer alarde de fuerza constante; simplemente espera, mide, estudia, y cuando encuentra la abertura, golpea con una precisión quirúrgica que no deja lugar a dudas. No se trata de un equipo caótico o impulsivo, sino de uno que entiende el ritmo del juego como Monzón entendía los tiempos de una pelea de campeonato mundial: sabiendo cuándo moverse, cuándo esperar, y cuándo lanzar el golpe que define todo. En el gol que convirtió ante su rival, esa esencia se vio con claridad. Como Monzón en el cuadrilátero, Argentina no se desesperó. Observó a su oponente, lo dejó mostrar sus debilidades, y en un momento exacto —casi quirúrgico— lanzó una contra que fue como un cross a la mandíbula. La jugada arrancó desde el fondo, con frialdad e inteligencia, y terminó con una definición categórica. Nada de suerte, nada de improvisación: solo ejecución perfecta. Como el campeón mundial que sabía que su poder residía tanto en la cabeza como en los puños. Este equipo argentino tiene la contundencia de un nocaut, pero también la elegancia de alguien que domina su arte. Y ahí está el paralelismo con Monzón: ambos representan una versión argentina del dominio. No es desborde emocional ni fuerza bruta: es estrategia, paciencia y talento puro, al servicio de una idea que se ejecuta con convicción. Monzón no necesitaba de fuegos artificiales para ser temido; Argentina, tampoco.
Una vez que Argentina logró abrir el marcador, el partido se transformó en un verdadero monólogo futbolístico, donde el equipo dirigido por Scaloni tomó el control absoluto del balón y lo manejó a su antojo, desplegando un dominio que parecía no encontrar oposición. La Selección se mostró cómoda, casi disfrutando del juego, haciendo circular la pelota con paciencia y precisión, como un artista que pinta su obra maestra sin apuro, sabiendo que cada movimiento tiene un propósito claro y definido. Mientras tanto, del otro lado del campo, Chile parecía desorientado, como perdido en el intento de encontrar alguna respuesta, casi suplicando porque el árbitro diera por finalizado ese primer tiempo que se le hacía cada vez más pesado y complicado. Los jugadores chilenos corrían detrás del balón como una máquina que no lograba sincronizar sus engranajes, esforzándose sin éxito por recuperar el control de un encuentro que claramente no les pertenecía. Durante esos primeros cuarenta y cinco minutos, y pese a la única situación de peligro genuina que generó Alexis Sánchez, la cancha tuvo un solo dueño: Argentina. El equipo impuso sus condiciones, marcó los ritmos y supo administrar cada momento con inteligencia, demostrando una madurez y adaptabilidad que lo convierte en un conjunto impredecible y versátil. Es un equipo que se ajusta a las circunstancias, que puede dominar con calma y paciencia, pero que también tiene la capacidad de asestar un golpe contundente cuando menos lo esperas, como un boxeador experto que sabe medir los tiempos antes de lanzar el nocaut definitivo. En definitiva, Argentina no solo juega al fútbol, sino que entiende el juego en su esencia más profunda, y eso es lo que lo hace tan temible y efectivo en cada encuentro.

Los espacios que dejaba la selección de Chile en su estructura defensiva resultaban, por momentos, difíciles de creer. A lo largo del encuentro, se evidenció una notable diferencia entre los jugadores encargados de marcar en la mitad de la cancha y aquellos que conformaban la última línea defensiva. Esa desconexión fue aprovechada con inteligencia por Argentina, que no necesitó demasiado para generar peligro constante. En una de las jugadas más claras del partido, tras una recuperación rápida y una circulación precisa, Simeone desbordó por el sector izquierdo, llevando la pelota controlada con decisión. Sin perder velocidad ni precisión, lanzó un centro hacia atrás, buscando a un compañero mejor posicionado. Allí apareció Almada, quien venía siguiendo la jugada con atención. Tomó el balón y remató con fuerza directamente al arco, en lo que estuvo muy cerca de convertirse en el segundo gol de Argentina. Antes de esa acción, ya se había producido una interesante secuencia ofensiva protagonizada por varios jugadores albicelestes. Con pases cortos y movimientos bien coordinados, armaron una jugada colectiva que terminó con Giuliano mano a mano frente al arquero chileno, Brayan Cortés. Este último respondió con una gran atajada, tapando lo que parecía una definición certera. No obstante, el árbitro terminó anulando la acción por posición adelantada, aunque el desarrollo de la jugada dejó en claro la superioridad técnica y táctica de la selección argentina.
Esa es precisamente una de las características distintivas del equipo dirigido por Lionel Scaloni: su capacidad para adormecer al rival con posesión de balón prolongada, para luego acelerar de forma repentina y atacar con una precisión quirúrgica. Argentina no perdona. Si se le concede un mínimo espacio, lo aprovecha al máximo y te hace pagar caro cualquier distracción. Uno de los puntos más altos en el rendimiento individual fue, sin duda, Cristian Romero. El defensor central, con una calificación sobresaliente (8), demostró una vez más por qué es considerado una pieza fundamental del esquema. Fue un verdadero tiempista, con una lectura de juego excelente, y supo imponerse tanto en el juego aéreo como en los duelos por abajo. En cada intervención, ya fuera defensiva u ofensiva, transmitió seguridad. Además, inició con acierto varias jugadas desde el fondo, llevando el balón en movimiento y conectando con los mediocampistas sin recurrir al pelotazo innecesario. En una de esas transiciones, realizó un envío largo y preciso hacia Simeone, quien bajó el balón con categoría, se perfiló y remató al arco desde la media distancia. La pelota pasó muy cerca del poste, dejando a Cortés sin reacción y al borde de recibir un nuevo gol. Esa jugada, como tantas otras, fue una muestra del dominio que ejerció Argentina, no solo en lo colectivo, sino también desde las individualidades que, como Romero, sostienen y elevan el nivel del equipo.
Entre los rendimientos más destacados de la selección argentina en este compromiso, merece una mención especial Thiago Almada (8). Sería insincero afirmar con total convicción que hoy por hoy tiene un lugar asegurado dentro del once titular del equipo nacional; sin embargo, lo que sí está quedando claro, jornada tras jornada, es que Almada ha comenzado a convertirse en ese tipo de futbolista que sabe responder cuando el escenario se torna exigente, cuando el partido requiere precisión, inteligencia táctica y capacidad de adaptación. Su presencia en el campo transmite serenidad y ofrece soluciones, especialmente en contextos donde el desequilibrio no depende únicamente del vértigo, sino también de la lectura y del entendimiento del juego. En ese sentido, la decisión del cuerpo técnico encabezado por Lionel Scaloni de ubicarlo por el sector izquierdo del ataque, lejos de responder a una simple necesidad coyuntural o a una improvisación táctica, se explica a partir de una intención más profunda y planificada: enriquecer las conexiones ofensivas desde un lugar menos predecible, sumar variantes que aporten volumen de juego en campo rival y, sobre todo, garantizar una circulación de balón más fluida y menos dependiente de los volantes centrales clásicos. Para muchos, la posición natural de Almada se vincula más con el eje central, ya sea como enganche tradicional o como mediapunta suelto. Sin embargo, su inclusión por banda izquierda está pensada precisamente para explotar sus cualidades desde otro ángulo, ofreciendo lecturas que desestructuran a la defensa rival. El ex Vélez no es un extremo convencional. No es de esos jugadores que se aferran a la línea de cal con la intención de encarar por fuera y lanzar centros. Su perfil es mucho más sofisticado: es un mediapunta moderno que parte desde una zona para intervenir inteligentemente en otra, que entiende el juego no desde una rigidez posicional, sino desde la lógica del espacio disponible, del tiempo, de la asociación. Por eso, al posicionarlo sobre la izquierda, lo que Scaloni pretende no es que se limite a abrir la cancha o que busque profundidad en velocidad, sino que se convierta en un conector interior, en un apoyo entre líneas, en una pieza que le permita a la selección ganar superioridad numérica en sectores estratégicos del campo. Esta libertad que se le otorga para cerrarse, intervenir en zonas de gestación y combinar con interiores o mediocampistas ofensivos, no solo le permite desplegar su talento técnico con mayor naturalidad, sino que además beneficia al funcionamiento colectivo. Al replegarse hacia adentro, Almada libera el carril externo, generando el espacio necesario para que lo aproveche el lateral izquierdo —generalmente un jugador con proyección ofensiva— y, al mismo tiempo, obliga a los defensores rivales a tomar decisiones constantemente: ¿seguir a Almada hacia el centro o mantener la línea abierta para cubrir el ancho del campo? Esa disyuntiva crea vacíos que Argentina sabe explotar como pocos. Conducción y pase perfecto para Julián en el gol. Eje del cambio de ritmo y clave para lanzar a campo rival y desarmar a Chile. Arrancó por izquierda, pero rotó sin dar referencias. Movedizo, le dio destino seguro a la pelota y también aportó en la recuperación. Solo le faltó el gol.
El segundo tiempo, Argentina bajó considerablemente su rendimiento
Algo tenía que modificar Ricardo Gareca tras un primer tiempo en el que su equipo fue ampliamente superado, no solo en lo futbolístico, sino también en lo emocional y estratégico. Chile mostró una versión apática, sin respuestas ante la intensidad de Argentina, y el técnico lo comprendió con claridad. Para el inicio del complemento, introdujo dos cambios significativos: Arturo Vidal, de flojo rendimiento, y Pizarro, sin incidencia real en el desarrollo del juego, dejaron el campo para dar lugar a Hormazábal y Altamirano. Estos ingresos no solo alteraron nombres, sino que también modificaron el dibujo táctico, generando una reconfiguración en el mediocampo. En ese nuevo esquema, Felipe Loyola —quien venía de un semestre brillante con Independiente de Avellaneda— pasó a desempeñarse como volante por derecha, una función que no le es ajena y en la que ha demostrado soltura, despliegue y vocación ofensiva. Sin embargo, más allá de la intención de Gareca por cambiar el rumbo del partido, los primeros minutos del segundo tiempo no ofrecieron variaciones sustanciales en el desarrollo. Argentina siguió imponiendo su estilo con naturalidad: circulación rápida, pases de primera, movilidad permanente y cambios de ritmo que descolocaban a cada línea de presión del conjunto chileno. En ese escenario, Julián Álvarez (7) volvió a ser una de las piezas más activas del equipo albiceleste. El ex delantero que tuvo pasado en River y Manchester City se mostró, como ya es habitual, incansable en la presión alta, moviéndose con intensidad a lo largo de todo el frente de ataque. Su despliegue incomodó constantemente a los zagueros rivales, obligándolos a jugar apurados, y además se ofreció en cada jugada como opción de pase. En el marco del juego posicional que caracteriza a esta selección argentina, supo interpretar los momentos para caer a zonas centrales, generando apoyos y permitiendo conexiones en espacios reducidos. El clima del partido cambió drásticamente a los 11 minutos del complemento. Los altoparlantes del Estadio Nacional de Santiago anunciaron que se preparaba para ingresar Lionel Messi, y el estadio se convirtió, de inmediato, en una auténtica olla a presión. El impacto emocional fue inmediato, tanto en las tribunas como en el campo. El capitán argentino entró en reemplazo de Nicolás Paz (4), quien no logró justificar la confianza del cuerpo técnico. Su desempeño fue decididamente bajo: el joven mediocampista no logró participar en la generación de juego, tocó muy pocos balones y, lo que es más preocupante, se lo vio desconectado del resto del equipo, como si estuviera aislado del circuito colectivo. La oportunidad que significó una titularidad en un partido de este calibre no fue bien aprovechada.
Lionel Messi (6) comenzó el encuentro en el banco de suplentes, una decisión que responde, en primer lugar, al contexto general que atraviesa la Selección Argentina. Ya clasificada a la Copa del Mundo, el equipo no tiene la presión de obtener resultados inmediatos, lo que permite a Lionel Scaloni administrar cargas, rotar piezas y otorgar minutos a futbolistas que habitualmente no forman parte del equipo titular. En este caso particular, la elección del reemplazante de Messi recayó en Nicolás Paz, un joven con proyección que ya ha debutado con la Selección Mayor —campeona del mundo en Qatar 2022—, pero cuya participación hasta ahora ha sido limitada. Esta decisión también estuvo motivada por las ausencias obligadas de varios nombres habituales en la convocatoria, ya sea por lesión o suspensión. Más allá de la situación del equipo, también hay una cuestión vinculada al estado físico del propio Messi. Si bien se encuentra en plenas condiciones para jugar, llega con un importante desgaste acumulado: en apenas 31 días disputó ocho partidos como titular con el Inter Miami, entre compromisos correspondientes a la Major League Soccer (MLS) y la Concachampions. Y su calendario no se aligera: una vez concluida esta ventana FIFA, deberá regresar de inmediato a la franquicia de Florida para afrontar el Mundial de Clubes, donde el equipo estadounidense disputará el partido inaugural frente al Al Ahly de Egipto, el próximo sábado 14 de junio. En ese marco, la decisión de preservar al capitán hasta que el partido lo requiriera se ajusta a una lógica de gestión deportiva más que a una necesidad competitiva puntual. En sus primeros minutos en el campo, el astro argentino tardó cerca de una decena de minutos en entrar en contacto con la pelota. Una vez ubicado, se posicionó como es habitual en estos últimos años: partiendo desde la derecha hacia el centro, con libertad para intervenir en zonas de gestación y finalización. Aunque no tuvo una participación desbordante ni una incidencia directa en el resultado, dejó algunos destellos de su calidad, propios de su jerarquía intacta. Uno de sus momentos más destacados se dio en un contraataque bien construido por Argentina. Messi recibió la pelota sobre el sector derecho, enganchó hacia adentro con su característico movimiento para perfilarse con la zurda, pero el defensor Guillermo Maripán lo cerró con justeza antes de que pudiera definir. Más tarde, su mejor intervención llegó a través de un pase filtrado entre líneas, una asistencia quirúrgica para Giovanni Simeone, que rompió la línea defensiva y superó en velocidad a Sierralta. Sin embargo, el delantero no pudo coronar la acción con un gol, ya que su remate fue desviado y dio en la red del lado externo.

La segunda mitad del partido presentó un giro evidente en el desarrollo del juego, producto de una serie de ajustes tácticos introducidos por Ricardo Gareca. Con el ingreso de Aravena en lugar de Osorio, Chile logró emparejar el trámite y comenzó a generar peligro sostenido sobre el campo argentino. Uno de los principales protagonistas de ese cambio fue Cepeda, cuya irrupción en el partido significó un verdadero dolor de cabeza para Nicolás Tagliafico (4), quien tuvo una noche para el olvido. El lateral izquierdo de la selección argentina fue, sin dudas, uno de los puntos más bajos del equipo. Durante la primera mitad, había logrado mantener el orden defensivo en su sector, sin mayores sobresaltos, y avanzando con timidez por la banda. Pero en el complemento, el escenario cambió drásticamente. Con la presencia de Cepeda, el ex defensor de Independiente fue superado en reiteradas ocasiones, acumulando infracciones en zonas peligrosas que permitieron a Chile acercarse al área con pelota parada. En una de esas jugadas, Cepeda ejecutó un tiro libre desde larga distancia, buscando el segundo palo con un remate potente. Allí emergió la figura del arquero argentino, quien realizó una atajada impresionante para evitar el empate. La sensación en ese momento era clara: Argentina la estaba pasando realmente mal, refugiada cerca de su área y dependiendo de acciones individuales para sostener la ventaja.
En conferencia de prensa, Lionel Scaloni fue autocrítico y reconoció ese cambio de tendencia en el juego: “Nuestra idea no era replegarnos, creo que fue mérito de Chile. En el gol estábamos bien, el primer tiempo fue nuestro más allá del tanto; el segundo fue mérito de Chile seguramente”, expresó el entrenador. Y la lectura es acertada. Con el correr de los minutos, Argentina perdió fluidez, y el equipo se replegó cada vez más, apostando al contragolpe como único recurso ofensivo. Simeone, quien había sido una amenaza constante en la primera etapa, sintió el desgaste físico y perdió influencia, aunque jamás negoció el esfuerzo: bajó a colaborar con Nahuel Molina en la marca y se mantuvo comprometido con la fase defensiva.
Los últimos 25 minutos mostraron una Argentina distinta, más vulnerable, con menos posesión y mucha más dependencia del orden táctico. Chile se adueñó del balón y del terreno, acumulando méritos para empatar un partido que, a esa altura, parecía pender de un hilo. A los 28 minutos, Suazo lanzó un centro atrás al segundo palo, donde volvió a aparecer Cepeda, libre de marca. Su remate, con todo a favor, se fue por encima del travesaño, en lo que fue una de las oportunidades más claras del equipo trasandino. Scaloni, consciente del momento delicado, decidió realizar algunas modificaciones. Facundo Medina (-) ingresó en reemplazo de Balerdi para reforzar la defensa en plena arremetida chilena. Mostró firmeza, despejó algunos balones comprometidos y no desentonó en el breve tiempo que estuvo en cancha. También entró Ángel Correa (-), con la intención de encabezar alguna contra en los minutos finales. Aunque tuvo un par de intervenciones, la presión alta de Chile le impidió asociarse con Messi y nunca logró generar una situación clara. A los 36 minutos, se produjo una de las jugadas más insólitas del partido. Lionel Messi, con uno de sus característicos pases filtrados, habilitó a Giovanni Simeone, quien eludió al arquero con clase y quedó frente al arco vacío. Sin embargo, en una acción difícil de explicar, su remate se fue desviado, impactando la red desde el lado externo. Fue una oportunidad inmejorable para sentenciar el partido que terminó dilapidada de manera increíble. Más allá del contexto del partido, el 6 de junio de 2025 quedará grabado en la historia personal y colectiva del fútbol argentino por un acontecimiento especial: el debut oficial de Franco Mastantuono con la Selección Mayor. Con tan solo 17 años, 9 meses y 22 días, el juvenil de River Plate ingresó en reemplazo de Simeone y se convirtió en el debutante más joven en partidos oficiales, superando a Alejandro Garnacho (18 años, 11 meses y 14 días frente a Australia en 2023) y a Facundo Buonanotte (18 años, 5 meses y 27 días contra Indonesia). Aunque no logró entrar demasiado en contacto con el balón debido al contexto de juego, su ingreso fue más simbólico que determinante: representa el futuro, la renovación, la confianza depositada en un talento precoz que, en paralelo, atraviesa horas cruciales fuera del campo. Mientras jugaba sus primeros minutos con la celeste y blanca, se confirmaba una noticia que puede marcar el rumbo de su carrera: su destino estará en Madrid. Todo indicaba a principios de semana que su futuro inmediato estaba en París, de la mano del PSG, pero el Real Madrid apareció con fuerza en las negociaciones. Ni el proyecto deportivo de Luis Enrique ni la reciente Champions ganada ni los millones cataríes alcanzaron para competir con el poder de seducción de la Casa Blanca. El club merengue aceleró a fondo y, si bien aún se espera la oferta formal, en River trabajan con una idea clara: intentar retenerlo al menos una temporada más. Aunque en Francia no se resignan, todo apunta a que Mastantuono vestirá de blanco. Su aparición en la selección, entonces, no es solo el inicio de su camino internacional, sino también el prólogo de una carrera que podría tener dimensiones históricas. El impulso, desesperado, del final no le alcanzó a Chile. Toda la tristeza en la noche de Santiago se queda de este lado de la cordillera. La Argentina se fue con una sonrisa y varias certezas.
https://x.com/Argentina/status/1930820718805000354



